"Rufián"

Las palabras son lo que son. Sobre el uso que hagamos de ellas tenemos un poco más de responsabilidad. Pero las palabras han llegado a significar lo que, hoy, significan de hecho. Por ejemplo, “rufián”. Según el Diccionario de la RAE esta palabra – “rufián” – tiene dos acepciones: 1. “Persona sin honor, perversa, despreciable” y 2. “Hombre dedicado al tráfico de la prostitución”.

La misma fuente indica que quizá el término proceda del italiano “ruffiano”, y este del latín, “rufus” (rubio o pelirrojo). Parece que las meretrices romanas, para distinguirse como tales, se adornaban con pelucas rubias. Las meretrices romanas tenían, según esta explicación, la virtud de querer aparentar lo que realmente eran. Una coherencia que uno no puede dejar de alabar.

Lo rubio y lo pelirrojo no siempre ha gozado de buena fama. Se cuenta que, en una disputa entre un jesuita y un mercedario (este último, rubio), el primero replicó airadamente al segundo: “Rubicundus erat Iudas”. El mercedario, rápido de reflejos, contestó diciendo: “Et e societate Iesu”. El cine, en su día, proclamó que “Los caballeros las prefieren rubias”. Quizá – quién lo sabe – jugando con algunos sentidos históricos del adjetivo “rubias”.

Uno no es responsable de su apellido. Un ejercicio muy pedagógico consiste en “traducir” al español apellidos extranjeros. Esa simple traslación es suficiente para que el glamur, el encanto que fascina, decaiga en el intento. No es lo mismo llamarse, digamos, “Carlo Cipolla” que Carlos Cebolla. O “Cosimo Pirolla” que a saber cómo. Algo similar sucede en otras lenguas. Tal vez por ello, cuando anuncian perfumes o productos de lujo, pronuncian con un deje norteamericano – y antes, francés – unas palabras apenas ininteligibles. Tanto más glamurosas cuanto más impronunciables.

Yo tampoco soy responsable de mi segundo apellido: “Morado”. Un nombre de familia que me encanta. El color morado está entre el rojo y el azul. Es un color que evoca la moderación – lo que otros, equivocados ellos, dirán que es “tibieza” - . Pero la pragmática del lenguaje carga el sencillo término “morado” de otras connotaciones, hasta republicanas y de casi extrema izquierda. Son avatares inevitables.

No deseo ni “ponerme morado” ni “pasarlas moradas”. Me quedo con el morado como color litúrgico, que simboliza la preparación espiritual y la penitencia; ejercicios ambos necesarios. Y también me gusta la palabra “morada”, entendiendo por tal el lugar donde se habita. Si se trata de la “morada eterna”, el lugar en el que se desea habitar; el cielo.

No somos responsables de nuestros apellidos. Si lo somos de no envilecerlos, de no rebajarnos a nosotros mismos, de no apostar para merecer el desprecio de los demás. De no querer emular a quienes se dedican a tráficos indignos. De no convertir las parcelas del mundo que habitamos en una especie de cuadras malolientes.

 

 

Guillermo Juan Morado.

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