También yo viví los tiempos del Concilio

“También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una carta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido así?

En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.

San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: “No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy". Y no fue.

Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.

En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.

Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo.

En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: “Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar".

Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: “así destruís la Iglesia". Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece". El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.

La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada “posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.

Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales —la primera, la revolución cultural de 1968; la segunda, la caída en el nihilismo después de 1989—, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones del mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con paciencia, aprendiendo nuevamente lo que significa renunciar al triunfalismo. El Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo, pensando en el barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo: comencemos de modo moderno, de modo nuevo. Pero surgió otro triunfalismo, el de pensar: nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, así construimos el mundo nuevo. La humildad de la cruz, de Cristo crucificado, también excluye este triunfalismo. Debemos renunciar al triunfalismo según el cual ahora nace realmente la gran Iglesia del futuro. La Iglesia de Cristo siempre es humilde y precisamente así es grande y gozosa.

Me parece muy importante que ahora podamos ver claramente todo lo positivo que ha habido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia, en los Sínodos —Sínodos romanos, Sínodos universales, Sínodos diocesanos—, en las estructuras parroquiales, en la colaboración, en la nueva responsabilidad de los laicos, en la gran corresponsabilidad intercultural e intercontinental, en una nueva experiencia de la catolicidad de la Iglesia, de la unanimidad que crece en humildad y sin embargo es la verdadera esperanza del mundo.

Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es un espíritu reconstruido tras los textos, sino que son precisamente los grandes textos conciliares releídos ahora con las experiencias que hemos tenido y que han dado fruto en tantos Movimientos, en tantas nuevas comunidades religiosas. Antes de mi viaje a Brasil tenía yo la idea de que las sectas estaban creciendo y que la Iglesia católica era un poco estática; sin embargo, ya estando allá, comprobé que casi todos los días nace en Brasil una nueva comunidad religiosa, un nuevo Movimiento. No sólo crecen las sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de vitalidad, que, aunque no llenan las estadísticas —esta es una esperanza falsa, pues no debemos divinizar las estadísticas—, crecen en las almas y suscitan la alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así también un verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.

Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de Cristo crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre atacada por los grandes poderes económicos, militares, etc., pero, juntamente con esta humildad, debemos aprender también el verdadero triunfalismo de la catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy crece la presencia de Cristo crucificado y resucitado, el cual tiene y conserva sus heridas; está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da su Espíritu, que renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra pobreza. Con este conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor resucitado, el Concilio nos dio una gran señal para indicarnos el camino, a fin de que podamos avanzar con alegría y llenos de esperanza".

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