El corazón y la boca

“La palabra revela el corazón de la persona”, dice el Eclesiástico (27,6). La palabra es, probablemente, el signo – el símbolo - más espiritual que existe. Pero no deja de ser signo; es, por consiguiente, una realidad sacramental, simbólica, que apunta, desde su materialidad casi mínima –aunque inseparable del cuerpo - , más allá de sí misma.

Como escribe un teólogo: “el cuerpo posee un lenguaje que la palabra ayuda a formular” y “la palabra necesita un espacio donde pronunciarse, espacio que el cuerpo le ofrece” (José Granados). El cuerpo se expresa con ayuda de la palabra, que espiritualiza el cuerpo; aunque no haya, para nosotros, una pura palabra que prescinda de la necesaria mediación “corporal”, material, sacramental.

La palabra revela – expresa – lo que somos. Y el corazón es la cifra y el resumen de ese nuestro ser. Si hay coherencia, lo exterior expresa lo interior. Si hay disonancia, no estaríamos en el reino de la autenticidad, sino en el dominio de la hipocresía. Un reino, el de la doblez, que nada tiene que ver con el reinado de Cristo, que es el de la verdad y la vida.

En Jesucristo palabra y ser se identifican. Él es, en Persona, la Palabra. Él es, en Persona, la Verdad. Él es la Vida. En nosotros, la coherencia es menor. A veces somos peores de lo que aparentamos ser. Otras, somos mejores. En cualquier caso, la Sagrada Escritura, testimonio de la Palabra de Dios, nos anima a que nuestra palabra sea adecuada a nuestro ser. Y que nuestro ser, en su núcleo íntimo, en el corazón, se asimile al Corazón de Cristo.

A veces, con el corazón y hasta con la boca – con la palabra – tendremos que corregir a los hermanos (cf Lc 6,39-45). Sin juzgar, en el sentido de que debemos evitar siempre ponernos en el lugar de Dios y, sobre todo, gozarnos del mal del otro. La justicia no es amiga del linchamiento, ni de la histeria, ni del querer quedar bien con todos, a costa de lo que sea.

Juzgar, y hasta castigar, es necesario. Pero ese juicio ha de llevarse a cabo con autenticidad, sin afán de destruir a nadie, sino de salvar la justicia, de reparar los daños y hasta de sanar a quien los haya causado. La Iglesia, en este punto, debería resistir a una lógica mundana que puede tender a dejarse seducir por la prisa de salvar las apariencias, en lugar de armarse con la paciencia de la verdad.

No ser implacable en el juicio, no alegrarse de la caída del otro, no significa que no debamos corregir. No solo debemos hacerlo, sino que tenemos que hacerlo, pero de un modo adecuado – en la forma y en el fondo, en el ser y en las palabras que lo expresan -. Entre hermanos, no cabe la indiferencia. No deberíamos nunca ser espectadores insensibles ante la desgracia – el pecado – del otro.

Pero la auténtica corrección ha de ser inseparable de la autocrítica, porque un ciego no puede guiar a otro ciego, ni quien tiene una viga en el ojo puede ayudar al que tiene una mota: “La honradez exige que antes se reconozcan las propias cegueras, pidiendo luz al Maestro, pues el discípulo, por más que aprenda, siempre será discípulo y está necesitado de la luz de Jesús; exige además arreglar la propia vida para juzgar adecuadamente y ver la situación real” (Antonio Rodríguez Carmona).

El puritanismo, enemigo de la corrección y del perdón, está de más entre los cristianos. El árbol bueno – el corazón bueno – dará frutos buenos: palabras de justicia, de autocrítica y de misericordia.

 

Guillermo Juan Morado.

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