InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: Septiembre 2017

24.09.17

La Palabra del Domingo - 24 de septiembre de 2017

Mt 18, 21-35

 

21 Pedro se acercó entonces y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?’ 22 Dícele Jesús: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.’ 23′Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. 24 Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. 25 Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. 26     Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: “Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré.” 27 Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. 28 Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes.’”

29 Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré.’ 30 Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. 31Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. 32 Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo  suplicaste.

33 ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’ 34 Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. 35 Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.’”

       

COMENTARIO

 

Es necesario perdonar si queremos que Dios nos perdone

 

Ser desagradecidos con Dios no es nada poco común sino que, muchas veces, así nos manifestamos. Eso, como bien sabemos, tiene sus consecuencias.

Una manera de no agradecer, como poco y desde aquí mismo, el don de la vida y, por lo tanto, el de nuestra existencia, es faltar a lo que tantas veces repetimos pero que, en nos pocas ocasiones, olvidamos y que no es otra cosa faltar a la verdad de lo que decimos al respecto de aquella oración que Jesús enseñó a sus discípulos cuando le pidieron que les enseñara a orar (Lc 11,1) y que no es otra que el Padre Nuestro, raíz espiritual de nuestra fe.

Por eso cuando, entre otras peticiones, pedimos a Dios que nos perdone nuestras ofensas lo hacemos con conocimiento del resto de la petición “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” y no podemos olvidar uno habiendo pedido lo otro.

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23.09.17

Serie “Al hio de la Biblia- Y Jesús dijo…” – Un santo y buen deseo de Cristo

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, en muchas ocasiones Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

  

Un santo y buen deseo de parte de Cristo

 Resultado de imagen de Juan 17,15

Y Jesús dijo… (Jn 17, 15)

“Yo no te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno”.

Desde que Dios envió al mundo a su Hijo para que quien lo aceptase se salvase, la relación que mantiene Jesucristo con sus hermanos los hombres fue de lo mejor. Y eso lo sabemos por cómo terminó su vida y, sobre todo, por qué terminó así.

Tampoco podemos desconocer que Jesucristo, que tenía la muy buena costumbre de orar y, en la oración, dirigirse a su Padre para que le escuchara y, digámoslo así, tuviera a bien concederle sus solicitudes, hacía lo propio con relación a sus hermanos de fe.

Lo que Jesucristo pide a Dios sólo puede estar relacionado con el bien del hombre, con aquello que le ha de venir lo mejor posible para que, además, le sirva para alcanzar la vida eterna. Y es que, en este tipo de realidades espirituales, todo tiene relación.

Cristo, pues, pide, ha de pedir a Dios. Y lo hace.

Sin duda alguna que el hijo de María y de su padre adoptivo, Jesús, sabe que Dios le ha entregado a la humanidad y que debe hacer lo posible e imposible para que no se pierda ninguno de sus miembros. Y eso hace cuando pide lo que hoy pide, lo que aquí traemos.

Pide, sí pero ¿qué pide Jesucristo?

No quiere el Hijo de Dios otra cosa que no se lo que es conveniente. Y, en cuanto a los hombres, no cabe duda (puede verse a sí mismo) que sabe que están en el mundo.

El caso es que Dios, al crear, en su Creación, sitúa al hombre y a la mujer en el Paraíso. Los sitúa en el mundo, en aquel mundo primerizo, para que lo domine y lo haga suyo. Todo, pues, lo pone a su servicio.

De todas formas, por mucho que sepa Cristo que el hombre está en el mundo sabe que el hombre no es del mundo sino que es de la vida eterna y que Dios, su Padre, quiere a cada uno de sus hijos cabe sí. Y tal voluntad ha de procurar realizarla su Hijo. Y por eso pide.

Lo que pide, en resumidas cuentas, es que los hombres no sean retirados del mundo. Sabe Cristo que el hombre está en el mundo para que el mundo se transforme y venga a ser uno mejor según el corazón de Dios. Por eso no cree bueno que, simplemente, sean retirados del mundo sino que pide algo más, algo diferente.

Jesucristo conoce perfectamente que el Maligno es el príncipe de este mundo. Por eso procura que los hombres se alejen de Dios. Y se sirve, para eso, de muchos discípulos que bien diablos (seres inmateriales caídos) o discípulos mortales del Maligno. Y, muchas veces (como puede ver Cristo a la perfección) lo consigue. Tienta (como lo tentó a Él en el desierto) al hombre y muchas veces  les procura un mundo mucho peor, un infierno.

Jesucristo le pide a Dios algo que es mucho más importante que el hecho de retirar al hombre del mundo. Lo que le pide es que procure que el Maligno no consiga las almas de sus hijos, de su semejanza.

En realidad, el Hijo de Dios sólo podía querer eso para sus hermanos los hombres y no otra cosa.  

               

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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22.09.17

Serie “De Ramos a Resurrección” - Sobre viñas y frutos

 De-ramos-a-resurrección

En las próximas semanas, con la ayuda de Dios y el permiso de la editorial, vamos a traer al blog el libro escrito por el que esto escribe de título “De Ramos a Resurrección”. Semana a semana vamos a ir reproduciendo los apartados a los que hace referencia el Índice que es, a saber:

Introducción                                        

I. Antes de todo                                           

 El Mal que acecha                                  

 Hay grados entre los perseguidores          

 Quien lo conoce todo bien sabe               

II. El principio del fin                          

 Un júbilo muy esperado                                       

 Los testigos del Bueno                           

 Inoculando el veneno del Mal                         

III. El aviso de Cristo                           

 Los que buscan al Maestro                      

 El cómo de la vida eterna                              

 Dios se dirige a quien ama                      

 Los que no entienden están en las tinieblas      

 Lo que ha de pasar                                 

Incredulidad de los hombres                    

El peligro de caminar en las tinieblas         

       Cuando no se reconoce la luz                   

       Los ánimos que da Cristo                  

       Aún hay tiempo de creer en Cristo            

IV. Una cena conformante y conformadora 

 El ejemplo más natural y santo a seguir          

 El aliado del Mal                                    

 Las mansiones de Cristo                                

 Sobre viñas y frutos                               

 El principal mandato de Cristo                         

       Sobre el amor como Ley                          

       El mandato principal                         

Elegidos por Dios                                    

Que demos fruto es un mandato divino            

El odio del mundo                                   

El otro Paráclito                                      

Santa Misa                                             

La presencia real de Cristo en la Eucaristía        

El valor sacrificial de la Santa Misa                   

El Cuerpo y la Sangre de Cristo                 

La institución del sacerdocio                     

V. La urdimbre del Mal                         

VI. Cuando se cumple lo escrito                 

En el Huerto de los Olivos                              

La voluntad de Dios                                        

Dormidos por la tentación                        

Entregar al Hijo del hombre                            

       Jesús sabía lo que Judas iba a cumplir       

       La terrible tristeza del Maestro                  

El prendimiento de Jesús                                

       Yo soy                                            

       El arrebato de Pedro y el convencimiento   

       de Cristo

Idas y venidas de una condena ilegal e injusta  

Fin de un calvario                                   

Un final muy esperado por Cristo              

En cumplimiento de la Sagrada Escritura

        La verdad de Pilatos                        

        Lanza, sangre y agua                      

 Los que permanecen ante la Cruz                   

       Hasta el último momento                  

       Cuando María se convirtió en Madre          

       de todos

 La intención de los buenos                      

       Los que saben la Verdad  y la sirven          

VII. Cuando Cristo venció a la muerte        

El primer día de una nueva creación                 

El ansia de Pedro y Juan                          

A quien mucho se le perdonó, mucho amó        

 

VIII. Sobre la glorificación

 La glorificación de Dios                            

 

Cuando el Hijo glorifica al Padre                       

Sobre los frutos y la gloria de Dios                  

La eternidad de la gloria de Dios                      

 

La glorificación de Cristo                                

 

Primera Palabra                                             

Segunda Palabra                                           

Tercera Palabra                                             

Cuarta Palabra                                               

Quinta Palabra                                        

Sexta Palabra                                         

Séptima Palabra                                     

 

Conclusión                                          

 

 El libro ha sido publicado por la Editorial Bendita María. A tener en cuenta es que los gastos de envío son gratuitos.

  

“De Ramos a Resurrección” -  Sobre viñas y frutos

 

“’Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos’”

(Jn 15, 1-8).

 

Quizá lo que propone Jesús, en esta parte del evangelio de san Juan, sea una de las imágenes más clarificadoras de las que mostró a lo largo de su corta, pero profunda, predicación: la vid y el viñador, los sarmientos y el fuego que los quema, el seguimiento a la vid y el fruto que podemos obtener y dar de ese seguir al enviado. 

Como en tantas otras ocasiones, el mesías ofrece un ejemplo cercano, una forma, simple a primera vista, y en el fondo honda,de hacerse comprender. Todo lo relacionado con la tierra, con sus frutos, su cultura y el resultado de ese proceso, identifica perfecta- mente lo que Cristo pretendía que entendieran los que le seguían.

Todo, en estas palabras dichas al calor de la Pascua, cobra un significado muy especial. Y todas las palabras de Jesucristo tienen un denominador común que se centra en la aceptación de sí y, por tanto, de Dios mismo.

El caso es que cuando Jesús utiliza, en este caso, el tema de la viña es porque está en la seguridad de que el mismo es conocido por todos los que le escuchan. Para ellos, miembros del pueblo judío, Dios era el amo de la viña y, es más, la viña era la propia tierra de Israel (Profetas como Isaías, Ezequiel, Jeremías o los salmos, contaron el devenir de este viñedo cultivado por Dios). Y todo, así, cobraba sentido. De todas formas, ya antes, en cuanto a la viña, Jesús, en otro pasaje de los evangelios (en concreto, el de san Mateo 21, 33-42) trata el mismo tema aunque con un sentido distinto:

“Escuchad otra parábola. era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se ausentó. cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: ‘a mi hijo le respetarán.’ Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: ‘este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia.’ Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron. ‘cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?’ Dícenle: ‘a esos miserables les dará una muerte miserable arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo.’ Y Jesús les dice: ‘¿no habéis leído nunca en las escrituras: ‘La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos?’”

El caso es que aquellos que entonces le escuchaban en-tendieron perfectamente a qué se refería Jesús con aquella parábola: los enviados por el amo de la viña eran los profetas que, lo largo del tiempo, había suscitado Dios entre los miembros de su pueblo y los asesinos… ellos mismos (aquellos que escuchaban a Jesús). entonces, ellos entendieron que el maestro se presentaba como Hijo de Yahveh y eso les enfureció hasta tal punto que emergió,  de  sus  corazones,  la  intención  de  detenerle.

Ahora, en este pasaje del evangelio de san Juan no hay que hacer interpretación alguna porque Jesús se presenta como Quien es: aquel de donde todo el que quiere vivir ha de pender, ha de subordinarse y donde se ha de permanecer. 

Ya hemos dicho arriba que, al respecto de la Palabra, de cristo, “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 3). Por tanto, todo, que por voluntad de Dios, tuvo relación con el Hijo, depende del mismo y nada que quiera vivir, puede pretender desgajarse de su corazón.

Jesús lo dice con una claridad meridiana. No cabe engaño posible ni se puede plantear duda acerca ni de su naturaleza ni de lo que supone la misma. Él es la vid verdadera, no la falsa, y es Dios quien vendimia o quien, por decirlo de otra forma, recoge los frutos a su tiempo:

“Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador” (Jn 4, 36-37).

Pues bien, siendo Jesús la verdadera vid (es la misma vida, según dice en Jn 14, 6) y Dios quien recoge el fruto, todo lo que tiene relación con la misma ha de tener crucial importancia para un discípulo suyo.

¿Y si Cristo es la vid… qué eran ellos?

En realidad, el lenguaje de la naturaleza hace innecesarias muchas explicaciones porque de la vid forman parte los sarmientos que, como vástagos suyos son útiles para que de ellos broten las hojas y los racimos. Por eso aquellos que escuchaban a Jesús estaban cayendo en la cuenta que, en efecto, sin Él no podían hacer nada como no pueden hacer nada los sarmientos separados de la vid de la que penden.

Pero sarmiento y vid, fruto y fe, tienen mucho que ver en lo que Jesús está diciendo. No basta con ser sarmiento si del mismo no nace la hoja y el fruto no surge de su ser. Es decir, si se era discípulo de Cristo pero no se proveía, cada uno, de lo que pudiera suponer una mejora de su corazón, un venir a tenerlo de carne y no de piedra y, al fin y al cabo, no se producía resultado positivo alguno… lo que se había sembrado de nada iba a servir.

Jesús habla con toda bondad pero, también, con toda claridad: Dios, cuando coseche, no tratará de igual forma a los sarmientos que hayan dado fruto o a los que no hayan dado fruto alguno. Eso no es posible porque el creador, que es bueno, también es justo y no puede ofrecer la misma justicia a uno y otro caso. Por eso Jesús recomienda algo fundamental: hay que permanecer en Él.

Que Jesús había sido importante para sus discípulos más allegados era cosa que nadie, de entre ellos, dudaba. Por eso quizá podamos fijar el sentido al que hace referencia el Hijo de Dios cuando habla de la importancia de ser sarmientos unidos a la vid en un momento anterior cuando, en el mismo evangelio de san Juan dice, en un momento determinado que:

“’Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.’ Discutían entre sí los judíos y decían: ‘¿cómo puede éste darnos a comer su carne?’ Jesús les dijo: ’en verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día’” (Jn 6, 51-54).

Alimento, pues, que era el propio Cristo y que, como viña, proporcionaba a los que quisieran no desgajarse de su ser y caminar solos.

Decimos, porque los que estaban escuchando a Jesús lo entendían así, que sin Él nada podían hacer. eso no quería decir que quien no quisiera ser sarmiento de tal viña fuera a morir al instante porque Dios, que es bueno, permite que eso también pase. Sin embargo, si lo que se quería era no arder en el fuego eterno a sabiendas de que eso podía pasar, la permanencia en Cristo era fundamental. Y es que poco puede hacer un sarmiento separado de la viña si no es tener una vida corta, muy corta y fruto ninguno porque le falta la savia que, en este caso, proviene del mismo Hijo de Dios.

Y Dios, según nos dice Cristo, limpia de pecado a quien sigueasuHijo,aquienguardasuPalabra. Su Palabra. sólo así podían dar, ser fruto, para el Padre. al hacer lo que en su predicación, dice Jesús, serían sarmientos sanos que no serían cortados. Pero si, por mor de las circunstancias de la vida caían en el pecado, cosa propia de la naturaleza humana, podían “ser podados”, eliminándose esos pecados. así podían continuar siendo renuevos, imágenes del Hijo, sus discípulos.

De otra forma, repetimos, “separados de mí”, de Él, dice el texto, en palabras de Jesús, no podían hacer nada; nada bueno, se entiende, nada que pudiera agradar a Dios, pues en su enviado, Él mismo, tiene puesta su esperanza, en su sacrificio, ese fruto en él se había complacido.

“Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: ‘este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle’” (Mt 17, 5), en la Transfiguración de Jesús.

Y, por todo esto, el origen fundamental:

“Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el espíritu santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’” (Lc 3, 21-22).

“Y se oyó una voz que venía de los cielos: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’” (Mc 1, 11), en el bautizo de Jesús, según versión de este evangelista.

Podían escoger, pues, entre ser rama seca que se corta y se quema (¡que es imagen terrible, si lo pensamos!) o ser, por otra parte, ese fruto que, tras enriquecerse con la savia de la Palabra, glorifica a Dios.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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21.09.17

El rincón del hermano Rafael – “Saber esperar”- Sólo pensar en Dios

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.

Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.

Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.

             

Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.

 

“Saber Esperar” -   Sólo pensar en Dios

 

“¡Señor, Dios mío!, ¿qué me interesa nada que no seas Tú? Verdaderamente todo es vanidad, sólo Tú eres lo que debe ocupar mi vida…, sólo Tú llenar mi corazón…, sólo Tú ser mi único pensamiento”.

 

¡Quégozo tan grande poder decir, acerca de Dios, lo que dice el hermano Rafael!

Esto lo decimos porque no es poca cosa ser capaz, en los tiempos que corrían entonces (más de una vez dice que ¡entonces!, años 30 del siglo XX, veía no mucha fe) y, más aún, ahora mismo, ya bien entrado el siglo XXI, de sostener lo que sostiene San Rafael Arnáiz Barón.

¿Qué es eso que parece tan importante?

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20.09.17

Serie “Un día con siete mañanas. Sobre la Creación - Un necesario Epílogo

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“En el principio creó Dios los cielos y la tierra.”

(Génesis 1, 1)

  

Cuando decimos, porque lo creemos, que Dios creó el cielo y la tierra y repetimos aquello de que al séptimo día descansó, no queremos decir, o no deberíamos entender con eso, que el Creador descansó y, acto seguido, se olvidó de lo creado. Muy al contrario es lo que sucedió y sucede porque Quien todo lo creó todo lo cuida y guía y que, por decirlo pronto, el mundo está en sus manos; que el ser humano no es esclavo de Dios sino amigo e hijo suyo y que, cosa que sucedió con Jesucristo, llega a ser capaz de hacerse débil para salvarnos. 

Creó, pues, Dios. Y, como dice el Apocalipsis (4, 11) “Tú has creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado”. Por eso estamos en la seguridad de que lo que existe no es producto de la casualidad sino de la puesta en práctica de un diseño inteligente en manos de una mente algo más que inteligente. Y porque “Todo lo creaste con tu palabra” (Sb 9,1) confesamos nuestra fe en tal creación y nos sometemos a ella no sin olvidar que la entregó para que no la dilapidáramos sino para que cuidáramos de misma. 

En los relatos de la Creación (Gen 1,1-2; 2,4-25) podemos constatar que la voluntad de Dios tiene pleno sentido en la comprensión de que lo que crea lo hace, digamos, en beneficio de lo que consideró como muy bueno haberlo creado, su criatura, su semejanza e imagen o, lo que es lo mismo, el ser humano. Somos, por lo tanto, herederos desde que Dios nos crea pues hijos suyos somos y nos dota de alma espiritual, de razón y de voluntad libres. 

Creó, pues, Dios. Y lo hizo con el cielo y con la tierra o, lo que es lo mismo, con todo lo que existe y, yendo un poco más allá, con todas las criaturas corporales y espirituales. Por eso dice el Credo, en su versión de Nicea-Constantinopla, “de todo lo visible e invisible” y por eso mismo se nos concede la posibilidad, don de Dios, de tener presente en nuestra existencia a los seres espirituales que no son de carne como somos los mortales pero que aportan a nuestra existencia de creyentes una solidez insoslayable. 

El caso es que Dios, cuando llevó a cabo la Creación tuvo que pensar, lógicamente, en todos los detalles de la misma. Pero a Él le llevó el tiempo que le llevó. 

En realidad, el día en el que Dios creó lo visible y lo invisible fue uno propio. Queremos decir que el tiempo del hombre y el de Dios no son lo mismo, no duran lo mismo. Por eso la Santa Biblia nos recuerda algo que, para esto, en concreto, es muy importante:

 

“Porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche (Salmo 89, 4).

 

“Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, ‘mil años, como un día.’”  (2 Pe 3, 8).

 

Sabemos, por tanto, que si para Dios ha pasado un día, para el hombre han pasado 1000 años. Así, podemos sostener que la Creación de Dios ocupó, en tiempo humano, unos 6000 años mientras que para Dios apenas habían pasado 6 días. Aunque esto, claro, sólo lo sabremos cuando, si Dios quiere y ponemos de nuestra parte, estemos en el Cielo. 

De todas formas, la Creación, obra portentosa de Quien tiene todo el poder, nos ayuda a comprender lo que significa que para Dios nada hay imposible (como le dijo el Ángel Gabriel a la Virgen María en el episodio de la Anunciación y refiriéndose a su prima Isabel –véase Lc 1, 26-38-) y que aquello, la Creación misma, fue el mejor regalo que un Padre podía hacer a quienes serían sus hijos creados, también, por Él. 

Y todo eso pasó y sucedió en un día que, por cosas de Dios, tuvo siete mañanas.

Un necesario Epílogo


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No podemos negar que, en materia de nuestra santa religión católica hay temas teológicos que son muy difíciles de entender. Queremos decir que, para aquellos discípulos de Cristo que nos consideramos sencillos en nuestra fe, los hay que dejamos para aquellos de entre nosotros que son capaces de discernir y, tras discernir, entender y explicar.

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