Serie “Gozos y sombras del alma” - Gozos: vida eterna

 

Gozos y sombras del alma

Cuando alguien dice que tiene fe (ahora decimos sea la que sea) sabe que eso ha de  tener algún significado y que no se trata de algo así como mantener una fachada de cara a la sociedad. Es cierto que la sociedad actual no tiene por muy bueno ni la fe ni la creencia en algo superior. Sin embargo, como el ser humano es, por origen y creación, un ser religioso (¿Alguien no quiere saber de dónde viene, adónde va?) a la fuerza sabe que la verdad (que cree en lo que sea superior a sí mismo) ha de existir. 

Aquí no vamos a sostener, de ninguna de las maneras, que todas las creencias son iguales. Y no lo podemos mantener porque no puede ser lo mismo tener fe en Dios Todopoderoso, Creador y Eterno que en cualquier ser humano que haya fundado algo significativamente religioso. No. Y es que sabemos que Dios hecho hombre fue quien fundó la religión que, con el tiempo se dio en llamar “católica” (por universal) y que entregó las llaves de su Iglesia a un tal Cefas (a quien llamó Pedro por ser piedra sobre la que edificarla). Y, desde entonces, han ido caminando las piedras vivas que la han constituido hacia el definitivo Reino de Dios donde anhelan estar las almas que Dios infunde a cada uno de sus hijos cuando los crea. 

El caso es que nosotros, por lo que aquí decimos, tenemos un alma. Es más, que sin el alma no somos nada lo prueba nuestra propia fe católica que sostiene que de los dos elementos de los que estamos constituidos, a saber, cuerpo y alma, el primero de ellos tornará al polvo del que salió y sólo la segunda vivirá para siempre. 

Ahora bien, es bien cierto que tenemos por bueno y verdad que la vida que será para siempre y de la que gozará el alma puede tener un sentido bueno y mejor o malo y peor. El primero de ellos es si, al morir el cuerpo, es el Cielo donde tiene su destino el alma o, en todo caso, el Purgatorio-Purificatorio como paso previo a la Casa del Padre; el segundo de ellos es, francamente, mucho peor que todo lo peor que podamos imaginar. Y lo llamamos Infierno porque sólo puede ser eso estar separado, para siempre jamás, de Quien nos ha creado y, además, soportar un castigo que no terminará nunca. 

Sentado, como hemos hecho, que el alma forma parte de nuestro propio ser, no es poco cierto que la misma necesita, también, vida porque también puede morir. Ya en vida del cuerpo el alma no puede ser preterida, olvidada, como si se tratase de realidad espiritual de poca importancia. Y es que hacer eso nos garantiza, con total seguridad, que tras el Juicio particular al que somos sometidos en el mismo instante de nuestra muerte (y esto es un misterio más que grande y que sólo entenderemos cuando llegue, precisamente, tal momento) el destino de la misma sólo puede ser el llanto y el rechinar de dientes… 

Pues bien, el alma, nuestra alma, necesita, por lo dicho, nutrición. La misma ha de ser espiritual lo mismo que el cuerpo necesita la que lo es material. Y tal nutrición puede ser recibida, por su origen, como buena o, al contrario, como mala cosa que nos induzca al daño y a la perdición. 

Nosotros sabemos, a tal respecto, que el alma goza. También sabemos que sufre. Y a esto segundo lo llamamos sombras porque son, en tal sentido, oscuridades que nos introducen en la tiniebla y nos desvían del camino que lleva, recto, al definitivo Reino de Dios Todopoderoso. 

En cuanto a los gozos que pueden enriquecer la vida de nuestra alma, los que vamos a traer aquí es bien cierto que son, al menos, algunos de los que pueden dar forma y vida al componente espiritual del que todo ser humano está hecho; en cuanto a las sombras, también es más que cierto que muchos de los que, ahora mismo, puedan estar leyendo esto, podrían hacer una lista mucho más larga. 

Al fin al cabo, lo único que aquí tratamos de hacer es, al menos, apuntar hacia lo que nos conviene y es bueno conocer para bien de nuestra alma; también hacia lo que no nos conviene para nada pero en lo que, podemos asegurar, es más que probable que caigamos en más de una ocasión. 

Digamos, ya para terminar, que es muy bueno saber que Dios da, a su semejanza y descendencia, libertad para escoger entre una cosa y otra. También sabemos, sin embargo, que no es lo mismo escoger realidades puramente materiales (querer esta o aquella cosa o tomar tal o cual decisión en ese sentido) que cuando hacemos lo propio con aquellas que son espirituales y que, al estar relacionadas con el alma, tocan más que de cerca el tema esencial que debería ser el objeto, causa y sentido de nuestra vida: la vida eterna. Y entonces, sólo entonces, somos capaces de comprender que cuando el alma, la nuestra, se nutre del alimento imperecedero ella misma nunca morirá. No aquí (que no muerte) sino allá, donde el tiempo no cuenta para nada (por ser ilimitado) y donde Dios ha querido que permanezcan, para siempre, las que son propias de aquellos que han preferido la vida eterna a la muerte, también, eterna. 

Y eso, por decirlo pronto, es una posibilidad que se enmarca, a la perfección, en el amplio mundo y campo de los gozos y las sombras del alma. De la nuestra, no lo olvidemos.

Serie Gozos y sombras del alma : Gozos - Vida eterna

 

Como cualquiera sabe, nuestra vida de seres humanos está repleta de sueños. Es decir, si no es que somos indolentes o no nos importa nada, lo bien cierto es que vivimos anhelando alcanzar determinada realidad (demasiadas veces se trata de bienes) y, por decirlo pronto, ¿quién no quiere llegar a alguna parte y de determinada forma? 

En materia espiritual pasa, exactamente, lo mismo. Sin embargo, existe una diferencia más que grande entre lo que ansiamos a nivel mundano y lo que debemos (¡debemos!) ansiar si hablamos del espíritu y, así, de nuestra alma. 

Digamos, para empezar, que el Creador no creó todo de la nada para que lo que quisiera el Señor que estuviera con Él se perdiera sin más. No. Lo más cierto ha de ser, además, verdad: el Todopoderoso quiere a su descendencia cabe sí, como diría Santa Teresa, cerca de su corazón. 

Aquí, pues, hay una primera intención que es más que sana y que a todos nos conviene. 

Es bien cierto que eso no quiere decir, primero, que todo ser humano crea en la existencia de Dios con todas sus consecuencias y, en segundo lugar, que no todo aquel que crea en la realidad misma de su Creador tenga a bien querer salvarse. 

Tenemos, de todas formas, por certeza absoluta, que aquella persona que no quiera salvarse tiene algún tipo de grave problema pues ¿quién prefiere perderse y no estar con Dios para siempre? 

Aquí, por tanto, radica el ansia suprema de todo aquel que es consciente de lo que supone la salvación: la vida eterna. 

La vida eterna o, mejor, a la vida eterna no se llega de cualquier forma. Queremos decir que hay principios que hay que cumplir y condiciones a tener en cuenta. Algo así nos dice San Mateo (25, 31-46)

 

“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme’. Entonces los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?’ Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’. Entonces dirá también a los de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis’. Entonces dirán también éstos: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?’ Y él entonces les responderá: ‘En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejásteis de hacerlo’. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.”

 

Sabemos, primero, que Jesucristo ha de volver, que el Hijo del hombre vendrá para juzgar a vivos y a muertos. Eso lo proclamamos muchas veces en el símbolo de nuestra fe católica, El Credo. Y eso supone, por tanto, que debemos estar preparados. Por eso en este texto se nos dice a qué debemos atenernos. 

En general se resume en otra cosa que dijo el Hijo de Dios: debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos sin olvidar, claro, que primero debemos amar a Dios… sobre todas las cosas, con todo nuestro amor, nuestro corazón, nuestra fuerza, etc. 

No hay duda alguna acerca de lo que debemos tener más que claro: “E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna”. 

A una vida eterna”. 

Esta expresión muestra, bien a las claras, el sentido que tiene todo esto de lo que estamos hablando. 

Santa Teresa de Jesús, santa fundadora y, por tanto, andariega (en su tiempo todo se hacía, más o menos, a pie en tierra) sabía mucho de esto. Y escribía acerca de la duración de la Gloria. Decía que la misma duraba “¡para siempre, siempre, siempre!” (Libro de la Vida, Capítulo 1, 4). 

Pues bien, aplicamos lo mismo a la vida eterna: dura para siempre, siempre, siempre. Y no olvidamos que la muerte eterna (el “éstos a un castigo eterno”) también dura para siempre, siempre, siempre. 

Esto último, quizá, alarma a los que creen que Dios es tan misericordioso que no puede ser que haya muerte eterna, o sea, Infierno. Y, aunque es bien cierto que tal manera de pensar a lo mejor aquieta a los espíritus menos preparados para la verdad, lo más cierto es que supone, tan sólo, el principio de la fosa y de la angustia, del famoso rechinar de dientes que, sin duda, llegará en tal caso.

Pero a nosotros, lo que nos importa es la vida eterna. Y es que es lo que ansiamos con toda la fuerza que nuestra alma pueda atesorar para que el intento no quede en nada y caigamos en desgracia espiritual y eterna. 

Lo eterno, tal vida, pues, no tiene fin. Y no tiene (lo mismo que, tampoco, la muerte eterna) porque tras la muerte las cosas son de forma muy distinta a como son en vida en este valle de lágrimas. 

Con esto queremos decir que, lo mismo que al morir somos juzgados en el mismo instante de nuestro adiós al mundo y sin solución de continuidad y no pasa, pues, nada de tiempo, exactamente acaece con la vida eterna: no se mueve en el tiempo sino que lo hace en el no-tiempo. Por eso debemos entender lo que quiere decir, en toda su profundidad, el citado “para siempre, siempre, siempre”. 

A lo mejor podemos pensar en un espacio no-temporal en el que el gozo nunca termina  y donde, por tanto, hay falta de todo lo que pueda ser tribulación o asechanza del Maligno. 

Pero también podemos estar seguros de que la vida eterna es alegría suprema, superior e insuperable para nuestra alma porque gozará  (Dios quiera que así sea para cada uno de nosotros) de la Bienaventuranza y de la Visión Beatífica. Y es que ahí radica el ansia que mueve nuestras vidas: ver a Dios. 

Una tal Visión, escrito, así, con mayúsculas por ser Quien es a Quien se ve, es, ahora mismo, inimaginable. Y es que nadie ha visto al Todopoderoso salvo ya sabemos Quién y ha vuelto para contarlo cuando, tras su Resurrección, subió al Padre.

Nosotros, sin embargo, lanzamos la imaginación al vuelo (aquí no como, según Santa Teresa, la “loca de la casa” sino como sana y bien sana) y nos vemos habitando una de las moradas que está preparando Jesucristo para los que alcancen la vida eterna; y nos vemos mirando a Dios, ya no como en un espejo sino cara a cara. Y, aunque no sepamos cómo eso ha de ser ni cómo procederemos entonces, podemos estar más que seguros que no habrá gozo mayor ni mejor palpitación para nuestra alma que eso, precisamente eso, de ver a Dios y tener una Visión tan gozosa que la misma santifique lo máximo que pueda santificar Alguien: nos haga santos del todo. 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Panecillo de hoy:

Es cierto que nuestra alma pasa por sombras pero no es menos cierto que goza y que lo hace porque Dios quiere que lo haga.

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