Serie “Santos y Beatos” - San José Sánchez del Río - Una guerra justa

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En su infinita Sabiduría, el Padre Dios ha sabido suscitar, a lo largo de los siglos, de entre sus hijos, a una cantidad relativamente significativa de los mismos para demostrarnos que no es imposible ser fieles a su Voluntad. Tales de entre nosotros han subido a los altares y, bien como santos bien como Beatos, nos muestran un camino a seguir.

Debemos decir, como es bien conocido y para que nadie se lleve a engaño, que los Santos y Beatos que a lo largo de la historia de la catolicidad han sido tales no siempre han llevado una vida perfecta porque como hombres o mujeres han podido tener sus momentos espirituales de cierta caída. Al fin y al cabo también eran pecadores.

Pues bien, el emérito Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General del 13 de abril de 2011 dijo esto que sigue acerca de la santidad:

“La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: ‘Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo’ (Rm 8, 29). Y san Agustín exclama: ‘Viva será mi vida llena de ti’ (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: ‘En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria’ (Lumen gentium, n. 41).”

Pues bien, aquellos hermanos nuestros que vamos a traer aquí han sabido cumplir lo mejor posible lo que nos dice el Papa. Seamos, nosotros mismos, fieles en lo poco para poder serlo en lo mucho.

 

San José Sánchez del Río - Una guerra justa

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En 1821, a través del Plan de Iguala, se decide la independencia de México de España. En 1855 da comienzo una revolución liberal liderada por Benito Juárez con una característica muy concreta: era anticristiana o, mejor, anticatólica. Dos años más tarde, impone la Constitución de aquel año de 1857 y las leyes de Reforma de 1859. Empieza, así, una clara persecución en contra de la Iglesia católica. 

Es más, la legislación de aquel tiempo atentaba, directamente contra muchos aspectos relacionados con la Iglesia católica. Y es que establecía, entre otras cosas, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Además, se trató de crear una Iglesia mexicana cismática con el fin de dividir a la Esposa de Cristo.  

Y, como no vaya a pensarse que el pueblo creyente mexicano iba a quedarse mirando para otro lado cuando se perpetraban actos tan deshonestos y tan vulgarmente impiadosos, ya se levantó, como sucedería luego en La Cristiada (1926-1929), en contra de tanto desafuero. Así, durante los años 1858 a 1861 el pueblo católico mexicano se puso contra las leyes y reglamentos que se habían hecho para oponerse de frente a la Iglesia que había fundado el Hijo de Dios.

Y así pasaron unos decenios de opresión a la creencia católica. 

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Si bien el cristiano, aquí y allí católico, tiene el mandato de soportar las persecuciones en recuerdo de aquello que dijo Cristo sobre que serían perseguidos sus discípulos, la verdad es que la que se había perpetrado contra el creyente mexicano desde el mismo inicio de la independencia de su nación había colmado, seguramente, el vaso de la paciencia de un pueblo humilde y pobre. 

Cuando, dadas las circunstancias por las que pasaba la Iglesia católica mexicana y tras la aplicación “exacta” de la ley laicista por parte del Presidente Calles y sin haber hecho el más mínimo caso a la Carta pastoral de los obispos mexicanos de fecha 25 de julio de 1926 en la que se decía que “ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados”, el 31 de julio de aquel mismo año se ordenó la “suspensión del culto público en toda la República”, el pueblo creyente tuvo que creer y estar en seguridad de que había llegado el momento.

Empezó, pues, el alzamiento de los cristeros en agosto de 1926. Tuvo la inestimable ayuda de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa que había sido creada, con el fin de defender tal libertad, en marzo del año anterior, 1925.

¿Qué pasa en Roma? 

Es seguro que Pío IX estaba preocupado por lo que pasaba en aquella parte de la cristiandad católica. Por eso publica (18 de noviembre de 1826) la encíclica “Iniquis afflictisque” en la que dice, entre otras cosas que “Ya casi no queda libertad ninguna a la Iglesia (en México), y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que se castiga, como si fuera un delito capital, con penas severísimas” (11). Tiene, también, en cuenta a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa cuando dice, de ella, que se extiende “por toda la República, donde sus socios trabajan concorde y asiduamente, con el fin de ordenar e instruir a todos los católicos, para oponer a los adversarios un frente único y solidísimo” (12). 

Pero el Santo Padre tiene en su corazón a todos aquellos que entregan su vida por su fe. Por eso escribe que “Algunos de estos adolescentes, de estos jóvenes -cómo contener las lágrimas al pensarlo- se han lanzado a la muerte, con el rosario en la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Inenarrable espectáculo que se ofrece al mundo, a los ángeles y a los hombres” (13). 

Y entre aquellos adolescentes, más bien niño, estaba nuestro santo José Luis Sánchez del Río.

Eleuterio Fernández Guzmán

 

Nazareno

 

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