"Placuit Deo" y la centralidad de la Encarnación

Hace pocos días, caminando por las calles de mi ciudad, me llamó la atención un cartel que anunciaba un ciclo de conferencias públicas – casi como si se tratase de unas “conferencias cuaresmales”, que de cuaresmales no parecían tener nada – con el sugestivo título de “Los tres mundos que vivimos. Psicología del Autoconocimiento”.

Con más detalle, se enunciaba la temática de cada una de las tres charlas: El mundo de las formas, el mundo del fondo, el mundo del trasfondo… Poco después, otro anuncio en otra calle: “Acupuntura, Reflexología, Reiki” y un número de teléfono al que llamar para beneficiarse de esas supuestas terapias.

Evoco este recuerdo al leer la carta “Placuit Deo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana. Un documento magisterial, aprobado explícitamente por el Papa, que tiene como objetivo “resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la enseñanza del papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales”.

El Cristianismo nunca ha sido entendido por todos. Ni siquiera cuando fue explicado de modo inmejorable por Jesucristo. Muchos se asombraban de su enseñanza, porque hablaba con autoridad. No obstante, también muchos desconfiaban de él y trataban de acallarlo. Hasta el punto de condenarlo a la muerte de Cruz.

Los hombres, y las culturas en tanto que creaciones humanas, son realidades ambiguas, capaces de lo mejor y de lo peor. El Cristianismo toma en serio esta ambigüedad, típica del hombre marcado por el pecado, aunque no completamente corrompido por el mismo, ya que el poder de Dios es más fuerte que el poder del pecado. Por eso el proceso de inculturación de la fe – que tiene como finalidad hacer próximo a cada cultura el mensaje del Evangelio – ha de ir acompañado de un proceso correlativo de evangelización de las culturas, sanando lo menos conforme con la dignidad humana y promoviendo aquello que realmente merezca ser destacado.

El cardenal Newman parafraseaba a Lutero diciendo que la doctrina de la Encarnación – no la de la justificación, en la peculiar visión del monje alemán -  era el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae”, el artículo del que depende que la Iglesia se sostenga o caiga. Newman tenía, como casi siempre, razón. El Cristianismo es la religión de la Encarnación, del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre. En la Encarnación, Dios y el hombre se unen de un modo absolutamente imprevisible. Y esta unión – que es hipostática, ya que la naturaleza humana de Cristo está unida a la naturaleza divina en la Persona divina del Hijo de Dios – hace justicia a Dios y no humilla al hombre. Ni en Cristo ni en nosotros.

La carta “Placuit Deo”, que toma las palabras de su título del número 2 de la constitución sobre la divina revelación del concilio Vaticano II, “Dei Verbum”, es una reflexión sobre la Encarnación en la que la doctrina sobre Cristo, la Cristología, y la doctrina sobre la salvación, la Soteriología, son contempladas en su relación mutua.

La cultura actual nos empuja, quizá, al individualismo y a una comprensión de la interioridad personal despojada de los lazos que nos unen a los demás, al mundo y a Dios. El Cristianismo, religión de la Encarnación, afirma que el hombre no es una mónada aislada. Es un ser en relación y es un ser que depende de vínculos constitutivos: Con Dios, en primer lugar, pero también con los demás y con el mundo.

Dependemos, sobre todo, de Dios y también de los otros. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos ni podemos salvarnos con nuestras solas fuerzas. Ni la salvación, el bien definitivo del hombre, es algo puramente interior – una vez liberado de la forma, del fondo y hasta del trasfondo - .

La centralidad de la Encarnación reivindica la centralidad de la gracia, de la filiación y de la fraternidad. La Encarnación supone la creación, la completa y la potencia. El Verbo se hizo hombre para hacer que los hombres sean hijos y amigos de Dios. Se hizo hombre – alma y cuerpo, espíritu y materia – para que el hombre cumpla, por gracia, su destino de alcanzar el Todo, que es Dios. El hombre no está pensado para conformarse con nada menos que con Dios.

La centralidad de la Encarnación es equivalente al carácter concreto y personal de la salvación. No nos salvamos a nosotros mismos, pero tampoco nos salva una ideología. Nos salva una Persona, Cristo, que hace real la cercanía de Dios a los hombres y hace real, también, el acceso de los hombres a Dios.

La centralidad de la Encarnación sustenta la economía “sacramental” de la Iglesia. Dios llega a nosotros, en Jesucristo, a través de una humanidad semejante a la nuestra. Y sigue llegando a nosotros a través de las mediaciones concretas de la Iglesia y de los sacramentos, signos sensibles que remiten a lo invisible, a lo más grande, a lo que nos supera y excede.

En la cultura dominante se echa de menos una mayor unión entre lo visible y lo invisible, entre el cuerpo y el alma, entre el hombre y Dios. Se cultiva la salud y la belleza a toda costa y, sin embargo, se abandona el cuerpo tras la muerte. Es obvio que el pelagiano esfuerzo por estar sanos y guapos choca con un muro infranqueable: la muerte. Y, ante ese muro, se deja atrás, como en el infierno de Dante, toda esperanza.

También queda atrás toda esperanza cuando constatamos nuestras debilidades. No somos capaces, nunca, de lograr solos, lo que no podemos – ontológicamente – lograr solos. La vida puede convertirse en una conquista alocada de logros aparentes que apenas podrán disfrazar el sinsentido y el fracaso. Mejor sería tratar de alcanzar el Todo, pero con ayuda del que, siendo Todo, porque es Dios, quiso hacerse hombre. El Todo en el fragmento. El universal concreto. El Verbo encarnado. Jesucristo, a la vez nuestro Señor y nuestro hermano.

La Congregación se lo recuerda a los obispos. Y, de paso, a todos los cristianos y a todos los hombres. Deberíamos sentirnos agradecidos por ello.

 

 

Guillermo Juan Morado.

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