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2.08.18

(283) La justicia de la religión. En busca del clasicismo perdido

1.- Esa especie de Aquinate protestante

El antropocentrismo teológico, tan de moda en la mente católica de hoy, tiene raíces kantianas. La centralidad que antaño ocupaba la tradición aristotélico-tomista, la ocupa hoy la escuela kantiano-personalista.

Esto es un fenómeno de sustitución, o más propiamente de impostura, común a todo cambio de mentalidad: lo que antes era importante se desecha para poner en su lugar otra cosa. De esta forma, la nueva ideo-sincrasia atrae los corazones y las mentes hacia sí mediante un artificio:

la creación de tópicos negativos, que contribuyan a dejar atrás lo anterior, y de tópicos positivos, que blinden los neoconceptos. 

Hablamos a conciencia, sabiendo que, propiamente, ni el antropocentrismo puede ser teológico, ni la teología puede ser antropocéntrica. Pero es que aquí reside el problema, en lo absurdo de un antropocentrismo teocéntrico, a la manera maritainiana. Un absurdo que, para constituirse, ha de agenciarse materiales extraños que favorezcan la incomunicación, e introduzcan lenguas ininteligibles: las nuevas Torres de Babel que se levantan y derrumban con ladrillos kantianos.

Y es que el tan actual, nombrado y renombrado nuevo paradigma, tiene un nombre:  «el moderno antropocentrismo individualista, que fue definitivamente entronizado por Kant, esa especie de Aquinate protestante» —Como cabalmente apunta Álvaro d´Ors en aquella sustanciosa Retrospectiva de mis últimos XXV años (1968-1993).

El Aquinate protestante es el maestro del personalismo. Y el personalismo ocupa el centro que antes ocupaba el pensamiento clásico en el catolicismo tradicional, el de la Cristiandad, el de la tradición hispánica, el de la tradición de las Españas. Los efectos no pueden ser más negativos. Pero es lógico, profundamente lógico. La adopción de sistemas conceptuales no tradicionales en el catolicismo, da lugar a formas de pensamiento no tradicionales. Y si algo no es tradicional, es moderno, y si es moderno, y se asume, produce modernismos. El servicio, por tanto, del kantismo, a la pérdida de identidad de los católicos, ha sido formidable.

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