Serie “Santos y Beatos” - San Onofre, ermitaño - 4. Pafnucio

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En su infinita Sabiduría, el Padre Dios ha sabido suscitar, a lo largo de los siglos, de entre sus hijos, a una cantidad relativamente significativa de los mismos para demostrarnos que no es imposible ser fieles a su Voluntad. Tales de entre nosotros han subido a los altares y, bien como santos bien como Beatos, nos muestran un camino a seguir.

Debemos decir, como es bien conocido y para que nadie se lleve a engaño, que los Santos y Beatos que a lo largo de la historia de la catolicidad han sido tales no siempre han llevado una vida perfecta porque como hombres o mujeres han podido tener sus momentos espirituales de cierta caída. Al fin y al cabo también eran pecadores.

Pues bien, el emérito Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General del 13 de abril de 2011 dijo esto que sigue acerca de la santidad:

“La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: ‘Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo’ (Rm 8, 29). Y san Agustín exclama: ‘Viva será mi vida llena de ti’ (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: ‘En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria’ (Lumen gentium, n. 41).”

Pues bien, aquellos hermanos nuestros que vamos a traer aquí han sabido cumplir lo mejor posible lo que nos dice el Papa. Seamos, nosotros mismos, fieles en lo poco para poder serlo en lo mucho.

 

San Onofre, ermitaño - 4. Pafnucio

 

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En esas estaba cuando el abad San Pafnucio, que había tomado la decisión de visitar a las personas que llevaban a cabo tal tipo de vida, lo encontró. Él mismo lo escribe así:

Encuentra a San Onofre:

“Mientras estaba descansando fatigosamente, y pensando de cómo había luchado por llegar a donde estaba, vi a la distancia a un hombre terrible de contemplar. Estaba cubierto en todas partes por pelos como una bestia salvaje. Su pelo era tan espeso que ocultaba su cuerpo en casi su totalidad. Su única ropa era un taparrabo de hojas e hierbas. La visión de él me llenó de temor, ya sea por el miedo o el asombro, no estaba muy seguro. Nunca antes había puesto mis ojos en tal extraordinaria visión de una forma humana. No supe qué hacer, pero cuando valoré mi vida tomé refugio, y trepé apresuradamente hasta arriba de la cara de un despeñadero cercano. Temblando me escondí bajo algunas plantas frondosas y gruesas, respirando agitadamente. La edad y la abstinencia se habían convertido casi en la muerta para mí. El hombre me vio sobre el despeñadero y me gritó con voz fuerte:

‘Baje de la ladera, usted hombre de Dios. No tenga miedo. Soy sólo un débil hombre mortal como usted.’

Le responde el santo ermitaño lo siguiente:

‘Soy llamado Onofre, un pecador indigno, y he estado llevando mi vida laboriosa en este desierto durante casi setenta años. Tengo las bestias salvajes como compañía, mi comida regular es fruta e hierbas, coloco mi cuerpo miserable para dormir en laderas, en cuevas, y en valles. Durante todos estos años no he visto a nadie excepto usted, y no he sido proporcionado con comida por ningún ser humano’.

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Haber escuchado sobre las vidas de Elías y de Juan el Bautista le movió a

‘levantarme silenciosamente en medio de la noche, tomar un poco de pan y tomar suficiente para que me alcance por varios días, y me puse en camino, confiando en la orientación y la bondad de Dios de mostrarme el lugar donde habría de vivir’.

San Pafnucio le pregunta:

‘Dígame, Padre, ‘pregunté’, ¿usted recibe la comunión de alguien los Sábados, o el día del Señor?’

A lo que responde Onofre

‘Encuentro cada Sábado o día del Señor que el ángel del Señor ha preparado el cuerpo y sangre más sagrada de nuestro Señor Jesucristo para que me traigan. Con su propia mano me da estos preciados obsequios, para la salvación eterna de mi vida. Efectivamente todos los monjes que llevan una vida espiritual en el desierto comparten este placer. Si quizás cualquier ermitaño sagrado que vive en la soledad tiene un deseo de ver a otro ser humano es llevado arriba por un Ángel al cielo donde puede contemplar la visión de las almas rectas, brillando de la misma manera que el sol en el reino del Padre. Allí, en compañía de los Ángeles, ven a sus propias almas reunirse con las almas de los bendecidos. Y todos los que pelean en la batalla con toda su mente, todo su corazón y toda su fortaleza abundan en buenas obras para que pueden ser encontrados respetables de compartir el orgullo de ese país celeste con Cristo y todos sus Santos.’

Esto, como es lógico, hizo que aquel visitante se admirara aún más lo que Dios había hecho a favor de Onofre y lo que le tenía preparado en la vida eterna.

Eleuterio Fernández Guzmán

 

Nazareno

 

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