Semana Santa – Martes Santo: cómo avanza el Mal

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Para este día, segundo de la Semana llamada Santa, se nos ofrece el texto bíblico en el que Jesucristo, turbado el corazón, pone sobre la mesa la terrible verdad: hay quien, de entre los presentes, lo va a traicionar.

Es más que cierto que nosotros ya sabemos a quién se refiere. También sabemos lo que pasó luego: la salida del Cenáculo del traidor, la entrega definitiva de su Maestro a las manos de los que querían acabar con la vida del Hijo de Dios y, en fin, lo que sería aquel final tan terrible, humanamente hablando, pero tan gozoso si hablamos del aspecto espiritual de todo aquello que pasó.

No podemos negar que aquello no podía ser la primera reacción de Judas. Queremos decir que aquel Apóstol, escogido de entre muchos discípulos, por parte de Jesús, debía llevar mucho tiempo rumiando (trayendo y volviendo a traer a su corazón una cosa como aquella) la idea de entregar a sus enemigos a quien tan amigo se había mostrado con él.

Ciertamente, Judas debía esperar la llegada de un Mesías que no fuera como aquel hombre que había salido de Nazaret para convencerlos que el Reino de Dios había llegado. Pero Judas era, seguramente, hombre de acción, y no entendía que aquel Reino no supusiera derrocar al invasor romano, que no quisiera derramar sangre mediando la espada y que, en fin, no cumpliese las expectativas que tanto tiempo llevaba esperando el pueblo escogido por Dios.

Judas, por decirlo así, esperaba otra cosa. Y sí, había estado siguiendo al Maestro durante unos años pero no veía que aquel seguimiento tuviera fruto ni nada por el estilo: no tenían donde recostar la cabeza, andaban siempre de un lado a otro y, además, se habían ganado la animadversión de los más poderosos de entre los judíos. Y eso, seguramente pensó muchas veces Judas, no iba a traer ninguna buena consecuencia. Y es que conocía más que bien a sus enemigos y sabía que no dudarían en buscarle las vueltas a Jesucristo para cogerlo en lo que ellos podían considerar un renuncio para denunciarle donde se le podía hacer mucho daño.

El Mal, que nunca cesa su nigérrimo trabajo, se estaba trabajando a Judas. Por eso Jesús, que sabía que había un traidor entre sus Apóstoles (vamos, sabía quien era como demostraría pocos días después en la Última Cena con aquel “lo que tengas que hacer, hazlo pronto”) nunca quiso que se supiese sino que esperaba la reacción de aquel amigo y que, si tal era la voluntad de Dios, se arrepintiese de sus motivos personales y confesase su querer y su hacer.

Aquello, sin embargo, como bien sabemos, no iba a suceder. No sería como Pedro que, sabiendo que había traicionado la amistad de Jesús al negarlo tres veces, pidió perdón y supo hacer las cosas bien. Pero Judas no era como aquel hombre sobre el que Cristo iba a construir su Iglesia. No era piedra sino corazón voluble y tenebroso. Y por eso continuó con su labor de búsqueda de lo que él creía era la solución a su particular situación. Y decidió vender a su Maestro a cambio de unas monedas y, también, a cambio de su propia perdición.

Es bien cierto que aún no se había producido ni su salida del Cenáculo, ni su visita a los perseguían a Jesús para cobrar aquellas treinta monedas ni, tampoco, el beso en el Huerto de los Olivos. No. Eso aún no había sucedido pero no podemos negar que sabemos perfectamente que sucedió y eso nos da cierta ventaja espiritual. Y es que, si bien, aquellos que andaban cada día con Judas; aquellos que muchas veces habían hablando con aquel compañero suyo y hasta habrían apreciado ciertas dudas en aquel que llevaba la bolsa del dinero (y muchos consideraban que era un ladrón…) y, en fin, aquellos que sabían que Judas era algo turbio, no tenían conocimiento de la traición que estaba tramando. Sin embargo, seguramente acabaron de entender algunas de sus palabras cuando lo vieron llegar a Getsemaní acompañado de soldados y de cierta chusma del pueblo. Y, siendo cierto que ya era tarde para poder hacer nada a tal respecto, no es menos cierto que sus corazones debieron sufrir un duro golpe.

Judas, a aquellas alturas de la semana de Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, debió creer que estaba muy cerca su propia liberación. Sin embargo, fue terrible que no comprendiera que lo estaba muy cerca era su condena eterna. Y todo por no ser capaz de arrepentirse y pedir perdón. Todo por eso.

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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