La fe y la cultura, el creyente y el ciudadano

Algo nos pasa a los católicos. Es verdad que nuestra fe no es “mundana”, pero también es verdad que nuestra respuesta a la revelación divina ha de darse “en el mundo”. El “mundo” es un término ambiguo. Puede referirse a lo que Dios ha creado – y, en ese sentido, es básicamente bueno – o puede referirse a una especie de entramado que se opone a los planes de Dios – y, en este otro sentido, es malo -.

Pensar la fe como algo desencarnado, como una especie de compromiso de la conciencia ante la Palabra de Dios, sin más consecuencias en la realidad cotidiana, carece de coherencia. La fe cristiana es un sí a la verdad sobre Dios que afecta a la totalidad de lo que somos: nuestros pensamientos, nuestras acciones y, hasta, nuestras omisiones.

“Creer”, en el significado pleno de esta palabra, es profesar la verdad sobre Dios que Él mismo nos ha comunicado por medio de Jesucristo. Es, asimismo, observar los mandamientos: “el que obra la verdad se acerca a la luz” (Jn 3,21). Creer es orar. Creer es celebrar los sacramentos, sabiendo que Dios se sirve de lo sensible para conducirnos hacia Él.

La fe sola – la fe “sola” jamás es fe – es incompleta. La fe no consiste solo en creer lo que Dios ha revelado, ni solo en fiarse de Dios. La fe es la respuesta humana a la revelación divina (cf “Dei Verbum ” 5). Y una respuesta “humana” es completamente humana; afecta al alma y al cuerpo, al yo y a la sociedad, al espíritu y al mundo.

La fe implica la cultura: ”Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”, decía San Juan Pablo II. La “cultura” es el conjunto de los modos de vida y de costumbres de una sociedad. Una fe que no se concreta, que no se traduce, en modos de vida, no es fe, en el sentido pleno de la palabra “fe”.

No se puede ser cristiano, coherentemente, sin pretender que el mundo cambie para bien. No se puede ser cristiano y cruzarse de brazos ante la maldad evidente del aborto provocado. No se puede ser cristiano y racista. No se puede ser cristiano y defensor de la explotación de los débiles. No es compatible ser cristiano con cualquier cosa, porque la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Y como el hombre es un ser social, la gracia ha de ayudar, asimismo, a mejorar la convivencia.

Y llegamos así al Estado. El Estado es el conjunto de los poderes y órganos de un país soberano. O sea, es una construcción humana, que surge como consecuencia del carácter social de los seres humanos. Lo que no es bueno para el hombre como individuo, no puede serlo para el Estado.

No es bueno para el hombre como individuo ignorar a Dios. No es bueno que cada uno considere su propio capricho como la norma del bien y del mal, de lo permitido y de lo prohibido. Si no lo es para el individuo, tampoco lo será para el Estado. Un Estado que se considere la “instancia última” sobre todo lo posible será, la historia así lo prueba, un Estado totalitario, que lo abarca todo, que se mete en todo, que no deja respiro a la libertad.

Un Estado laico puede llegar a ser totalitario. Y esto no es una hipótesis, es una constatación. Estoy de acuerdo en que el Estado, como tal, no haga suya, necesariamente, una confesión de fe determinada – aunque tampoco veo como un error que lo haga, siempre que se respete la libertad de las conciencias de los ciudadanos - , pero estoy en completo desacuerdo con la idea de que el Estado, pasando por encima de los ciudadanos, se erija en una especie de instancia suprema, usurpando el papel de Dios.

Claro, cuando uno ve determinados Estados, que siguen una ley supuestamente revelada que se traduce en opresión y en tiranía, uno tiende a pensar que el Estado “confesional” acaba mal. Lo hace si no respeta a Dios ni al hombre. Si no cree en la ley moral natural, si no sabe limitarse ante la razón humana y sus dictados.

Pero este sobrepasar los límites, marcados por Dios y asequibles a la razón, ha caracterizado, quizá, al menos como tentación, a todo tipo de Estados. También, y casi por antonomasia, a los específicamente ateos.

Me quedo con las palabras de Benedicto XVI, en el Inicio de su Pontificado: “quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.

 

Guillermo Juan Morado.

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