Sacramentalidad de lo cristiano y Eucaristía

La “naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía” (Lumen fidei, 44). En la Eucaristía confluyen dos ejes que caracterizan lo sacramental: el eje de la historia - el paso de Jesucristo de este mundo al Padre a través de su muerte y Resurrección - y el que lleva del mundo visible - compartir un mismo pan y un mismo cáliz - al invisible – participar en la intimidad de la comunión divina -, gracias al cual aprendemos a ver la hondura de la realidad.

En la Eucaristía se verifica el dinamismo de unidad y diferencia característico de lo sacramental. Jesucristo, el Redentor exaltado a la derecha del Padre, se hace presente en el signo sacramental de la Eucaristía que conmemora su Pascua. El Señor Resucitado, invisible, se hace visible en los signos de su presencia.

La ontología griega, su modo de comprender la realidad, permite mantener esa ley que hemos llamado de “proporcionalidad directa”. La realidad significada – Cristo - se hace presente en el signo significante, en el sacramento; en las especies consagradas.

Para la ontología griega el significante, visible, y el significado, invisible, no compiten entre sí. Son realidades no idénticas, pero unidas sacramentalmente.

Por el contrario, la piedad de la devoción moderna, - la devotio moderna es una corriente espiritual nacida en el siglo XIV - introduce ya una lucha entre lo visible y lo invisible, entre lo exterior y lo interior y, en definitiva, entre el mundo y Dios que conducirá, en última instancia, a disociar, con Lutero, la Iglesia invisible de la Iglesia visible.

El retorno a la eclesiología eucarística de los padres; es decir, la vuelta a la comprensión de la Iglesia desde la Eucaristía, puede ayudar a recuperar el marco ontológico, la visión de la realidad, que hace comprensible y fructífera, en el plano teológico, la sacramentalidad.

La proporcionalidad directa aplicada al acto de fe nos ayuda a comprender que la necesaria acción de la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo (cf Dei Verbum 5), hacen posible que el acto de creer sea, al mismo tiempo, plenamente humano; conforme a la razón, libre y socialmente responsable: cuanto más libre o más propio es el actuar de una criatura, tanto más es “sacramental”, o sea, expresión del actuar de Dios.

No necesitamos anularnos a nosotros mismos y, mucho menos, Dios no necesita anularnos. Abrirnos a Él, a la amistad con Él, nos hace verdaderamente grandes. Como ha explicado Benedicto XVI, aludiendo al Magnificat: “María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un ‘competidor’ en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios”.

Por otra parte, así como la revelación y su transmisión llegan a nosotros mediadas de forma histórica o encarnacional, así la respuesta de la fe se da igualmente en la historia, en el espacio y en el tiempo, afectando al sujeto creyente, a la persona, en la totalidad de lo que es, espíritu encarnado.

Hay, por ello, una historia y una geografía de la fe, una memoria encarnada, concreta, del paso de Dios por nuestras vidas, tal como testimonia el mismo Evangelio, que habla de Mateo, “sentado al mostrador de los impuestos”, de las bodas de Caná, de Nicodemo que “fue a ver a Jesús de noche”…

Una verdad que es una Persona – Cristo – solo puede ser transmitida personalmente y, por ello, también históricamente.

Guillermo Juan Morado. 

P.S: Hace ya meses que oigo esta obra de Vivaldi. Realmente, me impresiona.

Y, si añado esto otro, es ya como para obsesionarse.

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