Serie “Los barros y los lodos”- 2 - El ser humano en el Paraíso

 

“De aquellos barros vienen estos lodos”. 

Esta expresión de la sabiduría popular nos viene más que bien para el tema que traemos a este libro de temática bíblica. 

Aunque el subtítulo del mismo, “Sobre el pecado original”, debería hacer posible que esto, esta Presentación, terminara aquí mismo (podemos imaginar qué son los barros y qué los lodos) no lo vamos a hacer tan sencillo sino que vamos a presentar lo que fue aquello y lo que es hoy el resultado de tal aquello. 

¿Quién no se ha preguntado alguna vez que sería, ahora, de nosotros, sin “aquello”?

“Aquello” fue, para quienes sus protagonistas fueron, un acontecimiento terrible que les cambió tanto la vida que, bien podemos decir, que hay un antes y un después del pecado original. 

La vida, antes de eso, era bien sencilla. Y es que vivían en el Paraíso terrenal donde Dios los había puesto. Nada debían sufrir porque tenían los dones que Dios les había dado: la inmortalidad, la integridad y la impasibilidad o, lo que es lo mismo, no morían (como entendemos hoy el morir), dominaban completamente sus pasiones y no sufrían nada de nada, ni física ni moralmente. 

A más de una persona que esté leyendo ahora esto se le deben estar poniendo los dientes largos. Y es que ¿todo eso se perdió por el pecado original? 

En efecto. Cuando Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, lo dota de una serie de bienes que lo hacen, por decirlo pronto y claro, un ser muy especial. Es más, es el único que tiene dones como los citados arriba. Y de eso gozaron el tiempo que duró la alegría de no querer ser como Dios… 

Lo que no valía era la traición a lo dicho por el Creador. Y es que lo dijo con toda claridad: podéis comer de todo menos de esto. Y tal “esto” ni era una manzana ni sabemos qué era. Lo de la manzana es una atribución natural hecha mucho tiempo después. Sin embargo, no importa lo más mínimo que fuera una fruta, un tubérculo o, simplemente, que Dios hubiera dicho, por ejemplo, “no paséis de este punto del Paraíso” porque, de pasar, será la muerte y el pecado: primero, lo segundo; lo primero, segundo. 

¡La muerte y el pecado! 

Estas dos realidades eran la “promesa negra” que Dios les había hecho si incumplían aquello que no parecía tan difícil de entender. Es decir, no era un castigo que el Creador destinaba a su especial creación pero lo era si no hacían lo que les decía que debían hacer. Si no lo incumplían, el Paraíso terrenal no se cerraría y ellos no serían expulsados del mismo. 

Y se cerró. El Paraíso terrenal se cerró. 

2 - El ser humano en el paraíso

  

Arriba ya hemos dicho que Dios, cuando creó, como culminación de su Creación, al hombre y a la mujer, les entregó todo. Todo. 

Decir “todo” significa mucho. Y queremos decir con esto, para que se nos entienda fácilmente, que Adán y Eva estaban en el mejor de los mundos. 

Ciertamente, la Santa Biblia no recoge, por decirlo así, la expresión de cómo era el paraíso, ni dónde estaba ni, en fin, en qué consistía una vida tan gozosa como Dios quiso para sus criaturas hombre y mujer. 

Sin embargo, gracias a las visiones de la Beata Anna Catalina Emmerick podemos entrever algo, al menos algo. Y reconocemos que tan escasas páginas de sus visiones producen un gozo que no podemos describir exactamente. Pero, eso sí lo podemos decir: nos queda la impresión de que tuvo que ser más que bueno el paraíso. 

Nos valemos, pues, de tales visiones para tratar de describir, en suma, aquella vida, aquello que se perdió. 

A este respecto, cualquiera que sea creyente católico tiene al Paraíso por el mejor de los mundos. Y es que fue creado por Dios para la mejor existencia de sus criaturas hombre y mujer y no podemos creer que allí pudiera haber nada que no tuviera un fin de servicio al ser humano. 

Según las visiones citadas arriba, el Paraíso, aunque, según parece, después de haber sido expulsados Adán y Eva, es tal que así: 

“He visto que el Paraíso es tan grande como un mundo. Contiene alturas de formas redondas, no recortadas, magníficamente cubiertas de árboles. He visto la más alta de las colinas, y pensé que ése era el lugar donde había reposado Adán” (1).

“Los animales no se hacen daño; antes bien, se ayudan los unos a los otros. La mayor parte son blancos o amarillo de oro; no veo aquí casi ningún animal de pelaje oscuro. Y lo que me maravilla es que todos tienen sus habitaciones muy ordenadas y tienen espacios y caminos, todo tan puro y limpio que no puede uno imaginárselo. No hay hombres. Supongo que deben venir espíritus que mantiene el orden el todo; no puedo creer que los animales lo hagan por sí mismos”. 

“Este es el Paraíso. Los animales están allí dentro conservados. Todo está aún tal como Dios lo creó; pero me parece ahora mucho más grande de lo que era otras veces. Ninguna criatura humana puede penetrar allí”. Aquella agua sagrada, magnífica, maravillosamente clara, que desde allá se desborda y tan graciosamente riega el jardín de los animales, forma en torno del Paraíso un gran muro acuoso”. 

“Veo también muchas aves: qué bellas y numerosas son y de variados colores, imposibles de describir. Hacen sus nidos entre las flores. Veo palomas, que llevan ramitas y hojas en el pico, volar hacia abajo, sobre el muro de las aguas. No veo a ningún reptil de aquellos que entre nosotros se arrastran sobre la tierra. Empero, hay allá una graciosa bestezuela, de color amarillento, que tiene la cabeza de serpiente y en la parte superior es más gruesa y en la parte inferior más delgada. Tiene cuatro patas y a menudo se mantiene alzada sobre las dos patas traseras; entonces alcanza la altura de un hombre. Sus patitas anteriores son cortas, los ojos limpios y muy listos: es extremadamente graciosa y ligera. Veo de ella poquísimos ejemplares. Así era aquel animalito que sedujo a Eva”.

 

Vemos, por tanto, que la Beata Ana Catalina Emmerick reconoce a la serpiente que engañó a nuestra Primera Madre. 

También nos habla nuestra Beata de del “Monte de los Profetas”:

 

“El Monte de los Profetas recibe de aquí sus aguas y su humedad. El monte está situado mucho más bajo aún que la gran cascada y precisamente allá donde el agua nuevamente se cambia en nubes. El Monte de los Profetas está situado muy alto, casi como el cielo, y ninguna criatura humana puede llegar allá, y no se ve sobre él otra cosa que nubes. Este jardín está situado más alto que el Monte de los Profetas, a la altura de un cielo; y el punto donde he visto a los santos, está de nuevo más alto que la altura de otro cielo sobre el Paraíso Terrenal. Aquí no hay edificio alguno de piedra; hay bosquecillos espesos y altos, caminos y espacios para los animales. Los árboles son inmensamente altos, los troncos muy derechos y graciosos. Veo algunos blancos, amarillos, colorados, castaños y negros. No son negros, sin que despiden un fulgor como de azul plateado.

 

¡Y cuan maravillosas son las flores!… Veo muchas rosas, especialmente blancas: son muy grandes, tienen elevados tallos y casi semejan en su altura a los árboles que allá arriba se ven. Veo también rosas encarnadas y cándidos lirios muy altos. Veo la hierbecilla delicada y muelle como la seda; pero solamente la veo y lo la puedo tocar; está demasiado lejos de mí. ¡Y cuán maravillosamente bellas son estas manzanas! ¡Cuán grandes son, y amarillas! ¡Qué anchas son las hojas del árbol que lleva tales frutos! Los frutos que están en la mansión de bodas parecen míseros e imperfectos en comparación con estos, y, sin embargo, son indeciblemente magníficos en comparación con los frutos terrestres”.

  

Y allí fue donde fueron puestos Adán y Eva; allí donde gozaron mientras pudieron gozar de una vida exenta de problemas o de tribulaciones. Y aquel Jardín del Edén fue el que perdieron nuestros Primeros Padres sin darse cuenta, casi, de nada, como si en el exterior del mismo todo fuera igual… que era que no.

 


(1)

        Y es que, en las visiones del Antiguo Testamento de la Beata Ana Catalina Emmerick habla, en un momento determinado, de que Adán solía permanecer, solitario (antes de que Dios creara a Eva, suponemos) sobre una colina que parecía formada de piedras preciosas. Por eso refiere, aquí, esto de tal lugar que ahora ve.

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

De aquellos barros pecaminosos vinieron estos lodos de hoy.

Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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