Serie Escatología de andar por casa - Lo que esperamos

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el Libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muerte, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Lo que esperamos

Y en la vida eterna. Amén

“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino”.

En este texto (Jn 14, 1-4) se centra toda la esperanza de los hijos de Dios y hermanos de Cristo.

1. La turbación del corazón

En nuestra existencia ordinaria no pocas veces estamos alterados. Nos altera la situación de un mundo que ha olvidado a Dios y donde, como consecuencia de tal olvido, la miseria se ha adueñado de muchos millones de personas; nos altera darnos cuenta de que no todos los que se llaman católicos lo son en el fondo sino, como mucho, en una superficie típica de, como diría Jesús, sepulcros blanqueados (cf Mt 23, 27); y nos altera, también, darnos cuenta de que el Hijo de Dios aún no ha vuelto al mundo y no ha establecido el nuevo mundo según la Ley de Dios además de no haber juzgado a vivos y a muertos. Todo eso nos altera.

No es bueno que el corazón esté turbado. Y no lo es, primero, porque puede perder la esperanza y eso es lo único que no puede pasar con un discípulo de Cristo. Si la pierde, sin duda alguna que cualquier mal puede acontecerle y, estamos más que seguros, que le acontecerá. Si no confía en Dios podrá temer a todo el mundo y a toda ocasión de peligro pues el Creador no será su Señor ni su pastor.

Debemos, pues, mirar al futuro con esperanza porque, ciertamente, si nos dejamos llevar por la molicie y la tranquilidad de espíritu o si nos vemos dominados por ese comportamiento light que consiste en creer que todo es bueno para evitar, así, la colisión con otros o, simplemente, vivir mejor, seguramente creeremos vivir en el mejor de los mundos, satisfechas nuestras necesidades básicas y disfrutando, digamos, de un presente no exento de fruto y futuro. Así no alcanzaremos la vida eterna.

Ciertamente, si somos de ese pensar tibio que consiste en menospreciar lo que es nuestro: nuestro pensamiento, nuestros valores, nuestras tradiciones morales, nuestro milenario pasado de fe… entonces, si somos de esos que entregamos a los que con gusto enterrarían, bajo cuatro candados, todo eso que es nuestro para que nunca más, por los siglos de los siglos, volviera a surgir socialmente este tipo de ser, entonces, digo, podemos estar contentos porque nuestra conciencia, o lo que quede de ella, no sufrirá lo más mínimo.

También, si somos así, como antes ha quedado descrito, de esa forma de ser tan, digamos, moderna y progre, seguramente llegaremos lejos en este mundo que nos tienen preparado, y que viene ya, donde tiramos a la basura de nuestro pensamiento las mejores formas de ser y pasamos a ansiar, por sobre todas las cosas, bienes y lugares donde reposar nuestra pérdida.

Sin embargo, si no somos así ni disfrutamos de la materia como si sólo fuéramos mundanos (a pesar de estar en el mundo) ni, por otra parte, queremos que se nos arrebate lo que es, legítimamente, nuestro, por poseerlo como donación de Dios, entonces hemos de echar mano de una virtud, a veces arrinconada, para cuando nada es posible salvar ya: la Esperanza.

Deberíamos tener la esperanza de que el corazón no se nos haya corroído y se haya ido, por sus huecos, la creencia en la misericordia de Dios porque podamos pensar que no nos es necesario cuando, al contrario, estamos más necesitados de Él que de otra cosa y que nunca. Además, nos debería sostener la esperanza de que nuestra bondad no se hubiera dejado mancillar por los egoísmos que se nos proporcionan, desde instancias bien determinadas, para acortar nuestro deseo y proporcionar todo a nuestra ansia.

Pero también deberíamos tener la esperanza de que todo puede cambiar, que podemos cambiarlo, que, como dice la oración, hemos de ser capaces de tener valor de cambiar lo que podamos, y que eso sólo es posible desde dentro, desde el corazón que es de donde salen las obras y no sólo un músculo que bombea sangre; tener la esperanza de que, a pesar de las asechanzas que desde el Mal nos acometen con ánimos viles seremos capaces de resistir su empuje, que nos dejaremos vencer tan fácilmente pues también podemos pasar nuestro calvario y cargar con esa cruz que es la nuestra. Esa es la nuestra.

Pero no termina ahí la esperanza que nos debe sostener porque deberíamos tener la que a veces olvidamos porque es más cómodo, ciertamente, ejercer de bueno cuando en realidad se ha hecho el tonto, de verdad, por vender tan barata nuestra dignidad de hijos de Dios. Y deberíamos tener la esperanza, por último, de no aceptar los parabienes de los panegiristas del olvido, tan buenos ellos que, si nos descuidamos, nos robarán hasta el último ápice de virtud que tengamos. Así podríamos mirar al futuro, con eso mismo, ejercitando esa virtud, dando la oportunidad de manifestarse a la que es tan zaherida y maltratada.

Nosotros, en esta vida que llevamos aquí, en este valle de lágrimas, sabemos lo que anhelamos y lo que ansiamos no debería ser, precisamente, el valor del mundo y sus mundanidades sino todo aquello que nos suene, en el corazón, al más allá junto a Dios, a habitar las mansiones de las que luego hablaremos y, en fin, a procurar que nuestro corazón no se turbe con lo que, precisamente, le sobra y a lo que no debería prestar atención alguna. Sólo hay una cosa que deba, que nos deba, intererar, y tiene todo que ver con lo que el ser humano ha querido desde que tiene conciencia de ser hijo de Dios.

2. Creyendo en Dios

Lo que esperamos no es un “algo” sino un “todo”; no es una posibilidad sino una total realidad que existe.

Nosotros, los hijos de Dios creemos en el Creador y, por tanto, estamos seguros que siempre nos quiere junto a sí. Claro, ahora, en el mundo, nos tiene en cuanto nos reconocemos hijos suyos y así lo sentimos y agradecemos. Pero es bien cierto que luego, cuando nuestra vida aquí termine nos querrá junto a Él, en su definitivo Reino. Y, para eso, es totalmente necesario que creamos que nosotros estamos constituidos de cuerpo y alma y no sólo de cuerpo y sólo de alma. Los dos, digamos, “partes” de nosotros, un día, se separarán y una de ella, la espiritual y no material ascenderá de una forma misteriosa donde Dios quiera que ascienda. Esto quiere decir, por tanto, que creemos que el Creador nos ha dotado de un alma y que la misma, antes de fundirse con nuestro cuerpo en la resurrección de la carne, tendrá que habitar otros espacios llamados Cielo, Purgatorio e infierno.

Pero es posible que haya quien no crea en la existencia del alma y que crea y tenga por buena la idea, demasiado extendida, de que después de esta vida “no hay nada salvo los gusanos que se comerán mi cuerpo”.

Pues bien, para tales personas descreídas, el P. Antonio Royo Marín, O. P. en “El misterio del más allá” da tres argumentos acerca de la existencia del alma. Luego, tras tales argumentos, sólo se puede sostener que existe el más allá y, por tanto, la vida (o muerte) eterna.

Y esto es lo que dice el P. Royo:

“En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma? En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un Triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.

1º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma. Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia. El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes.

2º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.

Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá. Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido niexistirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.

3º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?” La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.”

Existe, pues, el alma y, por tanto, creemos en un destino final para ella que será el que Dios quiera que sea según nuestros merecimientos y su misericordia entienda.

3. La esperanza en el verdadero porvenir (las mansiones de Dios)

Muchas veces alude Jesús, en su predicación, a que ha de marcharse junto al Padre. Es evidente que a los que le escuchaban no les hacía mucha gracia escuchar aquello. En realidad, no entendían bien lo que eso quería decir pero la sola idea de que el Maestro se fuera, aunque fuera junto a Dios, les parecía una visión bastante preocupante.

Sin embargo, la esperanza, tan ansiada y tan anhelada, del pueblo elegido por Dios, el judío, se centraba, precisamente, en la Verdad, en la creencia según la cual, como hemos dicho arriba, existe el más allá y que, por lo tanto, ha de ser de alguna manera.

Jesús, cuando dijo que se iba a preparar mansiones en la Casa de Dios lo hizo para asegurar que era importante que se fuera. No sólo iba a enviar, entonces, al Espíritu Santo sino que, en una visión lejana para muchos, iba a hacer lo necesario para que el Creador los llamase a todos a su lado y ellos aceptaran ir. Para eso había enseñado y para eso iba a morir de la forma en la que iba a morir.

Nosotros, como es evidente, ya sabemos cómo murió pero entonces, aquellos que le escuchaban sólo podían atender a la esperanza que suponía que Jesús cumpliría con su promesa y que, en efecto, les iba a preparar lo que tanto ansiaban. Y aunque, como decimos, nosotros estamos al cabo de la calle de la muerte de Cristo, estamos en la misma situación de aquellos que entonces vivieron junto a Él: anhelamos las mansiones pero no por ser tales (estaríamos, igualmente, en la intemperie mayor que allí haya) sino por estar donde está: junto a Dios.

Al fin y al cabo, como dice la teóloga Jutta Burggraf en su “Teología Fundamental” (RIALP, segunda edición, 2002)

“En el hombre no se da sólo la experiencia de la finitud, sino también la esperanza. Aun conscientes de la breve duración de la vida, no dejamos de trabajar, de luchar y de buscar la felicidad. Nuestro esfuerzo se proyecta hacia adelante, apunta a algo que pueda realizarse en plenitud. Persigue algo total. Pensamos en algo más que en la experiencia pasajera de la felicidad terrena. Esto significa que trascendemos todo lo que se puede experimentar y conseguir, que estamos constantemente en camino, nunca realizados, que tenemos siempre hambre y sed de más verdad, más justicia y más felicidad. La realización de este deseo insaciable de una plenitud última, de una justicia perfecta y una verdad infalible es algo que el hombre no puede alcanzar por sí sólo. Todo intento sería en vano”.

Acude, también, a nosotros, en explicación de bien supremo que esperamos, lo que el sacerdote y teólogo José Antonio Sayés escribe, en el apartado referente al Cielo, en su libro “¿Por qué creo? Las preguntas sobre la fe” (BAC Popular, 2013) cuando, al final de tal apartado (y final del libro y que es, por cierto, una maravillosa forma de terminar), dice que

“A los veinte años pasé un verano en Inglaterra y, en la Torre de Londres, visité las mazmorras donde estuvieron hombres como Tomás Moro o el obispo de Londres J. Fisher, antes de que les cortaran la cabeza. Y en una de esas paredes, ennegrecidas por el paso del tiempo, uno de ellos escribió: ‘Postrema Christus’: al final Cristo. Ya sé a dónde voy. Entonces le veré.

Y así ha de ser nuestra esperanza suprema y lo que esperamos. Confiamos (así creemos) en la labor de Cristo en la vida eterna que, al decir que va a prepararnos es que, en efecto, va a prepararnos nuestra estancia junto a Dios y, aunque sea más que cierto que no podemos entender cómo será eso ni cómo está preparándonos las tales mansiones, aspiramos a verlo un día. Así, cuando seamos llamados por Dios a su definitivo Reino y hayamos cumplido con nuestra obligación de presentarnos antes El con el alma (que hemos dicho y mostrado que existe) limpia y blanca o, mejor blanca y, por tanto, limpia, entonces, entonces, lo comprenderemos tras verlo y, como dice San Pablo en 1 Cor 13, 12:

“Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara”.

¿Hay algo mejor para esperar?

4. La suprema creencia en la vuelta de Cristo en su Parusía

Es bien cierto que esperamos la vida eterna. Pero, además de eso hacemos lo propio con el momento supremo de nuestra vida eterna que será cuando Cristo vuelva a juzgar a vivos y a muertos.

Creemos, primero, que existe el alma; después, creemos que ha de terminar, por así decirlo, en el Cielo, en el Purgatorio o en el Infierno. Y, partiendo de tan elemental base espiritual estamos seguros que el Hijo de Dios vendrá en toda y con toda su gloria para terminar la misión encomendada por el Padre.

Jesús nos lo dice en el texto que encabeza esta parte de la serie. Por tanto, cuando todo lo haya preparado volverá y, es más, nos llevará con él. Y esto tiene que ver, sobre todo, con lo que de esperanza anida en nuestro corazón pues, como no sabemos cuándo será tal momento, es bien cierto que debemos estar preparados pero también lo es que no estando ya en el mundo de los vivos, anhelemos más aún nuestra resurrección y que la misma sea para la vida eterna.

A este respecto, se nos dice en Lumen gentium (48) que

“La Iglesia […] ‘sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo’”.

Y el número 1045 del Catecismo de la Iglesia Católica, refiriéndose a tal momento, que

“Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era ‘como el sacramento’ (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), ‘la Esposa del Cordero’ (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua”.

Creemos, pues, en la Parusía. Y lo hacemos con la esperanza absoluta que corresponde a un hermano de Cristo que confía en la fidelidad del Hijo de Dios. Será, entonces, nuestra resurrección, momento en el que el cuerpo, abandonado por el alma al morir vuelva a unirse, de forma misteriosa con la parte espiritual de nuestro ser.

5. En suma: doctrina de Cristo e Iglesia de Cristo son el camino

Sin embargo, después de lo aquí dicho hay algo que no podemos soslayar o tener como no verdad: está muy bien que queramos alcanzar la vida eterna; está bien que Dios lo esté preparando todo para que allí habitemos por años sin término (como dice el Salmo 23). Y es, pues, muy recomendable creer en ello porque nos va la vida eterna en tal creencia. Pero, al fin y al cabo, esto no se alcanza porque sí y por la aplicación directa e inmediata de la misericordia de Dios.

El Creador espera de nosotros algo más que creer en el Cielo y tener por menos malo el Purgatorio y como insoportable la terrible pena de daño (en su grado extremo de dilación, para siempre, de la gloria) de no ver nunca a Dios, que se soporta en el Infierno (eso sin hablar de la de “daño” que allí mismo se sufre). Eso es de creer que el Todopoderoso lo tiene por demás siendo la aceptación de la doctrina de Cristo y, es más, el tener a la Iglesia fundada por el Maestro como guía en el camino hacia el definitivo Reino de Dios, lo que el Creador espera de sus hijos.

Dice Cristo, por eso mismo, que el camino ya lo sabemos…

Por tanto, según nos consta como creyentes católicos, sólo podemos actuar según sea la voluntad de Dios expresada a través de las palabras y obras de su Hijo Jesucristo. Por eso, el P. Antonio Rivero L.C. en su obra “Jesucristo” nos dice que

“Al mismo tiempo, la actitud cristiana ha de ser la confianza, porque a los justos Cristo se mostrará lleno de dulzura y de encanto, ya que, como se lee en Isaías: ‘contemplarán al Rey en su belleza’ (33, 17). Por nuestra parte, hemos de tomar al pie de la letra la admonición de san Pablo: ‘¿Quieres no temer a la autoridad? Haz el bien, y merecerás elogios de ella” (Rm 13, 3)’.

Confiando, así, en la bondad y misericordia de Jesucristo alcanzaremos la vida eterna que es la que anhela el ser humano desde que comprendió que Dios era Padre y tenía un Reino (el definitivo después de que Cristo lo trajera al mundo y lo implantará aquí) donde Quien puede está preparándonos un sitio. Y eso es lo que esperamos y ansiamos,

“Como busca la cierva
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío;

tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?”

(Salmo 41)

¿Cuándo, pues, veremos el rostro de Dios?

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.

Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa
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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Nosotros ansiamos la vida eternal. En el mismo nivel de ansia debe estar nuestra correspondencia a Dios.

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Para leer Fe y Obras.
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1 comentario

  
Eduardo Cabrera
Le rogaría que profundizara en la "resurrección de la carne". Muchas gracias.

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EFG

Con la ayuda de Dios haré lo que usted propone pero, creo que será al final de la serie que tampoco va a ser muy extensa.
18/06/14 4:08 PM

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