No es bueno ceder a la tentación: “Si no es perfecto, ¡qué desaparezca!”

Perfecto, lo que se dice “perfecto”, solo es Dios. Solo Él tiene el mayor grado de bondad. Solo Él es “Aquel mayor del cual nada puede ser pensado” y, a la vez, solo Él es “lo mayor, lo más grande, que puede ser pensado”.

Solo Dios. San Benito captó muy bien esta grandeza, esta perfección. Dios lo es todo. Si se deja “el mundo”, es para agradar a Dios. El monasterio ha de ser una escuela del divino servicio, dedicado, preferentemente, al “Opus Dei”, a la Liturgia, a la alabanza divina. Los que desean ser novicios han de buscar a Dios sinceramente. Los monjes han de actuar para gloria de Dios…

Dios lo es todo. Pero lo que no es Dios no lo es todo. Ni es perfecto, en el mismo sentido en que Dios lo es. Eso no quiere decir que no sea valioso. Porque todo lo que es, en mayor o menor medida, refleja en cuanto que “es” la perfección divina.

Hasta la humanidad tiene esta valencia sacramental, esta capacidad de ser asumida por Dios para mostrar su grandeza – la de Dios - . Es el caso de la humanidad de Jesucristo. O, incluso, de otro modo, el de la humanidad de la Virgen María, limpia del pecado.

Jesús nos pide ser perfectos, pero no desespera si no lo somos aún. Se compadece y perdona. Espera y da fuerza para tratar de mejorar. La Iglesia, en su vertiente humana, nunca ha sido perfecta, más que en la humanidad de nuestro Salvador y en la de su Madre Santa. La Iglesia abraza en su seno a los pecadores, que son imperfectos. No tienen, obviamente, la perfección de Dios, pero tampoco la perfección que Dios desea para los hombres.

“Que todo sea perfecto”. Puede ser un buen deseo o una pretensión de la soberbia. Dicen que Pablo VI repetía algo así: “¡Qué todo sea perfecto!”. Y se refería a la Liturgia, donde lo humano está más claramente al servicio de la perfección divina.

Pero si alguien cree que por gritar: “¡Qué todo sea perfecto!” lo va a ser ya y enseguida es, una de dos, un ingenuo o un aprovechado, o ambas cosas. Que algo sea imperfecto no justifica su destrucción, porque, en ese plan, acabaríamos con todo, procurando el final de la historia. Nos suicidaríamos, ya que nuestra vida no es perfecta. Ayudaríamos a suicidarse a otros, cuya vida tampoco lo es. Eliminaríamos a los débiles o deformes o disidentes. O, ya puestos, a todos.

Eso de “¡Qué todo – porque yo lo digo – sea perfecto!” abre el camino a las mayores barbaridades. No basta con detectar imperfecciones, hace falta sopesar también si las alternativas que se proponen son viables, si mejoran lo que ya hay, si hay garantías de lograr la mejora y si ese logro se alcanza sin perjudicar a muchas más personas de las perjudicadas por la situación de partida.

Los buenos pueden dejarse convencer por esa tentación de “lo perfecto, ya”. Los destructores, también. En la Iglesia siempre ha habido una especie de vocación revolucionaria: a discernir ya entre el “trigo-trigo” o la “cizaña-cizaña”. El Señor prefiere la espera. Y en la sociedad en general sucede lo mismo, aun cuando los revolucionarios parecen buscar no tanto lo perfecto como su control sobre los demás. No tienen la paciencia del Señor. Tienen la impaciencia de mandar ellos mismos.

El Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española ha recordado algunas cosas que, en mi opinión, son muy sensatas:

  1. A propósito de la educación concertada y de la clase de Religión: “creemos necesario recordar los derechos a la libertad religiosa y a la educación”. ¿Que la clase de Religión no es perfecta o que la educación concertada tampoco? Pues habrá que mejorarlas, ambas. No que destruirlas. Es como, si en lugar de reparar una carretera porque tiene algunos baches, se la dinamita sin levantar otra en su lugar. El fundamento de este respeto a la educación concertada y a la clase de Religión no es el capricho del que manda, sino el derecho de los padres “a elegir el modelo educativo que desean para sus hijos”. La clase de Religión, además, “es necesaria para una formación integral de la persona, según la libre decisión de los padres, y no puede ser sustituida por una ética del estado impuesta por los poderes públicos”.
  2. Hay que valorar el papel de la Transición española y de la Constitución de 1978. ¿Son realidades perfectas? No, sin duda que no. Pero, ¿se propone algo que las mejore o se propone una alternativa que solo conducirá al caos y a la discordia? Sería irresponsable decir: “Abajo la Constitución – o la Monarquía – sin una garantía razonable de algo mejor”.
  3. Hacen una referencia a Nicaragua. Y una apuesta por el respeto a la dignidad de las personas y por el diálogo. No comento más este punto, pero merece la pena ser tenido en cuenta.

Es muy fácil decir “no”. Podemos decir “no” a todo. Hasta, en el límite de lo absurdo, podemos decir “no” a Dios, que es Todo. Lo responsable es proponer cosas mejores, sin afán de destruir, sino de ir a más.

Unos católicos que digan: “Ya no pongo la X, porque los obispos no son, todos ellos, como San Carlos Borromeo”, o: “hay que ir en contra de la escuela católica concertada porque los alumnos que salen de ella no han sido canonizados”, o: “¡Abajo la Transición y la Corona!, porque no son, sin más, el reflejo social del reino del Corazón de Cristo”, deberían de pensarlo un poco.

¿Qué alternativas hay? ¿Qué proponen? ¿Qué les dicta la virtud de la prudencia? Decir que “no” es demasiado fácil. Y demasiado irresponsable. Y demasiado arriesgado. Se le puede hacer, basados en esa pulcritud cuasi diabólica, el juego a lo peor. Algo así como los demonios, ángeles que se rebelaron porque el Hijo de Dios se hizo hombre y no ángel – un ser aparentemente más perfecto -.

 

Guillermo Juan Morado.

 

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