Serie “Esta es nuestra fe” – El orden del mundo para nosotros

 

Hay textos de las Sagradas Escrituras que, por la causa o razón que sean, nos llegan bien dentro del corazón. Es decir, nosotros, que hemos escuchado y leído muchas veces los textos que Dios ha inspirado a determinados hijos suyos, nos sentimos atraídos por algunas palabras de las que obtenemos sustento para nuestra fe.

Algo así pasó, al que esto escribe, con un texto de la Epístola a los Filipenses. En concreto de los versículos que aquí traemos (Flp 3, 17-4,1)

“Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de  Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra.  Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. Por tanto, hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor, queridos.”

Alguien podrá decir que no se trata de una gran parábola (como, por ejemplo, la del hijo pródigo o de la del buen samaritano) y que tampoco contiene grandes cosas dichas por Jesucristo que puedan dar forma a una forma de creer. Sin embargo, en aquellas no muchas palabras, el apóstol de los gentiles (como se suele llamar a san Pablo) nos dice, de una manera sencilla pero directa, en qué debemos creer y, sobre todo, en qué debemos sustentar nuestra vida de fe.

Vamos a decir, por eso, si Dios quiere, unas cuantas semanas a escribir sobre este texto que, seguramente, ha sido muchas veces leído y escuchado por aquellos hermanos que puedan esto llevarse a los ojos y al corazón. Sin embargo, ¡cuántas veces escuchamos lo mismo y no nos dice nada!

Esto, así dicho, puede no significar nada para muchos hermanos en la fe pero, con franqueza lo digo, contiene mucho más de lo que puede parecer a primera vista.

Sea, pues, lo que Dios quiera al respecto del desarrollo de esto. Estamos, pues, en sus manos.

El orden del mundo para nosotros

“Pero nosotros somos ciudadanos del cielo”

Como vemos, en esta corta frase se dice, en realidad, lo único que nos debería interesar al respecto de nuestra vida.

En cuanto seres humanos es más que cierto que nacemos, nos desarrollamos y morimos en un lugar concreto de nuestra amada Tierra, planeta puesto en el Universo de tal forma que si no hubiera sido situado ahí y en las circunstancias en las que está por un Alguien del que sabemos su nombre (“El que soy”) no sería lo que es.

Nosotros sabemos esto:

1- Hay que buscar lo que Dios quiere para nosotros que nada tiene que ver con el siglo o lo mundano:

San Josemaría (Amigos de Dios 206):

”Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya —a lo que es mundano, por el Bautismo—, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”.

2. También sabemos que no debemos aceptar lo mundano porque es muy contrario a Dios y a su voluntad:

San Josemaría (Surco, 814):

“Pide a Jesús que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne —tu pobre corazón— se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, vacío de ti mismo, se colme de Él. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que sólo te sostenga el Amor”.

Esto ha de querer decir algo. Es decir, que los que nos consideramos hijos de Dios (¡Y lo somos!, en 1 J n 3,1) no podemos hacer como si no supiéremos esto: lo mundano no debe importarnos tanto como a veces nos importa.

Pero sobre todo, lo que nos dice San Josemaría en el primer texto muestra perfectamente lo que debe ser el orden de nuestra realidad:

-Estar metido en el mundo pero,

-Con la mirada en el Cielo.

El caso es que debemos mirar hacia otro lado. Queremos decir que, en demasiadas ocasiones, nos limitamos a mirar de forma horizontal. Es bien cierto que las relaciones con nuestro prójimo son importantes y por eso Dios nos dice que lo amemos como a nosotros mismos. Pero también nos dice que lo amemos a Él por encima de todo.

Ahí, precisamente ahí, está el quid de esta cuestión crucial para nosotros: debemos estar aquí porque Dios nos ha puesto aquí pero debemos, sobre todas las cosas, echar la mirada hacia arribe.

Y Cristo, que conoce muy bien el percal del que estamos hechos los hombres, nos lo dice con toda claridad:

“No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven  y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21).

Vemos perfectamente lo que pasa aquí, donde peregrinamos hacia el definitivo Reino de Dios:

 -La polilla lo corroe todo.

-El óxido del mundo correo nuestro corazón.

-Hay ladrones que quieren robarnos el alma porque lo intenta y, a veces, lo consiguen.

Sin embargo, a nosotros nos conviene otra cosa: como ciudadanos del Cielo que somos (y lo somos desde que vino Cristo a traer el Reino de Dios) debemos poner nuestro corazón en aquello que supone sembrar buena semilla de eternidad. Y es que debemos merecer en esta vida poder gozar de las praderas del definitivo Reino del Padre. Y, para eso, no basta con manifestar un tal anhelo porque el mismo quedaría vacío sin no se llena con realidades palpables en el corazón de cada hijo de Dios.

De todas formas, en la Primera Epístola a Timoteo (6, 10-16) se nos dan más “pistas” para comprender qué significa que somos, que debemos ser en efecto, ciudadanos del Cielo:

“Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas; corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella  solemne profesión delante de muchos testigos. Te recomiendo en la presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que ante Poncio Pilato rindió  tan solemne testimonio, que conserves el mandato sin tacha ni culpa hasta la Manifestación de nuestro Señor Jesucristo, Manifestación que a su debido tiempo hará ostensible el Bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores, el único que posee Inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén”.

Otra vez se nos dice que debemos huir de aquello que sobra, de lo que es mundano, de lo que el mundo persigue porque lo considera no importante sino lo “único” importante. Nosotros, sin embargo, como dice el autor de esta carta, debemos tener en cuenta lo que llena el corazón de Dios y nos sirve como siembra buena y fructífera: la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, el sufrimiento y la dulzura. Y todo esto debe ser “y” y no “o” o, lo es lo mismo, no se ha de excluir ninguno de tales comportamientos porque se cumpla alguno de ellos. No. Todo es necesario porque todo es válido para nuestro anhelado fin: la vida eterna, el Cielo.

Y todo esto hecho, pensado, amasado en un corazón tierno y de carne, por Cristo que, siendo así, bueno y misericordioso, se entregó por cada uno de sus hermanos los hombres. Y lo hizo, precisamente, pensando en el Cielo que abría para nosotros.

Y es que los cristianos, aquí católicos, debemos tener muy en cuenta, al respecto de todo esto, lo que se dice en la Carta a Diogneto y, en concreto, lo que se dice en su principio, que es lo que sigue y cómo, precisamente cómo, termina el texto que aquí traemos:

“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. 

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. 

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo”.

En realidad, ¿queremos algo distinto a estar con Dios cuando decimos “Padre nuestro que estás en el Cielo”?

Pues va a ser que no. 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

 

Panecillo de hoy:

 

El caso es que nuestra fe viene traída, directamente, de la Palabra de Dios.

 

Para leer Fe y Obras.

 

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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