Extremar la prudencia (y la seguridad)

Todos podemos ser víctimas de un robo, o de un robo con agresión, o de lo que sea. No se trata de caer en una especie de pánico generalizado, pero, no obstante, todas las prevenciones que se adopten serán, sin duda, pocas.

Me contaba hoy un sacerdote, que pasa ya de los ochenta años que, a principios de este mes, sufrió un intento de robo en el despacho parroquial. Quisieron inmovilizarlo con una cinta adhesiva, tapándole los ojos y la boca. El intento quedó en intento y, gracias a Dios, no fue a más. Se ve que los presuntos ladrones eran principiantes o, tal vez, no excesivamente desalmados. Porque, hasta en el mal, existe siempre una escala que va de lo malo a lo peor.

Parece que la hora del ataque era sobre las 16.30. En pleno calor de agosto, una hora muy apropiada, si el despacho parroquial resultaba – como era el caso – algo aislado y poco accesible a las miradas de los vecinos.

Muchas personas, cuando se enfrentan por primera vez a un hecho de este género, suelen reaccionar argumentando un razonamiento que a mí, aunque me parece comprensible, me resulta, en el fondo, completamente absurdo: “Nunca había pasado”.

Claro, las cosas “nunca” pasan hasta que pasan. Uno “nunca” se muere hasta que se muere. Y así, todo. Una persona sola, en este caso, un párroco en un despacho aislado, no puede permanecer tranquilamente en el mismo pensado en que, como “nunca” ha pasado, “nunca” va a pasar. Habrá que cerrar la puerta y que comprobar, por la ventana, si el que llama es fiable o no.

Y es evidente que no culpo al párroco – las víctimas no son los culpables - , pero sí alerto. Si algo nos sucede, que no se deba a falta de precaución. Hay que intentar ir un poco por delante de los malos.

No se puede decir públicamente si vamos a estar en la Parroquia o nos ausentamos. No se puede quedar hablando con alguien extraño en la sacristía cuando ya todos los feligreses se han ido. En caso de duda, es preferible hablar a la puerta de la iglesia. Siempre tratando de maximizar la publicidad y de minimizar el riesgo.

No solo el despacho – que si alguien necesita acudir al despacho, debe y puede concertar cita por teléfono – ha de ser usado con precaución. Mucho más la casa rectoral. La casa rectoral, a mi modo de ver, entra ya en la categoría de “clausura papal”. No puede entrar nadie, salvo que la visita sea de personas de confianza, y no de una sola, sino de varias a la vez.

¿Y los feligreses? Pueden ayudar mucho. Por ejemplo, asegurando, con su presencia, que el párroco no se queda solo en el templo con algún visitante “extraño”. La simple prudencia de esperar un poco, por si hay que dar aviso, puede ser extraordinariamente oportuna. Y esta prudencia supone que se puedan cerrar las puertas del templo a su hora.

Son cosas de sentido común. Es claro que, si quieren jugarnos una mala pasada, lo harán, pese a las alarmas – que ya no son un lujo, sino una necesidad - , pero conviene mentalizarse.

Todos podemos hacer un poco en favor de la seguridad. Todos estamos amenazados. Los sacerdotes, que suelen vivir solos, lo están quizá un poco más.

Y es extraordinariamente importante hacer saber a todos - por si el mensaje llega a los malos -que en las Parroquias no hay dinero. Por supuesto, este mensaje solo será creíble si nunca se le da dinero a alguien desconocido. Si no lo hay, no se le puede dar.

Las falsas misericordias pueden acabar en tragedias muy injustas. Es bueno saberlo.

 

Guillermo Juan Morado.

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