Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – El Prójimo

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

El prójimo

 

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Y Jesús dijo… (Mc 12, 31)

 

“El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.”

 

Si el Hijo de Dios hubiera dicho que el principal Mandamiento de la Ley de Dios era amar al Creador sobre todas las cosas y ya está… seguramente habría faltado a la Voluntad de su Padre que, creando, ama y, amando, crea.

Tuvo que decir lo otro, la continuación, aquello que completaría una forma de ser muy querida y anhelada por Dios para su descendencia o algo, en fin, que quiere sea practicado por la misma.

Habló del prójimo. Sí, hizo eso. Se ve que no pudo dejar tranquilos a los le escuchaban sabiendo que debían amar, sólo, a Dios… Es que era así el Mesías. Tenía que hablar del otro.

Lo dice con toda claridad y para que nadie se lleve a engaño: a lo mejor había muchos preceptos que cumplir y, por eso, habían aparecido unos cientos entre los judíos. Sin embargo, de todo lo que aquel pueblo podía tener por bueno y mejor había algo que sobresalía sobremanera y que nunca debían olvidar: amar a Dios y amar al prójimo. Y por eso dice que no hay nada mayor, más importante, mejor, que eso.

Lo que pasa es que Jesucristo, que no da puntada sin hilo, dice las cosas de forma que, quien las escucha, queda tan implicado en ellas, en la santa doctrina que encierra y muestra, que ya nunca puede deshacerse de lo que ha escuchado, leído o alguien le ha dicho que dijo el Hijo de Dios.

Podemos decir que tiene mucho valor Jesucristo para decir lo que dice. Y es que, como sabemos, tuvieron que preguntarle ¡Quién era el prójimo!

En la intención última de tal pregunta se encierra un amor bien escaso. Y es que si no se sabe quién es el necesitado, quién es el prójimo de uno, difícilmente se va a cumplir el Mandamiento del amor al mismo. Y, a lo mejor, tal era el problema y, seguramente, lo sigue siendo hoy mismo.

El prójimo no es un extraño. Bueno, puede serlo en cuanto a la falta de conocimiento que podemos tener del mismo. Sí, pues, puede ser un extraño pero, no por eso, deja de ser hijo de Dios (aunque, a lo mejor, no lo sepa o haya querido olvidarlo) y ha de ser tenido en cuenta porque, por tanto y por eso, es hermano nuestro. Y aquí hablamos en sentido general y no vamos más allá como supondría, por ejemplo, querer salvarse que lleva adherido, sin remedio, aceptar la majestad de Jesucristo y el ser el Enviado y Mesías de Dios.

Pero, así, en general, el prójimo es el otro. Pero no es el otro, digamos, indiferente sino quien necesita ser auxiliado como lo fue aquel hombre que fue atacado y sólo fue atendido por un ¡samaritano! Tal persona era el prójimo de quien le echó una mano, aquel de Samaria que quiso ayudar cuando su ayuda era necesaria y no se pudo a pensar si era judío quien había sido atacado y, pues, enemigo suyo… Prevaleció, pues, el amor, precisamente, al prójimo.

Pero, como decimos arriba, Cristo habla de forma que nadie puede quedar al margen de lo dicho. Y es que no dice, por ejemplo, “amar al prójimo” y ya está sino que se le debe amar como nos amamos a nosotros mismos.

Es posible que alguien pueda pensar que es verdad que hay quien no se ama a sí mismo e, incluso, se suicida. Eso, sin embargo, es una excepción (cada mayor, es cierto, pero excepción) a la regla general según la cual a nadie le gusta no cuidarse a sí mismo y, por decirlo de una manera sencilla, darse lo mejor que se pueda dar. Y eso es cuidad de uno.

Pues tal forma de amar (sí, a sí mismo) es la que debemos emplear con el prójimo. Por eso dice Jesucristo que debemos amar al prójimo “como a nosotros mismos”.

¡Ah!, ¿que no es fácil hacer siempre eso? Claro, es que nadie ha podido demostrar que ser discípulo de Cristo, de verdad y con todas sus consecuencias, sea fácil. ¿A que no lo es?

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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