La buena memoria de la Iglesia

Como todavía no he podido adquirir “Conversaciones con Paco Pepe”, a pesar de haber preguntado por esta obra en unos grandes almacenes que la anuncian en su página web y que, pese a ello, no la ponen a la venta – de momento - en sus centros comerciales, he estado leyendo una novela.

Hay una frase, de la novela, que me ha llamado la atención: “Peter Benoit se ha convertido en el nombre de una calle” (J. Olyslaegers, “Voluntad”).

Es, literalmente, así. Peter Benoit fue un compositor flamenco (de Flandes, Bélgica) de finales del siglo XIX. Alguien muy importante allí y, sobre todo, en ese momento: “Enseñó a cantar a nuestro pueblo”, decían – hace  no tanto – los flamencos (de Flandes).

La memoria de los hombres es exagerada. Se apresura, presionada por la voluntad, a querer convertir en inmortal a quien, seguramente con mucho mérito, ha impresionado, y no es poco, a sus coetáneos. Pero transcurren, nada, unas décadas, y ya la impresión se va difuminando y el recuerdo se va, prácticamente, borrando de modo completo.

Y he pensado en las calles que recorro cada día. No sigo un itinerario fijo, pero camino durante casi una hora por las calles de la ciudad en la que vivo – “unha cidade fermosa”, recuerda el Ayuntamiento - , y lo es por su emplazamiento, con una bahía impresionante, y por sus paisajes. También por algunos de sus edificios.

En esta “cidade fermosa” hay calles muy importantes dedicadas a personajes que, habiendo sido muy significativos en su momento, se han convertido, me temo, en nombres de vías urbanas

Muy pocos sabrán hoy, sin demérito de quienes han legado su nombre, quién era, en su día, un gran mecenas de la ciudad o, también en su día, un gran empresario. Y si ya no se acuerdan de estos protagonistas de la sociedad civil, menos lo harán de otros personajes de la política, como, por ejemplo, el de un célebre ministro de Hacienda a comienzos del siglo XX.

Y aludo así, como de paso, a José Policarpo Sanz, a José García Barbón y a Ángel Urzáiz y Cuesta. Sobreviven mejor, lo siento, los nombres de los reyes. Todo el mundo que ha leído una página de algún libro sabe quién es Fernando el Católico, o Alfonso XII, o XIII, o incluso Isabel II. Y no fue hasta casi ayer que me enteré de que había una pequeña calle en esta “cidade fermosa” con el nombre de la reina castiza.

En la Iglesia, que – como decían los teólogos clásicos – es una sociedad tan visible como, en su momento, la República de Venecia, la memoria es una memoria viva. Casi no hace falta preguntar de quién se habla o de qué se habla.

Imaginemos el mes de octubre, en el que aún estamos: Santa Teresa del Niño Jesús (Santa Teresa de Lisieux), San Francisco de Asís, la Virgen María (El Rosario, el Pilar…), Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Antioquía, San Lucas…

No hace falta ir, de urgencia, a la “Wikipedia” para saber quiénes son ni para saber, más o menos, en qué época vivieron.

La memoria de la Iglesia es una memoria a largo plazo y viva. Quien fue importante ayer lo sigue siendo hoy.

La memoria de la Iglesia participa, sacramentalmente, de la memoria de Dios, que lo abarca todo. Son muy consoladoras las celebraciones del 1 de Noviembre – Todos los Santos – y del 2 de Noviembre – Todos los fieles difuntos - .

La memoria de los hombres – hasta la amparada por leyes – no es inmune al olvido. La memoria de Dios acoge y perdona. Y así es una buena memoria. Es altamente improbable que nadie sepa, incluso vagamente, quién era San Roque, el santo que da nombre a la calle en la que vivo.

 

Guillermo Juan Morado.

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