Alejandro VI (Papa Borgia) y la leyenda negra (2-5). Nepotismo y poder
Monarca electivo, rodeado de tronos dinásticos, generalmente anciano, soberano de una ciudad extraña, gobernada por facciones nobiliarias (los Colonna, los Orsini, los Savelli, etc.), ligadas a su vez por cambiantes alianzas con los señores de Florencia, Milán, Venecia y el reino de Nápoles, y acostumbrados a depender de hecho del Rey de Francia, el Papa no hallaba modo de controlar ese enjambre político.
Entre las pinturas, esculturas y latines, uno de «los imperativos fundamentales, una de las grandes urgencias para la conquista de un verdadero poder pontificio es abatir primero el poderío de estos clanes romanos, o al menos apaciguar sus conflictos, resolver sus pleitos»[1].
En tales circunstancias, el Poder del Pontífice se recorta, en primer lugar, por la ausencia de continuidad:
Caso único en Occidente, este poder sólo dura una vida y, lo que es más, toda la corte se siente igualmente amenazada por caídas brutales. El Papado es así un principado poco firme; toda su historia se encuentra inevitablemente salpicada, a intervalos no previsibles, por dramáticas fracturas en el curso cotidiano de los negocios y lleva la marca de las inseguridades y dramas provocados por las sucesiones. A la muerte del Papa todo se trastorna[2].