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5.10.17

España al confesionario: la Controversia de Valladolid (5-6)

d ¿Se justifica el sometimiento de los indios para “salvar a los numerosos inocentes que esos bárbaros inmolan”?

 

Las Casas debería haber sido abogado; sus intervenciones, para quien desee leerlas, así lo indican. “Niego el hecho de que existan tantas inmolaciones”, pudo haber expresado, casi como encontrándose ante un pliego de absolución de posiciones; despejaba rápidamente las cuestiones urticantes, negaba el todo o simplemente cambiaba de tema. Sin embargo, viéndose como acorralado respecto de los sacrificios humanos y las inmolaciones practicadas, debió decir algo…; y ese algo fue determinante, pues, lejos de abominarlos, alegó que dichos sacrificios expresaban la “profunda religiosidad” de los indios que, como tal, debía ser respetada… Sí; así como se lee: era la religión de ellos y había que tolerarla. Como vemos, el aggiornamento teológico no es algo nuevo…

Sepúlveda, sin chistar, obvió el exabrupto y apeló a la opinión jurídica reinante por entonces que consagraba el “derecho de injerencia” sobre otros pueblos cuando la vida de terceros inocentes estaba en juego. El párrafo de Dumont es tan extenso como claro:

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3.10.17

España al confesionario: la Controversia de Valladolid (4-6)

6. El desarrollo de la Controversia y sus planteos

 

Apenas comenzada la disputa, las rispideces no dejaron de evidenciarse; y no podía ser de otra manera: Las Casas y Sepúlveda eran dos personalidades muy dispares; polemista acalorado el uno y humanista sereno el otro. Todo indicaba que la controversia sería interesante.

El tema planteado desde el inicio era, como decíamos más arriba, el modo de  hacer la conquista. Sin embargo, desde un inicio, se derivarían en otros como lo señala el mismo Soto, participante del debate:

“No han tratado esta cosa así, en general y en forma de consulta; mas, en particular, han tratado y disputado esta cuestión: a saber si es lícito a Su Majestad hacer guerra a aquellos Indios antes que se les predique la fe, para sujetarlos a su imperio y que, después de sujetados, puedan más fácil y cómodamente ser señalados y alumbrados por la doctrina evangélica, del conocimiento de sus errores y de la verdad cristiana. El Doctor Sepúlveda sustenta la parte afirmativa, afirmando que tal guerra no solamente es lícita, mas expediente. El señor obispo [Las Casas] defiende la negativa, diciendo que no tan sólo no es expediente, mas no es lícita, sino inicua y contraria a nuestra cristiana religión”[1].

Intentaremos aquí, a modo de resumen, analizar los temas tratados a modo de preguntas y respuestas.

a. ¿Autorizan las bulas papales a someter a los indios?

Ni Las Casas ni Sepúlveda -a diferencia de Vitoria- discutían la legitimidad de las bulas pontificias que otorgaban, por donación papal, “las tierras descubiertas y por descubrir” a España; lo que planteaban, sí, era el alcance que tenía dicha donación. Es decir: ¿qué se podía y qué no se podía en América?

El dominico, por su parte, afirmaba que Alejandro VI sólo había podido conceder lo que Cristo mandaba, a saber, evangelizar pacíficamente:

“Lo que ha concedido el Papa a los reyes es que se pongan a la cabeza de los príncipes indios que se conviertan a la fe cristiana y que los tengan como súbditos bajo su tutela o jurisdicción”[2].

 

Es decir; sólo los indios convertidos serían súbditos de Carlos V y no el resto. Sepúlveda, por su parte, opinaba que las bulas alejandrinas descartaban esta interpretación “condicional” de la soberanía al decir que la misma “la vaciaba de todo contenido real, al subordinarla a la aceptación de los indios y a la restitución que debería serles hecha de las conquistas americanas realizadas por los Reyes Católicos y por el emperador”[3]; descontaba, por otra parte, que los indios debían ser bien tratados.

Se abría entonces el juego a una segunda cuestión, a saber: los depositarios de la evangelización y su condición.

b. La condición “natural” de los indios: ¿justifica que se les someta?

Independientemente de la donación papal, ya Vitoria había apelado -con reservas- a cierto “orden natural” planteado por Aristóteles: “hay pueblos destinados a ser sometidos y otros a someter”- decía. Dicha tesis, que había reaparecido en pleno Renacimiento, no provenía como suele pensarse de la sólida tradición tomista, sino del dominico escocés John Meyr (seguidor de Duns Scoto, que no de Santo Tomás) quien ya en 1510 enseñaba acerca del Nuevo Mundo:

Este pueblo vive de manera bestial. Ya Ptolomeo ha dicho en su Quadriparti que de un lado al otro del Ecuador viven hombres salvajes: eso es precisamente lo que la experiencia confirma. De ello se deriva claramente que el primero que ocupe esas tierras puede, con pleno derecho, someter a los pueblos que habiten en ellas, puesto que son siervos por naturaleza[4].

 

Vale la pena decirlo: la decadencia escolástica no era sólo cuestión de libros, sino que tenía sus consecuencias[5]. Resulta sin embargo llamativo cómo Sepúlveda, gran traductor y comentador de Aristóteles, sería extremadamente prudente al momento de citarlo en su favor; por el contrario, más que en los “principios” aristotélicos, se basará en las Crónicas que llegaban del Nuevo Mundo (puntualmente, las de Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la Historia general y natural de las Indias y primer historiador de la conquista).

Las Casas por su parte, metiéndose en terreno ajeno, sí citará a Aristóteles cuantas veces pueda, con el afán de apoyar sus planteos en alguna autoridad respetable por entonces.

Pero vayamos a sus argumentos.

¿Cuál era la opinión de Sepúlveda?

Por empezar, levantemos el cargo sobre lo que habitualmente se dice: “Sepúlveda opinaba que los indios no eran humanos”. ¡Vaya desfachatez simplificadora! El teólogo salmantino, simplemente analogaba a los indios con los “bárbaros”, es decir, con los pueblos paganos y faltos de educación, pero abiertos al perfeccionamiento. Al menos eso es lo que podía oírse y leerse de respecto de lo que ocurría en Indias:

“¿Ha tomado Sepúlveda al pie de la letra la expresión aristotélica «siervos por naturaleza-, o incluso «esclavos por naturaleza»? ¿Ha sacado de aquí la conclusión de que los indios debían ser reducidos a la servidumbre o a la esclavitud? Nada de eso (…). Aconseja respecto a ellos una actitud en cierto modo familiar, hecha de autoridad educativa o protectora, «como de adulto a niño, de hombre a mujer»”[6].

 

Para Sepúlveda el “indio” era un niño que desconocía aún los preceptos morales y civilizadores del viejo mundo, de allí que, en ese intercambio de dos mundos, los indios estuviesen recibiendo más beneficios de los que otorgaban:

“Cierto es, ¡qué duda cabe! que no es en modo alguno legítimo el despojar de sus bienes, así como el reducir a esclavitud a los bárbaros del Nuevo Mundo que llamamos Indios. (…). Yo no mantengo que los bárbaros deban ser reducidos a la esclavitud, sino solamente que deben ser sometidos a nuestro mandato. No mantengo que debemos privarles de sus bienes, sino únicamente someterlos, sin cometer contra ellos actos de injusticia alguna. No mantengo que debemos abusar de nuestro dominio, sino más bien que éste sea noble, cortés y útil para todos. En tu carta me dices que consideras justo que los más fuertes y poderosos impongan su autoridad a los más débiles. Supongo lo dirás con la siguiente restricción: mientras el motivo para hacer la guerra, e imponer por ende la autoridad, sea justo”[7].

 

Hay un abismo, entonces, entre la verdadera doctrina sepulvediana y la que le han adosado algunos; es cierto que, por momentos, Sepúlveda tenía expresiones chocantes y poco felices (“apenas hombres”, llegó a decirle a los indios luego de leer sobre los sacrificios humanos y el estado permanente de guerra en que se vivía), pero de allí a “no-hombres” o “animales irracionales”, hay un largo trecho. Su postura era clara, como dice Zavala: era la “tutela del bárbaro por el prudente”[8] o, como narra Parry “un sano y prudente imperialismo”, al servicio, en primer lugar, de los indios.

¿Al servicio de los indios? Sí; veamos un párrafo contundente que nos trae Dumont:

“Sepúlveda declaraba (…) que sólo la aportación por los españoles del hierro, que los indios desconocían, compensaba todo el oro y la plata que los españoles habían obtenido de América. A la aportación del hierro había que añadir las del trigo, la cebada, los caballos, los mulos, los asnos, bueyes, ovejas, cabras y puercos. Porque los indios carecían de animales domésticos, salvo los patos y los pavos de México y las llamas del Perú. Hay que añadir además la aportación de una variedad infinita de árboles y de una verdadera agricultura, con laboreo y estercolamiento, por no hablar de las aportaciones no materiales, pero igualmente esenciales: el fin de los sacrificios humanos, de la antropofagia, el reino de la paz, la utilización de la escritura, que los indios ignoraban y el don de unas leyes excelentes. Y este supremo beneficio, que vale más que todos los demás reunidos: la religión cristiana (…) ‘¿Qué mayor beneficio y ventaja pudo acaecer a esos bárbaros que su sumisión al imperio de quienes con su prudencia, virtud y religión los han de convertir, de bárbaros y apenas hombres, en humanos y civilizados en cuanto puedan serlo?’”[9].

 

España estaba dando lo suyo y América también. Y este intercambio, para ser completo, necesitaba la evangelización y la elevación de los del Nuevo Mundo; era éste un principio repetido en la época. Debía seguirse el mandato cristiano y papal de la evangelización; pero antes era necesario humanar para recién luego acristianar.

“En la frase de Sepúlveda: Es necesario «someter por las armas a aquellos cuya condición natural es que deben obedecer a otros», Las Casas pretende no ver otra cosa que la afirmación de la irremisible bestialidad de los indios y la justificación de su opresión sin límites. Mientras que Sepúlveda no cesa de afirmar que para él la expresión «condición natural» no significa una condición esencial de la naturaleza de los indios, sino la simple constatación de un estado de retraso subsanable, mutable por la cultura que les aportarán los españoles y, en primer lugar, el cristianismo. Quiere que los españoles que les van a someter sean «justos, moderados y humanos» o «probos, justos y prudentes»; «que se encarguen de instruirles en probas y civilizadas costumbres, y de iniciarles, adentrarles y educarles en la Religión Cristiana, que ha de ser predicada no por la violencia […] sino por los ejemplos y persuasión»”[10].

 

¿Y Las Casas qué planteaba?

El dominico responderá (tanto en la Controversia como en su “Apologética historia”) con un argumento no sólo extraordinario, sino incluso auto-descalificador: para Las Casas los indios eran “buenos salvajes” y “los verdaderos infra-hombres” (es decir, los homínidos que le llaman hoy) no habitaban en los trópicos, sino cerca de los polos o en la línea del Ecuador, de donde viene –decía- que sean «feos», «bestiales» y «crueles»”[11]:

 

“Puesto que los indios habitan en regiones alejadas de los polos, poseen de alguna manera la condición humana de que carecen los infrahombres polares. Como éstos habitan una región a mayor distancia del sol, son «menos capaces de razonar». Por el contrario, los indios, «cuyas provincias están a 20, 25 o 30 grados de distancia del Ártico, y un poco más del Antártico», habitan las regiones próximas al sol, pero «muy templadas», «las más favorables de todo el mundo». «Por ello son ingeniosos y muy capaces de razonar», además de «gente sumamente mansa, pacífica y modesta». « (Son las gentes) más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bullicios, no rijosos, no querellosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo» (Brevísima). Dado que la geografía origina según su voluntad la abominación o la perfección de la humanidad, los indios que pueblan las tierras «más favorables de todo el mundo» son los hombres más perfectos, «la cúspide de la Creación». «A muchas naciones del mundo […] nombradas por políticas y razonables se igualan […], y a ningunas son inferiores». Ni lo son, en particular, respecto a los griegos y romanos de la Antigüedad (…). Estas naciones de las Indias «sobrepujan a los ingleses y franceses y a algunas gentes o [regiones] de nuestra España» (…). Inglaterra, Francia y «ciertas regiones» de España, ¿no están más cerca del polo que los indios y, por consiguiente, «menos en posesión de razón»? (Los alemanes) «habitando en regiones frías no pueden ser bien ingeniosos, ni inteligentes» (…). (A) los escandinavos (…) el frío hace «bobos, estúpidos, y […] feroces»[12].

 

Resumiendo: los esquimales y los negros no son hombres para el dominico; aunque todo parezca extraño, no lo es para quien conozca el pensamiento lascasiano. No por nada sucumbirá más de una vez al esclavismo, que –al parecer- traía en las venas:

“En una carta al Consejo de Indias fechada el 20 de enero de 1531 llega a recomendar el envío «a cada una de estas islas [las Antillas]» de «quinientos o seiscientos negros, o los que pareciere que al presente bastaren». Y no se crea, como han repetido muchos historiadores, que esta complicidad activa en la esclavitud de los negros no era en él más que una ceguera pasajera, simple producto de su dilección por los indios, a los que quería aliviar recurriendo a la mano de obra africana. En Las Casas hay también un desprecio básico por los negros, un racismo hacia ellos ingenuo pero explícito. En el capítulo XXIX de una obra tan tardía como su Apologética historia, escrita y aumentada antes y después de 1550, puede leerse acerca de los negros que tienen «las cabezas y cabellos ásperos y feos», «y los miembros también no buenos», y que sus «ánimas siguen las cualidades malas del cuerpo en ser de bajos entendimientos, y costumbres silvestres, bestiales y crueles». Esto lo explica Las Casas por «el muy gran calor» que sufren sus lugares de origen, que les ha moldeado así como una especie de subhombres. Pues el determinismo geográfico que causa según Las Casas la perfección y la superioridad de los indios, que viven «en las regiones más favorables de todo el mundo» (ya veremos cómo lo expone en la Controversia), causa también la abyección e inferioridad congénitas de los negros, moldeados por el horno africano”[13].

 

Ante tales barrabasadas, era natural que Sepúlveda surgiera victorioso en este punto. Pero pasemos a un nuevo planteo.

c. ¿Pueden ser sometidos los indios para evitar que adoren a los demonios?

La pregunta de aquí arriba no resultaba menor por entonces, a partir de la información que llegaba desde el otro lado del océano. Se sabe hoy, y se sabía en el siglo XVI, que los “demonios” pre-colombinos no eran dioses de las teogonías greco-romanas, ni sus prácticas aquéllas[14]. Porque hay dioses y dioses en el paganismo.

Luego de cincuenta años de conquista, ya algo podía decirse de la cosmovisión teológica de una parte de las Indias, y los ejemplos no eran muy alentadores: canibalismo, sodomía, sacrificios humanos, etc., eran moneda casi corriente. El “defensor de los indios”, Fray Bartolomé, se encontrará en un aprieto al tener que defender la libertad de los indios incluso en estas praxis[15] y, sobre la pregunta de arriba, responderá que no, aunque con bemoles, a saber, que no se podía conquistar por razón de idolatría:

Si ni la Iglesia ni los príncipes cristianos castigan la infidelidad de los judíos y los musulmanes que residen entre ellos, aún menos razones tienen para castigar a los idólatras que viven en el inmenso mundo que les era desconocido hasta ahora”[16].

El argumento lascasiano, al parecer importante, es demasiado débil ante la respuesta de Sepúlveda sobre este punto quien, rápidamente, distingue entre el culto judío o musulmán y de los indios. Pues una cosa es sacrificar un ternero y otra un niño; una cosa es adorar a Alá y otra a los demonios; una cosa es tener un harén y otra la sodomía ritual o la antropofagia, etc., que siempre provocan “la cólera de Dios”.

Las Casas, en un rapto de defensa y de cólera, dirá que él también se halla entre los enemigos de la idolatría, al punto que confiesa él mismo haber destruido “los ídolos de los indios” y hasta exigido -cinco años antes de la Controversia- que los fieles de Chiapas denunciasen ante él “a los que practican ceremonias y ritos paganos”, bajo pena de negarles la absolución[17]. Pero ahora, decía, esto no da derecho a la conquista “a menos que se dé el caso que [los] paganos se sientan ya fuertemente inclinados a abrazar nuestra religión o que voluntariamente se hayan sometido a nuestra jurisdicción, pues, en tal caso, podrá prohibirse la idolatría con la promulgación de algunas leves leyes, siempre que se evite toda clase de escándalo[18].

Es decir, cambiaba sus principios por otros.

Además, agregaba respecto de la diferencia de cultos y de tratos, que si se realizaba esto con los indios, otro tanto debía hacerse con los judíos (recordemos que provenía de una familia de “cristianos nuevos” y que conocía de lo que hablaba), pues “los judíos, por el delito que cometieron matando a Cristo, son de derecho siervos de la Iglesia”, falsearon las Escrituras y las reemplazaron por el Talmud.

Recordemos que estamos en el siglo XVI y no en el XX o XXI; así y todo, el planteo “antisemita” (que diríamos hoy), no sólo no le serviría en su argumentación sino que le jugaría una mala pasada; la conclusión era obvia: no sólo se podía dominar a los judíos, sino también –y con más razón - a cualquier pueblo no cristiano, incluidos los indios.

Sepúlveda, para redondear el planteo y basándose en la doctrina realista, plantearía como síntesis de su pensamiento, que la predicación del Evangelio no sólo exige la sujeción individual, sino también la social o estructural:

“El fondo de su pensamiento, discutible pero coherente, consiste en dos afirmaciones correlativas. La primera es que resulta inadecuado referirse sólo a la predicación puramente evangélica y no estructural de los primeros siglos de la Iglesia, que hacía un llamamiento a la sola adhesión individual, porque entonces la Iglesia no podía actuar de otro modo: el poder le era totalmente ajeno e incluso se le oponía duramente persiguiéndola (…). La segunda afirmación de su pensamiento, correlativa de la primera, es que las dos dimensiones de la palabra de Cristo han confluido una vez que los poderes temporales han sido también entregados a Cristo, lo cual no puede ocurrir sin razón y sin ningún efecto. Por consiguiente, adhesión individual voluntaria y exigencia estructural que preparan el reino parusíaco deben encontrar su síntesis por la unión de la Iglesia y del príncipe cristiano”[19].

 

Recordaba para ello el gran humanista la doctrina del Papa Inocencio IV (1243-1254) quien expresaba (en su Super quinque libris Decretalium) que, amén del respeto de las conciencias y de la libertad humana, el Papa extendía también su poder sobre los infieles, reconociéndose incluso el derecho a castigar sus pecados contra natura e idolátricos:

“El poder de Cristo comunicado a sus vicarios (…) se refiere también al orden temporal en tanto que éste se ordene al bien espiritual; luego el Papa tiene, en todas las naciones, no sólo el poder de hacer que se predique el Evangelio, sino también el de obligar a los pueblos, si puede, a observar la ley natural, a la que todos los hombres están sujetos”[20].

 

Ya pocos años antes de la Controversia, algo similar había dicho don Vasco de Quiroga, el gran apóstol de México y referente de los nativos, en 1535:

“Basta con vivir [los indios] en notoria ofensa a Dios (…), y en culto de muchos y diversos dioses, y contra la ley natural y en tiranía de sí mismos (…) [para que] por justa, lícita y santa, tendría yo la guerra, y por mejor decir la pacificación y condición de aquellos, non in destructione sed in aedificationem, como dice San Pablo”[21].

 

La pregunta sobre el tema de la idolatría, daba lugar a un nuevo interrogante que también se planteó.

continuará



[1]Ibídem, 166.

[2]Ibídem, 168.

[3]Ibídem, 169.

[4]Ibídem, 51. Es importante remarcar, como lo hace Dumont, que “la tesis colonialista y racista no tiene orígenes españoles, sino anglosajones y parisienses”; pero eso es harina de otro costal.

[5] Los trabajos del eximio filósofo italiano, padre Cornelio Fabro, son claros al respecto.

[6]Jean Dumont, op. cit., 173.

[7] Es el testimonio de Francisco de Argote, corresponsal de Sepúlveda, quien trae las palabras de su maestro (Ángel Losada, La Apología de fray Bartolomé de Las Casas, novedades y sugerencias, Estudios sobre fray Bartolomé de Las Casas, Sevilla 1974, 58).

[8]Silvio Zavala, La defensa de los derechos del hombre en América Latina, siglos XVI- XVIII, UNAM-UNESCO, México 1982, 32.

[9]Jean Dumont, op. cit., 174-175.

[10]Ginés de Sepúlveda, Democrates alter, ed. latina y trad. esp. de Ángel Losada, Madrid1951, 122-123 y 29.

[11]Jean Dumont, op. cit., 176.

[12]Ibídem, 176-177.

[13]Ibídem, 120.

[14] Al respecto puede verse el libro de Manuel Ballesteros Gaibrois, Cultura y religión de la América Prehispánica, BAC, Madrid 1985, 345 pp.

[15] El mismo Vitoria había respondido años antes que la idolatría no daba derechos.

[16]Jean Dumont, op. cit., 182.

[17] No otra cosa habían hecho los primeros misioneros en México, como el franciscano Martín de la Coruña, uno de los “doce apóstoles” que llevó Cortés, quien se dedicó a la destrucción de los ídolos a quienes se les ofrecían sacrificios humanos, siendo los mismos indios los que se los presentaban para ese efecto.

[18]Las Casas, Apología, texto original en latín de la Biblioteca Nacional de París, fol. 42. Publicación por Losada, Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra fray Bartolomé de Las Casas, y de fray Bartolomé de Las Casas contra Juan Ginés de Sepúlveda, Editorial Nacional, Madrid, 1975 (las dos Apologías a la vez en texto latino y en trad. esp.).

[19]Gonzalo Aguirre Beltrán, “Los símbolos étnicos de la identidad nacional”, Actas del XXXIX Congreso Internacional de Americanistas, Anuario indigenista, vol. XXX, México 1970, 883.

[20]Jean Dumont, op. cit., 187.

[21]Ibídem, 188.


 

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29.09.17

España al confesionario: la Controversia de Valladolid (3-6)

4. La rectificación de Carlos V y las Leyes Nuevas

Justos e injustos títulos, denuncias e intrigas, exageraciones y realidades. Tal era el ambiente que se vivía por entonces y tal era el planteo que Carlos V debía soportar. El emperador era un hombre sincero, recio pero de conciencia finísima. ¿Cómo debía actuar? Era tal su preocupación que, como señala Dumont, entre los años 1537 y 1542, él se planteó seriamente la posibilidad de abandonar completamente las Indias[1] y retornar su alma a la “paz” del continente europeo.

Juan Ginés de Sepúlveda

Carlos V sabía que si había algo que no debía hacerse era una injusticia; y esto era claro para un monarca católico. Tales preocupaciones fueron las que lo llevaron a promulgar, el 20 de noviembre de 1542, las mundialmente conocidas como “Leyes Nuevas[2] donde se suprimirá el régimen de encomiendas (sin carácter retroactivo, es decir, seguían vigentes hasta la muerte del titular); la medida, absolutamente impopular para los españoles en América, traería sus consecuencias. Había sido Fray Bartolomé, de gran influencia sobre la persona del emperador, quien había solicitado su supresión total a cambio de que se enviasen negros a América en lugar de los indios (dicha proposición la mantendrá tanto en 1516 como en sus Avisos de 1543).

Sí, así como se lee: cambiar indios por negros, pues éstos eran menos hombres que aquéllos. Volveremos sobre este tema.

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26.09.17

España al confesionario: la Controversia de Valladolid (2-6)

 2. Un Papa equivocado

 

El padre Bernardino de Minaya, sacerdote dominico e incansable viajero, había recorrido casi toda tierra firme conquistada; apasionado defensor de los indios, al llegar a México alrededor de 1530 se encontró con que, a pesar de la prohibición expresa de hacer esclavos a los indios, la misma subsistía en dos casos: respecto de los prisioneros de guerra y los condenados a muerte cuya pena se había conmutado por la de esclavitud (la sufría no más de un 0,05% de una población de 6,5 millones de habitantes: unos tres mil indios).

Compadecido de ello Minaya convenció de este peligro horroroso al P. Julián Garcés, hermano suyo en religión que poco tiempo atrás había sido nombrado obispo de la pequeña diócesis de Tlaxcala en México de que lago debía hacerse. Garcés, de edad avanzada y amigo a su vez de Fray Bartolomé de Las Casas, redactó una dura crítica dirigida al Papa Paulo III, donde denunciaba:

“Los cristianos [españoles] no tenían cuidado de librar las criaturas racionales hechas a imagen de Dios de las rabiosas manos de su codicia”[1].

 

El mismo Minaya, alma mater de la misiva, se ofreció para hacer de emisario e, ignorando las disposiciones del Consejo de Indias, llegó hasta el Papa con la protesta. Tal fue su insistencia y tan poca información era la que llegaba desde el Nuevo Mundo que logró del pontífice un Breve (Pastorale officium, del 29 de Mayo de 1537), y una Bula (Sublimis Deus del 2 de Junio de 1537) donde se decía:          

“Declaramos, con autoridad apostólica, que los indios […] no pueden ser privados de su libertad ni del dominio de sus cosas; más aún, pueden libre y lícitamente estar en posesión y gozar de tal dominio y libertad y no se les debe reducir a esclavitud. Habrá que invitar a estos indios […] a recibir la fe cristiana mediante la predicación de la palabra de Dios y el ejemplo de una vida virtuosa”[2].

 

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24.09.17

España al confesionario: la Controversia de Valladolid (1-6)

«Fue en 1550, el mismo año en que el español había alcanzado el cénit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidiera si eran justas» (Lewis Hanke).

«La Controversia fue esencialmente un examen de conciencia religioso preparado por orden de un monarca (…). Un caso único en la historia» (Jean Dumont).

 

 

Para quien no adhiera al mito rousseauniano del “buen salvaje”, es común que piense que, cada tanto, el hombre peca; es decir, yerra, se equivoca. Esta era la visión (la cosmovisión) de la época que intentaremos reseñar aquí; una cosmovisión cristiana que analizaba sus actos independientemente de los resultados. Porque entonces, la ley natural y la ley divina aún existían; no habían sido derogadas por la modernidad ni pasadas al arcón de las prescripciones

De todo esto se trató la famosa Controversia de Valladolid, a saber, de un planteo moral y de conciencia sobre lo que se estaba realizando -por entonces- en las lejanas Indias occidentales. Y no será Inglaterra, ni Holanda, ni Francia, ni Portugal, quienes se plateen la legitimidad de las conquistas, sino España y el mismísimo emperador Carlos V, futuro monje de Yuste.

Para comenzar el análisis, conviene tener en cuenta que, a diferencia de lo que habitualmente se cree, la conquista de América fue una empresa llena de emprendimientos particulares, de aventureros y de hombres osados; no todos eran evangelizadores ni misioneros, ni hombres de “Iglesia”, como lo plantea Vicente Sierra con gran realismo:

“El hombre, para subsistir, necesita de un medio económico. ¡Quién lo duda! Creer que los Conquistadores dejaban su patria, corriendo el riesgo de una navegación en la que las naves que llegaban eran casi tantas como las que se perdían, para internarse en lo desconocido -¡y lo que era ese desconocido cuando se trataba de las selvas amazónicas, las punas chilenas o las fragosidades de Santa Marta!- (…) conducidos sólo por afanes espirituales, sería caer en torpeza”[1].

América fue “cosa de laicos”, digamos; y era natural que fuera así: era la tierra de las posibilidades y de las novedades. En las tierras recién descubiertas se necesitaban hombres, y hombres que quisieran poner el hombro para la empresa[2].

“Este fue el caso de la conquista de Chile por Valdivia en 1550; el caso de la conquista de México por Cortés a partir de 1519, sin haber recibido esta misión ni pedido autorización, sin ninguna ayuda del aparato militar nacional. Su compañero Bernal Díaz del Castillo lo recuerda en su crónica de esta conquista: «México se descubrió a nuestro cargo, sin que Su Majestad tuviera conocimiento de ello»”[3].

 

De hecho, el conjunto de la nación española -para llamarla hoy de esa forma-apenas participó al inicio de la empresa conquistadora. Es más: si se contase la gente que, oficial o extra-oficialmente, pasaba de España a América, antes de los primeros cincuenta años del descubrimiento, apenas tendríamos, según Dumont, “una centena de personas por año para toda España. Una miseria. Una nadería (…). En el debate sobre la cuestión americana la sociedad española, de hecho, no se comprometió. Para esta quintaesencia de Europa, altamente civilizada y desarrollada, que se abría directamente a los más ricos territorios europeos, que sin ser españoles eran suyos, América no era sino un débil espejismo lejano, espejismo que se sabía sobre todo miserable y carente de interés. Es preciso ser conscientes de ello: América no interesaba apenas a los españoles de la época[4].

Y uno podrá preguntarse: “¿Por qué apenas interesaba?; ¿acaso no había noticias de ciertas riquezas del nuevo continente?”. No; de hecho, al inicio, no, pues pasarán un par de décadas antes de que comiencen a encontrarse las primeras minas de oro y plata.

El hecho de que apenas Las Indias interesase a los españoles se ve claramente en el segundo viaje de Colón, quien aun ostentando el cargo de Almirante, tendrá enormes dificultades para conseguir tripulantes en su aventura (máxime cuando los tripulantes de la segunda expedición, narraron a su regreso la matanza sufrida por parte de los indios[5] a quienes se habían quedado como guardia del Fuerte Navidad en “La Española”).

Sea como fuere y aunque muchos de los viajes a las Indias fuesen a título privado, lo que sucedía allí, recaía bajo la responsabilidad de España a raíz de la donación papal de los primeros años; era el Sumo Pontífice quien así lo había dispuesto, pues “el Papa recibía el reconocimiento general de los soberanos cristianos de la época como dispensador de la soberanía temporal sobre territorios infieles en los que no estaba establecida por ningún derecho anterior, a título de lo que los canonistas llamaban su «jurisdicción inmediata y universal»”[6].

 

  1. Los indios y su situación jurídica a la muerte de Isabel

Creemos que, si ha existido un gobernante más vapuleado en la historia con enorme injusticia, ese ha sido la reina Isabel. Fue la esposa de Fernando de Aragón, la gran defensora de los indios, una sin par en este sentido, como lo demuestra en su famoso Testamento:

“Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y Tierra Firme del mar Océa­no, descubierto y por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, enviar a su dicha personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene. Suplico al Rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la Princesa mi hija, y al Príncipe su marido que así lo hagan y cumplan, y que este sea su principal fin y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien y justamente tratados; y, si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, de manera que no se exceda alguna cosa de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es mandado”[7].

 

Estas eran las palabras de la gran reina castellana y esta era su voluntad, la voluntad de España; sin embargo, poco tiempo después de su muerte, los habitantes del Nuevo Mundo quedarían un tanto desamparados y sin su abogada; y el peligro crecería proporcionalmente con las riquezas que allí se encontraban.

Pero Isabel no sería la única en reaccionar; hubo otros hombres, principalmente “de Iglesia”, que levantarán en alto la voz ante los mismos; este era el caso del dominico Montesinos, quien ya en 1511 denunciaba sin tapujos en sus sermones[8]:

Estos [Indios] ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos Indios? […] ¿Cómo los tenéis tan apresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro, cada día? (…). Debéis saber que manteniendo oprimidos y fatigados a estos indios no podréis alcanzar la salvación de vuestra alma, ni nosotros podremos absolveros en confesión más que a los criminales que asaltan y matan por los caminos[9].

 

Como vemos, el maltrato de algunos respecto de los indios (vasallos libres de la corona), era reprobable; y se reprobaba. Montesinos encenderá la mecha que humeará durante gran parte de los primeros años y será la que, cuarenta años después, motivará la Controversia de Valladolid: “Los reyes de España ¿han recibido sobre las Indias el poder de un gobierno despótico? Los que utilizan a los indios como esclavos, ¿no están obligados a restitución?”. Estas dos preguntas calarían hondo en el alma del nieto de la reina Isabel.

El ambiente comenzaba a caldearse, al punto que, en 1513, el mismo Fernando el católico, se vería obligado a tomar riendas en el asunto. Fueron entonces las suspicacias, las críticas y la distancia –factor importante al momento de recibir las noticias- el motivo que llevó al dictado de una legislación reguladora para Indias, naciendo así las famosas Leyes de Burgos, donde, amén de regular el modo de conquistar, se legisló sobre lo que había comenzado a ser un hecho consumado: la encomienda.

La corona “encomendaba” a determinados españoles, un número determinado de indios con el fin de civilizarlos y acristianarlos, tratándolos como a “personas libres, como lo son, y no como siervos”[10], al mismo tiempo en que se les debía proporcionar alimentación y salario, a cambio de trabajo.

Valga anotar aquí, como lo hace Dumont, algunos puntos al respecto de esta denostada institución:

“¿Quedaban los indios despojados de sus tierras e instituciones en las encomiendas, como se repite de forma casi generalizada siguiendo los prejuicios lascasianos? En absoluto (…). La propiedad india, a la cual los encomenderos no tenían ningún derecho y que era necesaria para permitir el pago del tributo, cubría prácticamente todo el territorio de las encomiendas. Además, en ella conservaban los indios sus propias instituciones comunitarias: caciques hereditarios, «principales» (nobles), municipios y «cajas de comunidad». Sí habrá desposesión y alienación de los indios (…) pero eso ocurrirá tras la desaparición de las encomiendas, en lo que desde entonces se llaman «haciendas» de los nuevos dueños de América una vez independientes de España, liberales, jacobinos y laicistas del siglo XIX”[11].

 

Fernando el católico ordenaba específicamente (Ley 24) que nadie osara “dar de bastonazos o latigazos a un indio, ni llamarle ‘perro’ ni por ningún otro nombre, si no es el suyo propio”. Las cargas de transporte excesivas estaban prohibidas. Su trabajo en las minas no debía sobrepasar los cinco meses, seguidos de un reposo de cuarenta días y “a las mujeres embarazadas no debía imponérseles ningún trabajo”[12].

Al parecer, todo estaba arreglado…; las Leyes en vigencia debían obedecerse y nada más. Pero el hombre es ese Prometeo que siempre intenta liberarse de las ataduras; las críticas se sucedían a pesar de la legislación y, a las protestas de Montesinos, se unirían las del padre Córdoba, prior de su convento en Santo Domingo:

“Que Vuestra Majestad les mande dejar [los Indios], que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos”[13].

 

Fernando, luego de oír las nuevas voces, “ordenó al padre, como rey y vicario apostólico de las Indias, que ‘se encargara él mismo de remediar el mal’” a lo que el religioso respondió: “Señor, no es mi profesión ocuparme de asuntos tan arduos. Suplico a Vuestra Alteza que no me lo ordene”.

Es que el hombre es pronto a criticar, pero lento para poner el pellejo (lo mismo hará Las Casas con Carlos V cuando, en 1518, éste le plantease lo mismo: denunciar un problema sí, solucionarlo no). El católico rey don Fernando afinará aún más el lápiz y dictará, el 28 de Julio de 1513 las Leyes de Valladolid (tomemos nota: apenas veinte años después de la conquista, ya España se ocupaba de los abusos denunciados), donde se decía que:

“1) No debía obligarse a las mujeres indias casadas a trabajar en las minas con sus maridos, ni en ningún otro lugar, salvo en sus tierras o en las tierras de los españoles, a condición de que recibiesen, en este último caso, el salario correspondiente. Quedaba confirmado que ningún trabajo podía imponérseles caso de que estuviesen encintas; 2) No se podía imponer ningún trabajo a los jóvenes indios e indias de menos de catorce años, salvo pequeñas tareas como arrancar las malas hierbas en la tierras de sus padres; 3) No podía imponerse a las jóvenes indias solteras trabajo alguno que no fuese sino en las tierras de sus padres o de otros, debiendo recibir en este último caso el salario exigido por sus padres; 4) el trabajo de los indios en las minas quedaba limitado a un total de nueve meses por año, pudiendo dedicar los tres meses restantes a trabajar sus tierras, o las de otros si recibían el salario correspondiente; 5) Debían recibir la libertad plena, fuera de las encomiendas, los indios a los que se consideraba capaces de vivir políticamente en sus propios pueblos”[14].

 

Es decir, toda una legislación de avanzada para la época (la primera ley que reguló, por ejemplo en Francia, el trabajo de las mujeres y los niños es de 1841, es decir, tres siglos más tarde…).

Pero las dificultades seguirían, pues no bastaba con las leyes.

 

continuará

[1]Vicente D. Sierra, Así se hizo América, Dictio, Buenos Aires 1977, 345.

[2] Cfr. Gabriel Guarda, Los laicos en la cristianización de América. Siglos XV-XIX, Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 1973, 358 pp.

[3]Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria, Guadalajara 2003, 24. Nos inspiraremos ampliamente en este excelente trabajo de resumen.

[4]Ibídem, 25-26; las cursivas en las citas, salvo aclaración, son nuestras.

[5] Utilizamos aquí el término “indio” de modo genérico, para referirnos a los nativos.

[6]Jean Dumont, op. cit., 38.

[7] Dicho testamento fue incluido en las Leyes Indias, ley 1º, tít. X, 1 VI.

[8] Decimos “habría” porque tales sermones son citados, cuarenta años después, por fray Bartolomé de Las Casas (hombre poco confiable en lo que a citas se refiere, al punto que García García y Borges y Losada, especialistas en Las Casas, descreen de su autenticidad). Sea como fuere, la crítica parece inobjetable.

[9]Jean Dumont, op. cit., 45; hemos modificado y actualizado la grafía y ortografía, en algunos casos, para hacer más comprensible la lectura.

[10] Silvio Zavala, La encomienda indiana, Junta para Ampliación de Estudios, Centro de Estudios Históricos, Madrid 1935, 4.

[11]Jean Dumont, op. cit., 101.

[12]Ibídem, 49-50.

[13]Carta-Aviso al rey o Parecer de los Dominicos de la Española, colección Codoin-AML, Madrid, 1864-1884, t XI, 243.

[14]Jean Dumont, op. cit., 56-57.


 

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