Juan Pablo II Magno - Jesucristo

Juan Pablo II Magno

Era de esperar que, al igual que le ha sucedido a Benedicto XVI (y como prueba de esto ahí está su “Jesús de Nazaret”), la persona de Jesucristo fuera muy importante en la vida de Juan Pablo II Magno. Por eso en muchos de los documentos que escribió el Papa polaco aparece Cristo en su plenitud de Dios y en su plenitud de hombre, pues ambas realidades son la misma realidad.

Dice en la Exhortación Apostólica Christifideles Laici (34) que “Sólo Él tiene palabras, ¡Sí! de vida eterna”.

La eternidad prometida lo fue en boca de un hombre. “En cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de millones y millones, y al mismo tiempo Único”. Dice esto en la Encíclica Redemptor hominis (RH desde ahora), la primera de las suyas. Era, por tanto, Jesucristo, hombre como los demás pero Dios mismo.

Lo que Cristo ha sido, y es, para la humanidad, no dejó de ser contemplado por Juan Pablo II Magno. Así, “Es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello, su única y definitiva culminación” (Carta Apostólica Tertio millenium adveniente, de 1994)

No cabe, por tanto, buscar a nadie más, ni en otra religión ni en cualquier otra supuesta espiritualidad, pues Jesucristo es el ser divino esperado por la humanidad desde el principio de los tiempos, desde que el Génesis mostró la Creación y, en ella, al ser humano hecho vida y semejanza de Dios hasta nuestro mismo presente, tan atribulado para la fe.

Por eso es en Cristo en quien hemos de mirarnos para, como ejemplo, poder llegar a ser mejores. Con él “Dios se ha revelado plenamente a la Humanidad y se ha acercado definitivamente a ella” (RH 11). Pero es que, sobre todo, “en Cristo y por Cristo el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia” (RH 11)

JP II Magno

Es por tal dignidad o, mejor, es la misma dignidad que conforma al ser humano como la creación más amada por Dios (que vio que era “muy bueno”) lo que hemos de agradecer a Jesucristo que vino (“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” recoge san Juan en su Evangelio, en 10:10) para hacernos comprender que nuestra naturaleza era divina y que no deberíamos olvidar tal espiritual realidad para hacer posible aquí, en nuestro peregrinar hacia el definitivo Reino de Dios.

Y es en Cristo en quien podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos. Esto lo dice Juan Pablo II Magno en la Exhortación Apostólica Ecclesia in África (EAs), donde asegura, además, que “En Jesús quedamos asombrados por la inagotable capacidad del corazón humano de amor a Dios y al hombre, incluso cuando eso puede implicar gran sufrimiento” (EAs 12)

Por tanto, a través del mismo Cristo, somos capaces de amar al prójimo (y, claro, a Dios) con una capacidad que se sustenta, directamente, en lo que el Hijo de Dios nos enseñó a lo largo de su vida pública. Y ese amor, esa posibilidad de mostrar su misericordia, se cumple en lo que el Maestro dijo. Cuando manifestó que estaría con nosotros hasta el fin de los tiempos lo hacia para saber que “se hace nuevamente presente, a pesar de todos las aparentes ausencias, a pesar de todas las limitaciones de la presencia o de la actividad institucional de la Iglesia” (RH 13) y que tal presencia hemos de sentirla siempre como ayuda y compañía en la tribulación o con gozo en la alegría.

Así, cuando Jesucristo dijo “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14:6) entiende Juan Pablo II Magno que “se presenta como el único que conduce a la santidad” (Exhortación Apostólica Ecclesia in America 31)

Tal santidad, el comportarse de acuerdo a la voluntad de Dios y hacerlo, también, de forma libre y voluntaria (haciendo uso de la misma libertad que Dios nos da como un don) lo encontramos en Jesucristo que “es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios” (Encíclica Veritatis splendor 87) y, por eso, cuando muere, lo hace cumpliéndola pues era que perdonara y tuviera misericordia de aquellos que lo estaban matando; que, al fin y al cabo, manifestara las entrañas de misericordia que Dios tiene.

J PII Magno

Por otra parte, cuando Juan Pablo II Magno se aferra al cayado (como báculo) coronado por la cruz de Cristo lo hace sabiendo que el hermano Jesús compartía su yugo y la terrible huella que su avanzada edad suponía para él. Por eso, sobre todo por eso, lo estrecha con amor y con devoción. Sabe, sabía, que era como si el mismo Cristo lo acompañara y le ayudara a llevar la especial cruz con la que se le había cargado al haberle hecho sucesor de aquel Apóstol que, negando por tres veces a su Maestro sólo consiguió que el Hijo de Dios lo amara más y le perdonara otras tres veces ante la tristeza, lógica, de Cefas.

Por todo lo dicho hasta aquí, en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Denver, en 1993, Juan Pablo II Magno definía, a la perfección, lo que es, representa y supone, la persona de Jesucristo. Recurriendo a S. Agustín, que dejó dicho que Cristo “ha querido crear un lugar donde cada hombre pueda encontrar la vida verdadera” encontró, el Santo Padre polaco, tal lugar: “En su Cuerpo y su Espíritu, en el que toda la realidad humana, redimida y preservada, se renueva y diviniza”.

Y se refería a Jesucristo.

Todavía no hay comentarios

Dejar un comentario



No se aceptan los comentarios ajenos al tema, sin sentido, repetidos o que contengan publicidad o spam. Tampoco comentarios insultantes, blasfemos o que inciten a la violencia, discriminación o a cualesquiera otros actos contrarios a la legislación española, así como aquéllos que contengan ataques o insultos a los otros comentaristas, a los bloggers o al Director.

Los comentarios no reflejan la opinión de InfoCatólica, sino la de los comentaristas. InfoCatólica se reserva el derecho a eliminar los comentarios que considere que no se ajusten a estas normas.