Serie "Su Cruz y nuestras cruces" - 5- La cruz del odio (Habla Jesús)

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.”

 (Mt 16,24).

  

Siempre que un discípulo de Cristo se pone ante un papel y quiere referirse a su vida como tal no puede evitar, ni quiere, saber que en determinado momento tiene que enfrentarse a su relación directa con el Maestro.

Así, muchos han sido los que han escrito vidas de Jesucristo: Giovanni Papini (“Historia de Cristo”), el P. Romano Guardini (“El Señor), el P. José Luis Martín Descalzo (“Vida y misterio de Jesús de Nazaret“), el P. José Antonio Sayés (“Señor y Cristo”) e incluso Joseph Ratzinger (“Jesús de Nazaret“). Todos ellos han sabido dejar bien sentado que un Dios hecho hombre como fue Aquel que naciera de una virgen de Nazaret, la Virgen por excelencia, había causado una honda huella en sus corazones de discípulos.

Arriba decimos que el discípulo deberá, alguna vez, ponerse frente a Cristo. Y es que no tenemos por verdad que el Maestro suponga un problema para quien se considera discípulo. Por eso entendemos que tal enfrentamiento lo tenemos por expresión de expresar lo que le une y, al fin y al cabo, lo que determina que sea, en profundidad, su discípulo. Sería como la reedición de lo que dice San Juan justo en el comienzo de su Evangelio (1,1): 

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios”.

El caso es que podemos entender que la Palabra estaba con Dios en el sentido de estar en diálogo con el Creador. Por eso decimos que la relación que mantiene quien quiere referirse a Cristo como su referencia, un discípulo atento a lo que eso supone, ha de querer manifestar que se sea, precisamente, discípulo. Entonces surge la intrínseca (nace de bien dentro del corazón) necesidad de querer expresar en qué se sustenta tal relación y, sobre todo, cómo puede apreciarse la misma. O, por decirlo de otra forma, hasta dónde puede verse influenciado el corazón de quien aprende de parte de Quien enseña. 

Y si hablamos de Cristo no podemos dejar de mencionar aquello que hace esencial nuestra creencia católica y que tiene que ver con un momento muy concreto de su vida como hombre. Y nos referimos a cuando, tras una Pasión terrible (por sangrante y decepcionante según el hombre que veía a Jesucristo) fue llevado al monte llamado Calvario para ser colgado en dos maderos que se entrecruzaban. 

Nos referimos, sin duda alguna, a la Cruz. 

Como es lógico, siendo este el tema de esta serie, de la Cruz de Cristo vamos a hablar enseguida o, mejor, hablará el protagonista principal de la misma dentro de muy poco. Es esencial para nosotros, sus discípulos. Sin ella no se entiende nada ni de lo que somos ni de lo que podemos llegar a ser de perseverar en su realidad. Sin ella, además, nuestra fe no sería lo que es y devendría simplemente buenista y una más entre las que hay en el mundo. Pero con la Cruz las cosas de nuestra espiritualidad saben a mucho más porque nos facilitan gozar de lo que supone sufrir hasta el máximo extremo pero saber sobreponerse al sufrimiento de una manera natural. Y es natural porque deviene del origen mismo de nuestra existencia como seres humanos: Dios nos crea y sabe que pasaremos por malos momentos. Pero pone en nuestro camino un remedio que tiene nombre de hombre y apellido de sangre y luz. 

Pero la Cruz tiene otras cruces. Son las que cada cual cargamos y que nos asimilan, al menos en su esencia y sustancia espiritual, al hermano que supo dar su vida para que quien creyese en Él se salvase. Nuestras cruces, eso sí, vienen puestas sobre nuestras espaldas con la letra minúscula de no ser nada ni ante Dios mismo ni ante su Hijo Jesucristo. Minúscula, más pequeña que la original y buena Cruz donde Jesús perdonó a quienes lo estaban matando y pidió, además pidió, a Dios para que no tuviera en cuenta el mal que le estaban infiriendo aquellos que ignoraban a Quien se lo estaban haciendo.

Hablamos, por tanto, de Cruz y de cruces o, lo que es lo mismo, de aquella sobre la que Cristo murió y que es símbolo supremo de nuestra fe y sobre el que nos apoyamos para ser lo que somos y, también, de las que son, propiamente, nuestras, la de sus discípulos. Y, como veremos, las hay de toda clase y condición. Casi, podríamos decir, y sin casi, adaptadas a nuestro propio ser de criaturas de Dios. Y es que, al fin y al cabo, cada cual carga con la suya o, a veces, con las suyas.

 

4- La cruz del odio (Habla Cristo)

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Estimado hermano: 

De verdad que comprendo lo que, a veces, puede pasar por tu corazón. De todas formas, no es la forma mejor la de guardarlo todo ahí, bien recogido, para sacarlo hacia fuera cuando te convenga o seas dirigido por el Maligno. 

¿El Maligno?

 

En efecto. No creas que todo lo que haces es producto de tu propio pensamiento. Hay muchas ocasiones en las que eres más dirigido de lo que crees. 

¿Por ejemplo, recuerdas aquella vez que, sin saber cómo, le hiciste daño a tu mejor amigo? Si hubieras recapacitado un poco antes de reaccionar como reaccionaste te habrías dado cuenta que un muy viejo recuerdo había suscitado, otra vez, en tu corazón, la sensación de que te había hecho aquello a sabiendas del mal que podía causarte. Y, en realidad, no era tal el caso. Pero tú estabas ciego de odio.

Pues bien, aquello no fue idea tuya. Bueno, hacerlo sí pero el principio de aquello te lo suscitó algún discípulo de Satanás. Tiene más de los que puedas creer. Te sorprenderías, si lo supieras. 

Sabes, de todas formas, que tal no es forma de comportarse, que un hermano mío así no puede actuar pero te dejas llevar, demasiadas veces, por lo sencillo del primer arrebato. Y cuando el mismo bebe del odio… nada bueno puede salir de ahí. 

Que sí, que a veces las cosas son como son y que no siempre vas a estar recapitulando de esa manera. De todas formas, te digo algo acerca del odio que, como bien sabes, llevas como cruz. 

En un principio fue el amor pero, pronto, fue el odio quien rigió muchas de las acciones de los hijos del Creador. 

Esto te lo digo porque desde que Caín sintiera que Dios prefería a su hermano Abel y empezara a rumiar la idea de quitar de en medio a quien creía que le hacía la competencia, la hiedra del odio fue enredándose en su corazón de hombre. Y ya sabes cómo terminó aquello porque aun deambula Caín por el mundo sembrando cizaña en el corazón de sus hermanos los hombres para que tengan por afrenta lo que, seguramente, es sólo un malentendido o una mala visión de lo que os pasa. 

El caso es que Caín odió a muerte a su hermano Abel. Y lo mató. No consideró, siquiera, que a lo mejor estaba equivocado en su apreciación del amor de Dios hacia su prójimo. No. La serpiente, que antes había engañado a su madre Eva ahora había sembrado un huevo muy peligroso que, cuando eclosionó, hizo creer a Caín que era su negra obligación matar a Abel. Así ganaría, estando él solo, el gozo de Dios. 

Pero también sabes cómo acabó todo eso. El odio, de todas formas, no sería una cruz para Caín sino su muerte espiritual. 

Tu caso, sin embargo, es muy diferente. Tú no has matado a nadie (ni a sangre fría ni a sangre caliente). Lo único que te pasa es que arrastras viejas heridas en tu corazón que no has sabido curar. Es más, se han ido acentuando con el tiempo porque, creo que eso sí los sabes, una herida mal curada además de no acabar de cicatrizar nunca acaba por causar daño multiplicado por mucho. 

Tu odio, el que te acarrea tantos malos momentos, no tiene, además, sentido alguno. Es sólo fuente de amargos sabores que has gustado y degustado con sabor agrio. 

Es más, a lo largo del tiempo que estuve predicando en el mundo os dije, muchas veces, que no debíais encolerizados contra vuestro hermano (y todos los sois por ser hijos de mi Padre) porque quien eso hiciera acabaría siendo reo ante el Tribunal del Todopoderoso. Y también os dije que si estabais en tal situación y era el momento de acudir al Templo dejaseis incluso tal visita para ir, corriendo si era preciso, a reconciliaros con vuestro hermano. 

También os dije, sobre esto, que quien odiaba a su hermano aún estaba andando en las tinieblas y que quien eso hacía no podía ser discípulo mío porque yo nunca prediqué sobre la falta de amor sino que  he predicado el amor y no el odio. Y si no ¿qué te parece eso de que no puede amar a Dios a quien no se ve quien no ama a su hermano a quien ve? 

Tan sólo quiero recordarte que os he recomendado que no permitáis que ninguna raíz amarga anide en vuestro corazón. Y el odio es de las más amargas que existen porque corroe todo lo que toca sin, casi siempre, existir verdadera razón para que eso sea así. 

Te digo, hermano, que dejes de lado la hostilidad, el resentimiento, el rencor. Y te lo digo porque sé que causan enemistad y rechazo hacia quienes crees que no son merecedores de tu amor y buen sentimiento. Tal forma de pensar está muy alejada de quien se dice discípulo mío. Y es que eso acaba produciendo un enfrentamiento (aunque sea espiritual) con la persona a la que se odia.

Te preguntas si es que, entonces, nunca puedes juzgar al prójimo. 

Pues te digo que sí y que no: que no, en general, como medio de salud espiritual; que sí si lo haces con el corazón de tu Padre Dios o, lo que es lo mismo, aplicando su santa voluntad y su misericordioso corazón. Así sí puedes juzgar. Recuerda que yo lo hice muchas veces y no por eso se me pudo atribuir pecado alguno pues hacía según Dios hace. 

¿Acaso no te das cuenta que odiando destrozas tu corazón y lo ennegreces? ¿Acaso no eres capaz de darte cuenta que tal forma de actuar no puede ser querida por Dios? 

Tú, sin embargo, no eres capaz de dejar de odiar ciertas situaciones o a ciertas personas. No es que, a lo mejor, sean grandes maldades. Sin embargo, si sumas una y otra y otras acabarás cargando una cruz demasiado pesada porque odiar es, al fin y al cabo, desear mal a tu prójimo y eso, como bien sabes, no está escrito en ninguna de las leyes de Dios: ni en aquellas que entregó a Moisés ni en las que yo dejé dichas que habéis dado en llamar Bienaventuranzas. No, en ninguna de ellas se encuentra el odio como tierra donde plantar la semilla de la existencia sino, en todo caso, como cizaña que todo lo daña y mata. 

Mira. Para que veas que lo que no quiere Dios no es bueno para vosotros, te pongo un ejemplo que creo entenderás: ¿Puede haber mayor aberración que servirse del nombre de Dios para odiar? 

Sabes que eso se hace y que siempre se ha hecho a lo largo de la historia del hombre: aquellos que tenían intereses ocultos e inclasificables se han servido de eso para salir vencedores en sus particulares batallas. Y ya puedes imaginarte lo que piensa Dios de tal forma de actuar: Él, que es Amor, viéndose manipulado como una vulgar marioneta… 

Pues bien, si odiar en nombre de Dios no es nada bueno ni recomendable de cara al juicio que cada uno tenéis tras vuestra muere, ¡qué decir del odio contra un hermano! 

Espero, de verdad te lo digo, que hayas entendido qué es lo que te he querido decir sobre la mala simiente del odio y que, al parecer, no es posible abolir de tu corazón.

 Carga, pues, con tu cruz pero ten en cuenta que, en cuanto quieras (con mi ayuda y con la de mi Padre) puedes dejarla en el camino que te lleva a Su definitivo Reino. ¡Apártala y olvídate de ella! Pero si no puedes hacerlo (lo has intentado pero es superior a tus fuerzas espirituales) pídele a Dios que perdone tu falta de perseverancia y que comprenda que esa cruz, la tuya, la llevas aunque, como dice Pablo, hagas lo que no quieras hacer. 

Un abrazo grande de tu hermano: 

Jesús.

 Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

 

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Por la libertad de Asia Bibi. 

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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Llevar la cruz de cada uno es más fácil sabiendo que hubo Quien la llevó primero.

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Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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