InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: Enero 2019

13.01.19

La Palabra del domingo - 13 de enero de 2019

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Lc 3, 15-16. 21-22

 

“15 Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; 16 respondió Juan a todos, diciendo: ‘Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego’.

 

21 Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, 22         y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo:  ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’”.

COMENTARIO

Aquel que bautiza con fuego

 

Muchos judíos esperaban, con franqueza y con fe, la llegada del Mesías. Y es que sabían que Dios, que nunca incumple sus promesas, había prometido que lo enviaría para que el mundo se salvase de la perdición eterna. 

El caso es que muchas señales mostraban, en los textos sagrados del pueblo elegido por Dios para ser el Suyo, que el Enviado del Todopoderoso haría cosas grandes, que muchas otras cambiarían de signo y que, en general, vendría al mundo el perdón de los pecados. No extraña, por tanto, que muchos miraran a Juan el Bautista de una forma muy especial y esperanzadora. 

Juan, aquel hombre que había nacido de la prima de María, la Virgen, llamada Isabel estaba más que seguro de una cosa: él no era el Cristo. Lo sabía, primero, porque no se sentía capaz de serlo (por su indignidad personal según él mismo creía) pero, sobre todo, porque se le había dicho que sería él, precisamente él, quien anunciaría al Enviado de Dios. 

Es bien cierto que Juan sabía eso. Y lo muestra con unas palabras que son muy fuertes porque enseñan que Quien tenía que venir haría algo que él, el Bautista, no podía hacer: bautizaría con Espíritu Santo y fuego

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12.01.19

Ventana a la Tierra Media – La Comarca de Tolkien – Presentación

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  “No es importante saber cuánto tiempo queda, sino qué hacer con el tiempo que se te concede”.

 

Gandalf, Maiar, de la Orden de los Istari

 

La frase con la que hemos dado comienzo a esta serie dedicada a J.R.R. Tolkien dice mucho de quien la escribe. Y nos dice, por ejemplo, que comprende más que bien el espíritu humano que, tantas veces, está preocupado más por el cuánto sin tener en cuenta, en el fondo, el qué. ¿Y es que qué importa el tiempo que nos queda por vivir si no sabemos bien qué hacer con él? Y si lo perdemos en insensateces y necedades ¿de qué nos ha servido? 

Pues bien, cuando a uno le viene a la cabeza el nombre de Tolkien no puede evitar (¡Es que es inevitable!) que le vengan a la cabeza muchas realidades que, estando lejos de la nuestra, de la que vivimos, están, sin embargo, muy presentes en nuestra vida. Sí. Esto es todo un misterio que sólo cuando nos encontremos con nuestro profesor (en el Cielo, esperamos) podremos comprender.

 A nadie extrañe que este blog, que está inscrito en una página católica, tenga el sentido que tiene que tener atendiendo a su título, Mera defensa de la fe. Y eso lo digo, antes que nada y para que nadie se lleve a engaño, para que se conozca que lo que aquí se escriba del más que conocido autor de “El hobbit” y “El Señor de los Anillos”, tendrá que ver con su religión y la nuestra, la católica, siempre que eso sea posible y necesario; a veces, también, tan sólo con lo propiamente escrito por el profesor o por otras personas que han hecho y hacen lo propio con Tolkien y su aportación al mundo de la literatura. En fin, que habrá de todo un poco pues ya decía San Pablo aquello de “Examínalo todo y quédate con lo bueno”…

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11.01.19

Serie "De Resurrección a Pentecostés"- III Aparición de Jesucristo – La paz de Dios

De Resurrección a Pentecostés Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.

Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.

 

 

Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.

Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.

Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.

Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.

Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.

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10.01.19

El rincón del hermano Rafael - "Saber esperar" - A los pies de la Cruz

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.

Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.

Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.

             

Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.

 

“Saber Esperar” –  A los pies de la Cruz

 

“¡Si el mundo supiera cuánto se aprende a los pies de la Cruz!

 

Es bien cierto que las cosas de la fe, de la nuestra, la católica, no siempre son fáciles de entender o, mejor, de llevarlas al corazón. Y no podemos negar que una de ellas es, además de ser de las más cruciales, el episodio de la Cruz donde el Hijo de Dios murió para salvarnos.

Es verdad, porque es causa y motivo de lo que creemos, que aquellos dos maderos donde colgaron al Maestro estaban puestos allí por confluencia de muchos factores el menor de los cuales no es el odio ni la venganza.

Pues bien. Decimos arriba que lo que está relacionado con nuestra fe no siempre es sencillo llevarlo a cabo.

Sí, nosotros estamos muy de acuerdo con lo que supone la Cruz, así con mayúsculas, para nosotros: que es sinónimo de amor (no la Cruz, claro, sino el sentido que de la misma hizo transmitir al mundo nuestro hermano Jesucristo; lo simbólico de tal realidad); que Jesucristo quiso estar en ella porque sabía que era la Voluntad de su Padre y no quería hacer otra cosa que cumplirla o, en fin, que si nos sostenemos en ella podremos salir de muchas tinieblas.

Sobre eso, sobre la comprensión de todo esto, el hermano Rafael nos habla de lo que supone la misma pero lo hace, ¡Ay!, tenemos que decir, haciendo uso del condicional “si”.

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9.01.19

Serie Gozos y sombras del alma : Gozos: María, nuestra Madre en el Cielo

 

Gozos y sombras del alma

Cuando alguien dice que tiene fe (ahora decimos sea la que sea) sabe que eso ha de  tener algún significado y que no se trata de algo así como mantener una fachada de cara a la sociedad. Es cierto que la sociedad actual no tiene por muy bueno ni la fe ni la creencia en algo superior. Sin embargo, como el ser humano es, por origen y creación, un ser religioso (¿Alguien no quiere saber de dónde viene, adónde va?) a la fuerza sabe que la verdad (que cree en lo que sea superior a sí mismo) ha de existir. 

Aquí no vamos a sostener, de ninguna de las maneras, que todas las creencias son iguales. Y no lo podemos mantener porque no puede ser lo mismo tener fe en Dios Todopoderoso, Creador y Eterno que en cualquier ser humano que haya fundado algo significativamente religioso. No. Y es que sabemos que Dios hecho hombre fue quien fundó la religión que, con el tiempo se dio en llamar “católica” (por universal) y que entregó las llaves de su Iglesia a un tal Cefas (a quien llamó Pedro por ser piedra sobre la que edificarla). Y, desde entonces, han ido caminando las piedras vivas que la han constituido hacia el definitivo Reino de Dios donde anhelan estar las almas que Dios infunde a cada uno de sus hijos cuando los crea. 

El caso es que nosotros, por lo que aquí decimos, tenemos un alma. Es más, que sin el alma no somos nada lo prueba nuestra propia fe católica que sostiene que de los dos elementos de los que estamos constituidos, a saber, cuerpo y alma, el primero de ellos tornará al polvo del que salió y sólo la segunda vivirá para siempre. 

Ahora bien, es bien cierto que tenemos por bueno y verdad que la vida que será para siempre y de la que gozará el alma puede tener un sentido bueno y mejor o malo y peor. El primero de ellos es si, al morir el cuerpo, es el Cielo donde tiene su destino el alma o, en todo caso, el Purgatorio-Purificatorio como paso previo a la Casa del Padre; el segundo de ellos es, francamente, mucho peor que todo lo peor que podamos imaginar. Y lo llamamos Infierno porque sólo puede ser eso estar separado, para siempre jamás, de Quien nos ha creado y, además, soportar un castigo que no terminará nunca. 

Sentado, como hemos hecho, que el alma forma parte de nuestro propio ser, no es poco cierto que la misma necesita, también, vida porque también puede morir. Ya en vida del cuerpo el alma no puede ser preterida, olvidada, como si se tratase de realidad espiritual de poca importancia. Y es que hacer eso nos garantiza, con total seguridad, que tras el Juicio particular al que somos sometidos en el mismo instante de nuestra muerte (y esto es un misterio más que grande y que sólo entenderemos cuando llegue, precisamente, tal momento) el destino de la misma sólo puede ser el llanto y el rechinar de dientes… 

Pues bien, el alma, nuestra alma, necesita, por lo dicho, nutrición. La misma ha de ser espiritual lo mismo que el cuerpo necesita la que lo es material. Y tal nutrición puede ser recibida, por su origen, como buena o, al contrario, como mala cosa que nos induzca al daño y a la perdición. 

Nosotros sabemos, a tal respecto, que el alma goza. También sabemos que sufre. Y a esto segundo lo llamamos sombras porque son, en tal sentido, oscuridades que nos introducen en la tiniebla y nos desvían del camino que lleva, recto, al definitivo Reino de Dios Todopoderoso. 

En cuanto a los gozos que pueden enriquecer la vida de nuestra alma, los que vamos a traer aquí es bien cierto que son, al menos, algunos de los que pueden dar forma y vida al componente espiritual del que todo ser humano está hecho; en cuanto a las sombras, también es más que cierto que muchos de los que, ahora mismo, puedan estar leyendo esto, podrían hacer una lista mucho más larga. 

Al fin al cabo, lo único que aquí tratamos de hacer es, al menos, apuntar hacia lo que nos conviene y es bueno conocer para bien de nuestra alma; también hacia lo que no nos conviene para nada pero en lo que, podemos asegurar, es más que probable que caigamos en más de una ocasión. 

Digamos, ya para terminar, que es muy bueno saber que Dios da, a su semejanza y descendencia, libertad para escoger entre una cosa y otra. También sabemos, sin embargo, que no es lo mismo escoger realidades puramente materiales (querer esta o aquella cosa o tomar tal o cual decisión en ese sentido) que cuando hacemos lo propio con aquellas que son espirituales y que, al estar relacionadas con el alma, tocan más que de cerca el tema esencial que debería ser el objeto, causa y sentido de nuestra vida: la vida eterna. Y entonces, sólo entonces, somos capaces de comprender que cuando el alma, la nuestra, se nutre del alimento imperecedero ella misma nunca morirá. No aquí (que no muerte) sino allá, donde el tiempo no cuenta para nada (por ser ilimitado) y donde Dios ha querido que permanezcan, para siempre, las que son propias de aquellos que han preferido la vida eterna a la muerte, también, eterna. 

Y eso, por decirlo pronto, es una posibilidad que se enmarca, a la perfección, en el amplio mundo y campo de los gozos y las sombras del alma. De la nuestra, no lo olvidemos.

Serie Gozos y sombras del alma : Gozos - María, nuestra Madre en el Cielo

  

Cuando la Madre de Cristo subió al Cielo en cuerpo y alma no sólo fue al encuentro de Dios mismo sino que, por ser ella su Madre, se situaba muy cerca del corazón del Todopoderoso.

Ella, aquella joven que había dicho sí al enviado de Dios, el Ángel Gabriel (cf. Lc 1, 38), cuando la llamó “llena de gracia” y le dijo que iba a concebir al Hijo de Dios, está, desde aquel momento de su subida a la Casa del Padre, a disposición de todos sus hijos que, como sabemos y desde que Jesucristo la entregará a su discípulo Juan (cf. 19, 27), somos cada uno de nosotros.  

Seguramente todo lo que se pueda decir de aquella mujer, que quiso entregar su propia vida a sabiendas de que sufriría bastante, será bien poco. Y es que le debemos muchos a la esposa de José y Madre de Jesús. 

La Madre de Dios, por tanto, creemos que está junto al Creador y que, por eso mismo, será fácil que Ella lleve aquello que pedimos ante el corazón del Todopoderoso. Tenemos asegurado el éxito de nuestra petición aunque, evidentemente, no quiera decir eso que se nos conceda todo aquello que pidamos a través de María. Eso será otorgado por Dios que es Quien nos conoce y sabe lo que nos conviene.

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