InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Categoría: Serie "Al hilo de la Biblia"

22.09.18

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – El Prójimo

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

El prójimo

 

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Y Jesús dijo… (Mc 12, 31)

 

“El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.”

 

Si el Hijo de Dios hubiera dicho que el principal Mandamiento de la Ley de Dios era amar al Creador sobre todas las cosas y ya está… seguramente habría faltado a la Voluntad de su Padre que, creando, ama y, amando, crea.

Tuvo que decir lo otro, la continuación, aquello que completaría una forma de ser muy querida y anhelada por Dios para su descendencia o algo, en fin, que quiere sea practicado por la misma.

Habló del prójimo. Sí, hizo eso. Se ve que no pudo dejar tranquilos a los le escuchaban sabiendo que debían amar, sólo, a Dios… Es que era así el Mesías. Tenía que hablar del otro.

Lo dice con toda claridad y para que nadie se lleve a engaño: a lo mejor había muchos preceptos que cumplir y, por eso, habían aparecido unos cientos entre los judíos. Sin embargo, de todo lo que aquel pueblo podía tener por bueno y mejor había algo que sobresalía sobremanera y que nunca debían olvidar: amar a Dios y amar al prójimo. Y por eso dice que no hay nada mayor, más importante, mejor, que eso.

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15.09.18

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – Lo más importante

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

Lo más importante

Resultado de imagen de Jesús le contestó: 'El primero es: escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas

Y Jesús dijo… (Mc 12, 29-30)

 

“Jesús le contestó: ‘El primero es: escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’”.

 

El pueblo elegido por Dios, el judío, sabía muy bien lo que debía saber en materia de fe. Religioso como era no podía dudar acerca de lo que era más importante. Por eso cuando le preguntan a Jesús por los mandamientos más importantes o, mejor, por el más importante, dice lo que dice.

Queremos dejar bien sentado que las palabras que salen del corazón del Hijo de Dios no son unas que sean, digamos, poco importantes ni que estén dichas por decir. No. Al contrario es la verdad: son el principio y el final de una fe que tiene al Todopoderoso por Creador.

Significan, por otra parte, mucho y más que mucho.

Digamos, en primer lugar, que aquí traemos lo primero que dice Jesucristo. Y es que, al ser preguntado por el Mandamiento más importante, ante (imaginamos) el asombro de los que le pregunta, dice que hay dos: primero, éste; segundo, el amor al prójimo.

Hoy nos referimos, en exclusiva, al primero de los Mandamientos cruciales de la Ley de Dios porque, no lo olvidemos, esto es una Ley y, por tanto, hay que cumplirla porque no es intrínsecamente perversa sino, al contrario, perfecta y más que aplicable.

No tiene duda alguna Jesucristo: amar a Dios es lo esencial, lo fundamental, lo que salva. Pero no se hace eso de cualquiera forma sino de una muy concreta y con algunas concreciones.

Digamos, antes que nada, que lo que dice Jesucristo lo dice  dirigiéndose a todo el pueblo elegido, a Israel. Y eso debemos aplicárnoslo nosotros, ahora mismo, como herederos espirituales de aquellas palabras.

Decimos, pues, que aquí hay puestas algunas concreciones. Y fueron puestas, más que nada, para echar una mano a quien no fuese capaz de entender las cosas.

Hay que amar, pues, a Dios que, además es el único Dios y es “nuestro” Dios, de una manera concreta, a saber:

 

1- Con todo el corazón

2- Con toda el alma

3. Con todas las fuerzas

 

Esta corta relación (sólo son tres concreciones) encierra, sin embargo, toda una realidad espiritual que, es cierto esto, no siempre vamos a cumplir. Es triste decirlo pero más triste es esconder una realidad como ésa.

Nosotros debemos, por tanto, amar a Dios con todo el corazón o, lo que es lo mismo, sin mentira ni dobleces o, también, con la forma más perfecta que podamos.

Pero, también, debemos amar a Dios con toda el alma que es lo mismo que con toda el ansia de vida eterna que la misma contiene y espera.

Y, por último, amar a Dios con todas las fuerzas requiere de  instrumentos espirituales de los que podamos echar mano para los momentos de flaqueza o de tibieza. Y es que sí, seguro que los va a haber y entonces la oración, el dirigirnos a Dios en busca de auxilio, la meditación (correctamente entendida y no al modo orientalizante, budista o lo que sea que pueda ser, queremos decir), serán los que nos vengan la mar de bien para que salga de nosotros, como fuerza que derribe todo obstáculo maligno, el amor que a Dios debemos. 

Seguramente, muchos de los que entonces escucharon a Jesucristo, dedujeron que sí, que conocía muy bien la Ley de Dios. Pero los mismos, o muchos de ellos, no acabaron de entender que había que cumplir de una forma absoluta o total. Y es que, para ellos, una cosa era la letra y otra, muy distinta, la aplicación de la misma. ¡Cosa de puristas, debían pensar!

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Panecillo de hoy:

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Para leer Fe y Obras.

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1.09.18

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Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

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Y Jesús dijo… (Mc 12, 29-20)

 

“Jesús le contestó: ‘El primero es: escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’”.

 

El pueblo elegido por Dios, el judío, sabía muy bien lo que debía saber en materia de fe. Religioso como era no podía dudar acerca de lo que era más importante. Por eso cuando le preguntan a Jesús por los mandamientos más importantes o, mejor, por el más importante, dice lo que dice.

Queremos dejar bien sentado que las palabras que salen del corazón del Hijo de Dios no son unas que sean, digamos, poco importantes ni que estén dichas por decir. No. Al contrario es la verdad: son el principio y el final de una fe que tiene al Todopoderoso por Creador.

Significan, por otra parte, mucho y más que mucho.

Digamos, en primer lugar, que aquí traemos lo primero que dice Jesucristo. Y es que, al ser preguntado por el Mandamiento más importante, ante (imaginamos) el asombro de los que le pregunta, dice que hay dos: primero, éste; segundo, el amor al prójimo.

Hoy nos referimos, en exclusiva, al primero de los Mandamientos cruciales de la Ley de Dios porque, no lo olvidemos, esto es una Ley y, por tanto, hay que cumplirla porque no es intrínsecamente perversa sino, al contrario, perfecta y más que aplicable.

No tiene duda alguna Jesucristo: amar a Dios es lo esencial, lo fundamental, lo que salva. Pero no se hace eso de cualquiera forma sino de una muy concreta y con algunas concreciones.

Digamos, antes que nada, que lo que dice Jesucristo lo dice  dirigiéndose a todo el pueblo elegido, a Israel. Y eso debemos aplicárnoslo nosotros, ahora mismo, como herederos espirituales de aquellas palabras.

Decimos, pues, que aquí hay puestas algunas concreciones. Y fueron puestas, más que nada, para echar una mano a quien no fuese capaz de entender las cosas.

Hay que amar, pues, a Dios que, además es el único Dios y es “nuestro” Dios, de una manera concreta, a saber:

 

1- Con todo el corazón

2- Con toda el alma

3. Con todas las fuerzas

 

Esta corta relación (sólo son tres concreciones) encierra, sin embargo, toda una realidad espiritual que, es cierto esto, no siempre vamos a cumplir. Es triste decirlo pero más triste es esconder una realidad como ésa.

Nosotros debemos, por tanto, amar a Dios con todo el corazón o, lo que es lo mismo, sin mentira ni dobleces o, también, con la forma más perfecta que podamos.

Pero, también, debemos amar a Dios con toda el alma que es lo mismo que con toda el ansia de vida eterna que la misma contiene y espera.

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Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

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La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

¡Ay lo de Dios; ay lo del hombre!

 

Resultado de imagen de “Jesús les dijo: 'Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a  Dios'. Y se maravillaban de él'”

 Y Jesús dijo… (Mc 12, 17 )

 

“Jesús les dijo: ‘Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a  Dios’. Y se maravillaban de él’”.

 

Esta frase dicha por el Hijo de Dios ha hecho correr, a lo largo de la historia de la cristiandad, muchos ríos de tinta. Y es que, bien mirada, tiene tanto que decirnos que no puede dársele un significado único y es, por así decirlo, una frase polisémica (si se nos permite decir esto)

Ya sabemos el ambiente en el que se dice esto: ¿había que pagar impuestos… al César?

Claro está que si se tuviera que haber pagado impuestos a favor del pueblo de Israel, hubieran sido menos las bocas que hubiesen protestado por eso. Sin embargo, los que se pagaban no iban a los bolsillos del pueblo elegido por Dios (digamos, por ejemplo, a un gobierno suyo) sino que engrosaban directamente los del enemigo invasor romano.

¿Qué pretendían aquellos que preguntan a Cristo por impuestos como si fuese un economista?

Pillarlo en un renuncio. Ellos querían sorprender de tal forma al hijo del carpintero José y de María, la joven de Nazaret, que no supiera por dónde salir bien de aquella nueva trampa.

Sin embargo, era de esperar que los que iban de caza saliesen de allí cazados. Y es que, al parecer, nunca escarmentaban con aquel Maestro…

Vayamos, antes que nada, al final de esto.

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11.08.18

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – La fe que salva

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

La fe que salva

  Resultado de imagen de Jesús le dijo: 'Vete, tu fe te ha salvado'. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.”

Y Jesús dijo… (Mc 10,52)

 

“Jesús le dijo: ‘Vete, tu fe te ha salvado’. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.”

 

Aquel hombre, que estaba ciego, no necesitaba la ayuda de cualquier persona, aunque fuera médico, sino del Único que podía devolverse la vista. Y por eso llama muchas veces al Hijo de Dios a pesar de que muchos le dijeran que se callara. Y es que su situación no era como para callarse…

Y le dice a Cristo, inmediatamente antes de esto aquí traído, que quiere ver. ¿Podría esperarse otra cosa de alguien que está en la situación en la que se encontraba aquel hombre? 

Aquí hay dos realidades más que unidas: el ansia y la fe. 

El ansia de aquel hombre que, ciego, nada podía hacer por salvar su miserable vida, podemos entenderla a la perfección. Basta que cerremos los ojos un rato (si es largo mejor) para ver qué podría ser de nuestra vida. Imaginemos, por tanto, cómo sería la de aquel hombre en una sociedad donde se asociaba la enfermedad con la comisión de pecados… 

No podemos, por tanto, negar la voluntad de, casi, un moribundo social, para pedir que el Hijo de Dios interviniera en aquella terrible situación. Y todo porque tenía ansia… ¡de vivir! 

Eso lo puede entender cualquiera. Pero aquí interviene el otro factor que le da la vuelta a la situación: la fe

Ya sabemos lo que supone la confianza en Dios para el Todopoderoso. Y no es que sea cosa de poca importancia sino, al contrario, es lo que más importa. Y es que ¿qué se puede esperar de quien no confía en su Padre? 

Pues bien, aquel hombre confiaba, tenía mucha fe, en aquel Maestro del que seguramente tenía noticia, y, por tanto, algo que esperar. Y lo espera todo porque todo es lo que necesita. 

Y se lo pide. Aquí no lo vemos, pero es más que conocido aquel ¡Qué vea!  Sale de su boca y no era poca petición porque quería la vista, ver.

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

Para entrar en la Liga de Defensa Católica 

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