(253) Una gracia portentosa
I.- Hasta el santo más distraído sabe que Dios empieza su oración cuando ora. Y que a nadie se le puede escapar del corazón unas palabras que Nuestro Señor no haya pronunciado primero.
II.- Despierta al alma su Defensor con la urgencia apostólica de Cristo, y le concede caminos, y mucha jornada.
III.- Este deseo portentoso de hablar de Cristo, que no se acaba, y que no puede apagarse sin traición.
IV.- Arde la tela de la oración, y el alma se prende de olivos, sudor de sangre y expectación.
V.- La Madre busca a su Hijo entre los hijos de la Iglesia, y lo encuentra en los que están en gracia.
VI.- Aparejada de claridades, con fragancia de arrimo, la Madre siempre vela al Hijo al que ama, y a nosotros en Él.
VII.- Caminamos estremecidos por la Obediencia inimaginable del Hijo, hacia la propia cruz.
VIII.- No está helado el Calvario sino en llamas, y es la Misa.
IX.- Aquel huerto que exhalaba muerte es compartido, pero no en el bienestar, sino en el martirio.
y X.- Siendo en esta vida la santidad el bien supremo, el deseo de alcanzarla es el deseo supremo.
David Glez Alonso Gracián