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6.02.18

(246) Ánomos y Anfíbolos, II: los padres fundadores del posmodernismo

Ánomos y Anfíbolos, descendientes de la modernidad, son los padres fundadores del posmodernismo. De tal palo tal astilla.

 

Ánomos surgió de una ola del Maelstrom. Anfíbolos apareció junto al error, agazapado en su seno, con alas de potencia oscura. Y desde el principio era garganta de Ánomos y servidor de su numen.

Ánomos congenia con revoluciones, mutaciones, reformas y situacionismos. Su gran enemigo es el derecho natural y el orden político cristiano.

 

Anfíbolos es el gran propagador del culto a los expertos; demagogo y sofista, es especialista en introducir nuevos términos; manipulador de verdades a medias y generador de eufemismos.

Anfíbolos sabe cambiar la percepción de la realidad mediante hechizos lingüísticos, para que parezca bueno lo atroz. Es el gran legislador de lo inicuo, positivista y subjetivo.

 

Ánomos y Anfíbolos son los dos ojos con que el subjetivismo moderno escudriña la realidad, en busca de esencias para devorarlas, y que la naturaleza humana quede reducida a fantasmagoría mental, a pura axiología existencialista, a pura desustanciación.

 

Son los grandes enemigos de la clasicidad. Su vicio es apartarse de lo tradicional por sistema. Son los prestigiosos ídolos mentales de la era postmetafísica.

Uno es la desobediencia pura, la aversión a los universales, la ruptura con la regla de la tradición, el gran relativizador de la ley. Otro es la anfibología y la pixelación, el desenfoque y la demagogia.

Uno es fundamentación del ser en el mero pensar. Otro es su expresión en pura ambigüedad. Ambos son los ojos del principio de autodeterminaciónla libertad negativa convertida en exégesis.

 

Son los padres fundadores del posmodernismo, filosófico y teológico, jurídico y político, antropológico y cultural. Son los padres de todas las heterodoxias, de todas las crisis, de todas las facetas de la secularización.

Y solamente hay un remedio eficaz contra ellos: no apartarse ni un milímetro de lo propiamente católico.

 

David Glez. Alonso Gracián

 

4.02.18

(245) Libertad negativa, esencia de la modernidad

Acierta el hidalgo de Cristo al querer ser hombre de letras católicas, no mundanas, sino de recta doctrina, según el pensamiento de la Iglesia. Propio del buen cristiano es venerar el logos recibido, los saberes que ha heredado de sus antepasados, y no alterarlo con novelerías. No gusta el buen cristiano carcomerse la sesera con subjetivismos, existencialidades, fenomenologismos y nuevas voces, que mucho prestigian y dan no poca honra a los expertos, pero poco aprovechan al justo. Sabe y practica, como glosa Eugenio D´Ors, que todo lo que no es tradición es plagio.

La hidalguía le viene al cristiano de servir a su Rey, no de plagiar la modernidad, por complejo o con buena intención, pero plagiarla al fin y al cabo. Por gentilhombre, quiere servir a su Señor en todo, colaborando para que Retorne, que es grande gracia y merced. Sabe que no ha sido criado para hacer su voluntad, sino la voluntad de su Señor, y en esta tarea tan grande encuentra su misión y el único sentido de su vida. Sabe, por la razón y por la fe, —y porque sus antepasados, con hechos y palabras, así se lo han transmitido— que «no debe tomarse nada para sí, que no le fuere dado de lo Alto (Jn 3, 27)». Sabe, por tanto, como buen caballero de la fe, con el Doctor Angélico, que «Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (S Th I, q105, a5).

 

No es la realeza de su Rey una realeza privada, o meramente doméstica, sino total e indivisa. Quiere el cristiano que en todo se cumpla la voluntad de su Señor, en todos los órdenes y espacios de su Reinado. Quiere el cristiano que el logos de la ley, que como un pliego de preceptos lleva inscrito en su alma, sea siempre guardado en todo; en su propia vida, en su casa, en las instituciones, en el estado, en las leyes, en toda empresa y labor que se haga, para mayor gloria de Dios.

Es en base a este sentido de la totalidad, en el servicio pleno a su Rey, que el buen hidalgo de Cristo concibe su libertad como elección teleológica del bien. Esto es, como una opción coherente con su fin último, que es su Señor. No pasa por su cabeza autodeterminarse, ni autodefinirse, ni autoengrandecerse haciendo su voluntad al margen de la de su Señor. La libertad del cristiano no es fin en sí misma, sino destello y fulgor de la realeza de su Rey, reconocimiento de su soberanía, y plenitud, anticipada, del fin último. 

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