Serie Fundación GRATIS DATE – Diez lecciones sobre el martirio, de Paul Allard

Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hacer el bien por los hermanos en la fe en materia de formación espiritual ha de producir gran gozo en el Padre Dios.

Y, ahora, el artículo de hoy.

GRATIS DATE

Escribir de la Fundación GRATIS DATE es algo, además de muy personal muy relacionado con lo bueno que supone reconocer que hay hermanos en la fe que tienen de la misma un sentido que ya quisiéramos otros muchos.

No soy nada original si digo qué es GRATIS DATE porque cualquiera puede verlo en su página web (www.gratisdate.org). Sin embargo no siempre lo obvio puede ser dejado de lado por obvio sino que, por su bondad, hay que hacer explícito y generalizar su conocimiento.

Seguramente, todas las personas que lean estas cuatro letras que estoy juntando ya saben a qué me refiero pero como considero de especial importancia poner las cosas en su sitio y los puntos sobre todas las letras “i” que deben llevarlos, pues me permito decir lo que sigue.

Sin duda alguna GRATIS DATE es un regalo que Dios ha hecho al mundo católico y que, sirviéndose de algunas personas (tienen nombres y apellidos cada una de ellas) han hecho, hacen y, Dios mediante, harán posible que los creyentes en el Todopoderoso que nos consideramos miembros de la Iglesia católica podamos llevarnos a nuestros corazones muchas palabras sin las cuales no seríamos los mismos.

No quiero, tampoco, que se crean muy especiales las citadas personas porque, en su humildad y modestia a lo mejor no les gusta la coba excesiva o el poner el mérito que tienen sobre la mesa. Pero, ¡qué diantre!, un día es un día y ¡a cada uno lo suyo!

Por eso, el que esto escribe agradece mucho a José Rivera (+1991), José María Iraburu, Carmen Bellido y a los matrimonios Jaurrieta-Galdiano y Iraburu-Allegue que decidieran fundar GRATIS DATE como Fundación benéfica, privada, no lucrativa. Lo hicieron el 7 de junio de 1988 y, hasta ahora mismo, julio de 2013 han conseguido publicar una serie de títulos que son muy importantes para la formación del católico.

Como tal fundación, sin ánimo de lucro, difunden las obras de una forma original que consiste, sobre todo, en enviar a Hispanoamérica los ejemplares que, desde aquellas tierras se les piden y hacerlo de forma gratuita. Si, hasta 2011 habían sido 277.698 los ejemplares publicados es fácil pensar que a día de la fecha estén casi cerca de los 300.000. De tales ejemplares, un tanto por ciento muy alto (80% en 2011) eran enviados, como decimos, a Hispanoamérica.

De tal forman hacen efectivo aquel “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8) y, también, “dad y se os dará” (Lc 6,38) pues, como es de imaginar no son contrarios a las donaciones que se puedan hacer a favor de la Fundación. Además, claro, se venden ejemplares a precios muy, pero que muy, económicos, a quien quiera comprarlos.

Es fácil pensar que la labor evangelizadora de la Fundación GRATIS DATE ha des estar siendo muy grande y que Dios pagará ampliamente la dedicación que desde la misma se hace a favor de tantos hermanos y hermanas en la fe.

Por tanto, esta serie va a estar dedicada a los libros que de la Fundación GD a los que no he hecho referencia en este blog. Esto lo digo porque ya he dedicado dos series a algunos de ellos como son, por ejemplo, al P. José María Iraburu y al P. Julio Alonso Ampuero. Y, como podrán imaginar, no voy a traer aquí el listado completo de los libros porque esto se haría interminable. Es más, es mejor ir descubriéndolos uno a uno, como Dios me dé a entender que debo tratarlos.

Espero, por otra parte, que las personas “afectadas” por mi labor no me guarden gran rencor por lo que sea capaz de hacer…

Diez lecciones sobre el martirio, de Paul Allard

Diez lecciones sobre el martirio

Desde que Jesucristo, mártir por excelencia, murió en aquella cruz muchos han sido los creyentes que han dado su vida por Él y, dándola, han actuado, en tan difícil momento, de una forma caritativa y misericordiosa. Por esto este libro de Paul Allard corresponde a tan gran entrega analizando, en diez conferencias-lecciones, un tema tan sugerente para un cristiano: hay personas que han despreciado su propia vida porque tenían una causa mayor para entregarla.

Dice el P. José María Iraburu (que ha hecho la versión abreviada de la misma y ha escrito la introducción y el final), al respecto de esta obra, que “En la obra de Paul Allard que ahora presento abrevio mucho su amplio estudio sobre el martirio. En él se recogen diez conferencias que el autor pronunció en el Instituto Católico de París (febrero y abril de 1905)”

En el “final” de este libro, dice el P. José María Iraburu, al referirse a lo que el beato Juan Pablo II, en su Veritatis splendor, entiende que debe hacer el cristiano y que no es otra cosa que mantenerse fiel a Cristo “cuando se ve en la prueba extrema del martirio” (palabras del Papa polaco), que (p. 94) “no se refiere el Papa sólo al martirio de muerte, sino también a la fidelidad heroica que tantas veces es necesaria en este mundo actual para ‘permanecer’ en Cristo y en su Iglesia”.

En realidad, existe un claro rechazo al martirio. Esto quiere decir que no existe el común convencimiento de que es necesario oponerse, de forma efectiva, al mundo y a sus propuestas para mantenerse, precisamente como dice el beato Juan Pablo II, fiel a Jesucristo.

Y, a tal respecto, encuentra el P. Iraburu una serie de causas del citado rechazo que enumera de la siguiente manera:

1. El horror a la cruz (p. 95)
2. La seducción de un mundo lleno de riqueza (p. 95)
3. El pelagianismo y el semipelagianismo (p. 95)
4. El liberalismo (p. 96)

No extrañe, por lo tanto, que poco después (p. 97) diga que “Los cristianos verdaderos saben que con bastante frecuencia -hoy, como en otros siglos- van a verse ante esta sencilla alternativa: o dan testimonio de Cristo con sus palabras y sus obras, como mártires suyos ante los hombres, o desfallecen en la prueba y, renegando del Salvador, vienen a ser lapsi, caídos, vencidos, cristianos infieles”.

Por eso sólo quien, en realidad, tiene en cuenta en su vida a Cristo con todas sus consecuencias, puede llamarse y ser llamado (según se entiende hoy día el término) “mártir” porque (p. 98) “Sólo abrazada a la Cruz de Cristo puede «la Iglesia del Dios vivo» ser en el mundo «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15)”.

Y a eso, a la exposición del martirio desde muchos puntos de vista dedica Paul Allard este libro. Y lo divide, quien lo ha editado, en diez partes que corresponde a cada una de las lecciones que, abreviadas, ha traído a Gratis Date el P. José María Iraburu.

Lección primera, referida, a saber, a “Apostolado y martirio”.

Aquí nos dice, el autor del libro, que “el significado primero de la palabra mártir es el de testigos oculares de la vida, de la muerte y de la resurrección de Cristo, encargados de afirmar ante el mundo estos hechos con su palabra. Desde el primer día este testimonio se dio en el sufrimiento y, como hemos visto, en la alegría de padecer por Cristo. Enseguida, después de estas primeras pruebas, vino el sacrificio de la misma vida, como testimonio supremo de la palabra.

Ya Jesucristo lo había predicho a los Apóstoles: ‘Seréis entregados a los tribunales, y azotados con varas en las sinagogas, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por mi causa, y así seréis mis testigos en medio de ellos’ (Mc 13,9; +Mt 10,17-18; Lc 21,12-13).”

Así, llevando el cristianismo a Asia Menor, Grecia, Italia, Galia, España, norte de África, Germania, Bretaña o lugares como las Penínsulas Balcánicas o Fenicia, se produce una clara relación entre (p. 6) “predicación del Evangelio y martirio” pues era más que común, digamos que normal, que manifestar una creencia distinta a la de los lugares donde era llevada la Palabra de Dios, supusiera la casi asegurada muerte y la misma bajo la expresión del martirio.

Lección segunda, referida, a saber, a “Difusión del cristianismo fuera del Imperio”.

Es evidente que el cristianismo se propagó con una, digamos, “rapidez” bastante acusada. El caso es que (p. 13) “La rápida difusión del cristianismo en medios tan diferentes, y aún hostiles a veces entre sí, adaptándose tanto a las inteligencias más cultivadas como a las más toscas, conquistando al mismo tiempo a los griegos de la brillante Jonia o a los indígenas de la brumosa Bretaña, no habiendo para él ‘ni griego ni bárbaro’ [Col 3,11] es un hecho histórico para cuya explicación no bastan las leyes ordinarias, sobre todo si se tiene en cuenta que este desarrollo se logró en medio de obstáculos y persecuciones, y que, como dice Tertuliano, cada nuevo creyente era un candidato al martirio. Y esta historia prodigiosa, por otra parte, no sería completa si limitáramos nuestra atención al cuadro único del Imperio Romano.”

El cristianismo, pues, traspasó las férreas barreras del poder romano y llegó donde, seguramente para los primeros cristianos, hubiera sido imposible pensar que eso fuera posible y se llevó a cabo una intensa vida cristiana tanto dentro de la capital del Imperio como en las zonas más alejadas del mismo. Y es que (p. 20) “En toda esta vitalidad de la Iglesia de aquellos años hay algo de extraordinario. Se engaña totalmente quien imagina que, en aquellos turbulentos siglos, en que la persecución, aunque no continuamente declarada, era una espada siempre pendiente sobre la Iglesia, ésta permanecía como soterrada, atenta sobre todo a esquivar los golpes que le amenazaban. A veces los paganos calificaban al pueblo cristiano de tenebrosa et lucifuga natio (Minucio Félix, Octavio 8), pero sólo era así en su imaginación. En realidad la Iglesia vivía a la luz del sol, y nunca se configuró como sociedad secreta, como bien lo muestran los datos que acabamos de recordar.”

Luz, luz, luz llevada en nombre de Cristo…

Aquella luminaria que iluminaba al mundo y que, por doquier, daba muestras de fidelidad de sus miembros a manos de los enemigos más inquebrantables.

Lección tercera, cuyo título es, a saber, “La legislación persecutoria”.

Fue en el año 64 cuando, a manos de Nerón, se inició, digamos, la matanza de discípulos de Cristo. Pues bien, desde tal momento hasta el año 313 (Edicto de Milán, dado por Constantino el Grande), dice Paul Allard, que (p. 21) “los fieles cristianos vivieron en una atmósfera jurídica hostil tanto a la libertad de sus creencias como a la seguridad de sus personas y bienes”. Así, a lo largo de tal tiempo se sucedieron tiempos de gran persecución que alternaban con otros en los que, digamos, se “relajaba” la misma porque, no obstante no podemos olvidar esto, el número de cristianos iba creciendo y podemos decir que en el siglo IV, a principios del mismo, la implantación (p. 26) “del cristianismo era ya tan grande en el Impero que muchos funcionarios y magistrados lo profesaban públicamente”.

No obstante, la cosa no era tan fácil como pudiera pensarse a pocos años del citado Edicto de Milán. Y eso porque (p. 26) “El año 303 un nuevo edicto ordena que sean arrasadas las iglesias, que se quemen las Sagradas Escrituras, que cuantos cristianos haya constituidos en dignidad pierdan sus honores, que el pueblo cristiano, si persiste en su fe, sea encarcelado (Eusebio, Hist. Eccl. III, 2). Este edicto se aplicó muy eficazmente en todo el Imperio. Y aunque no mencionaba la pena de muerte, de hecho se aplicó a no pocos cristianos, que se negaban a entregar las Escrituras santas.

Surgen nuevos edictos. En 303 se manda encarcelar a todos los jefes de las iglesias. Un tercer edicto, en el mismo año, dispone que sean puestos en libertad los eclesiásticos presos que consientan en sacrificar a los dioses; y que sean sujetos a tortura los que no acepten hacerlo. Estos tres edictos, casi seguidos, muestran hasta qué punto el Imperio temía a la Iglesia.

Un cuarto edicto es dictado en el año 304, esta vez de alcance masivo, como el de Decio. En él se dispone que «todos, en todas las regiones, en todas las ciudades, ofrezcan públicamente sacrificios y libaciones a los ídolos» (De martyribus Palestinæ 3).

Ahora, en esta persecución de Diocleciano, la guerra a los cristianos se hace total.”

Pero, entonces o, mejor, poco después, llegó la llamada “paz de Constantino”, correspondiendo, el resto de lecciones, a analizar distintos aspectos del martirio y de los mártires.

Lección cuarta, cuyo título es, a saber, “Causas de las persecuciones. Número de mártires”.

En realidad, podemos decir que no es que existiera una sola razón o causa para que los discípulos de Cristo fueran perseguidos de la forma que fueron perseguidos. Es más, entiende Paul Allard que son dos causas las generales que son, a saber, el “prejuicio popular” (p. 28) que se tenía contra nuestros hermanos en la fe porque, por ejemplo, al principio eran confundidos con los judíos por el pueblo llano que tenía muchos prejuicios contra el pueblo elegido, antes, por Dios. Además, muchas de las prácticas cristianas no estaban de acuerdo, para nada, con las que llevaban los paganos.

Pero, además, existía mucho prejuicio de parte de los políticos propios del Imperio. Así (p. 29) “Hacia el siglo III, concretamente, ya los antiguos prejuicios populares, al menos los más groseros, estaban ampliamente desmentidos por la realidad. Pero los políticos seguían viendo en los cristianos con gran reticencia: se les veía alejados de cargos públicos, apartados de las fiestas cívicas, reacios por completo al culto nacional y a la adoración idolátrica, más aún, empeñados en apartar a otros ciudadanos de una religión cuyos principales pontífices eran el Emperador y las altas autoridades políticas. Todo esto lo entendían como misantropía, como “odio al género humano’”.

Pero, además, existían muchas “pasiones personales” (p. 31) y, como tales, expresión de egoísmo puro que llevó, por ejemplo (en la primera gran persecución) a Nerón a acusar a los cristianos del incendio de Roma y a tener que soportar, aquellos hermanos nuestros, el odio general del habitante del Imperio.

Por otra parte, no es posible saber el número de mártires que causaron aquellas graves persecuciones. Sí es cierto que debieron de ser bastantes miles pues es de pensar que en más de 200 años desde que Nerón comenzara la persecución hasta el Edicto de Milán, fueron muchos hermanos los que dieron su vida en calidad de mártires. Son conocidos, eso sí, muchos de ellos, por haber acabado siendo santos o alcanzar gran predicamento entre los discípulos de Cristo (ejemplo, por ejemplo, son el Papa Telesforo, San Justino o, p. 31, “aristócratas víctimas como Clemente, Domitila, Acilio, Galabrio…”). En fin, que, a pesar de que tengamos una relación de mártires, lo bien cierto es que, según eran las costumbres de aquellos tiempos, muchos de los nuestros subieron al cielo de forma inmediata según actuaron.

Lección quinta, cuyo título es, a saber, “Condición social de los mártires”.

Que el cristianismo fue ganando para su causa espiritual a personas de todas las clases sociales es más que conocido y sabido pues, como muy bien dice Paul Allard (p. 34) “Apenas nacido, el cristianismo, en un prodigio sobrehumano de difusión, invade a todos los pueblos, culturas, lenguas, y también clases sociales”.

Así, había “esclavos mártires” (p. 35), “humiliores” (los más pobres de entre los libres) mártires (p. 38), “aristócratas” mártires (p. 29), “mártires de clase media” (p. 40) e incluso muchos “soldados” mártires (p. 40) pues a la milicia llegó con mucha fuerza la Palabra y la Ley de Dios.

Vemos, pues, que el cristianismo no dudó, siquiera pensó en hacerlo, en ocupar todos los corazones de los que fue capaz de llenar.

Lección sexta, cuyo título es, a saber, “Padecimientos morales de los mártires”.

Cualquiera puede suponer que los mártires estaban sometidos a toda clases de perjuicios personales. No sólo la pérdida de la propia vida (que ya era importante) sino, por ejemplo, la “confiscación de los bienes” (p. 43) o la “degradación cívica y militar” (p. 44).

Tampoco era extraño que hubiese cristianos que apostataran de su fe dadas las circunstancias por las que estaban pasando y lo poco fieles que se mostraban a Jesucristo. Por eso, incluso, no eran pocos los que hacían ciertas concesiones al paganismo mientras mantenían una vida cristiana siendo, digamos, entre los hombres donde se encontraba el grupo más numeroso que más dificultades encontraba para la conversión pues las mujeres (p. 47) “Las mujeres hallaban menos obstáculos en el camino de su conversión. No les era difícil conciliar su condición de cristianas y su posición social. La vida exterior de una dama cristiana noble no debía diferir necesariamente en mucho de una pagana honesta de su misma condición. Tampoco era para ellas tan difícil abstenerse de cultos idolátricos y de espectáculos indecentes. Algunas, sin embargo, presionadas por las circunstancias, hacían concesiones injustificables, llevando una vida medio cristiana y medio pagana”.

Y, sin embargo, fueron las mujeres las que sufrían pruebas muy difíciles de superar ante el momento del martirio. En realidad, esto no es de extrañar porque (p. 48) “tenían escasa protección jurídica ante los jueces”. Es más (a continuación) “Los romanos, a pesar de su civilización refinada y sumamente culta, ignoraban por completo una delicadeza que hoy nos parece elemental”.

Además, existía una prueba muy difícil de superar para aquellos cristianos que se veían abocados al martirio: su propia familia que, a lo mejor, no profesaba la fe cristiana y los incitaba a apostatar de la que sostenía a sus hijos, maridos o mujeres que no querían, al contrario de las proposiciones que se les hacía, abandonar a Cristo y a una fe con la que gozaban tanto.

Lección séptima, cuyo título es, a saber, “Los procesos de los mártires”.

En esta lección se habla de todo aquello que estaba relacionado, como su título indica, con el proceso judicial que sufrieron aquellos hermanos nuestros. Así, desde el arresto (p. 53), pasando por el tiempo que estaban encarcelados (p. 54) y la vida que llevaban en prisión (p. 55) pasando por los terribles interrogatorios (p. 58) a los que eran sometidos, las torturas (p. 60) propias de sus casos para hacerles abandonar su fe o sacrificar a los dioses paganos.

Y ante la sentencia (p. 62) una realidad que, seguramente, debía dejar sorprendidos a sus captores, acusadores y jueces: los mártires aceptaban con gozo aquello que estaban a punto de sufrir. Así (p. 63) “Perpetua y sus compañeros son consolados en la cárcel por Cristo poco antes de morir: ‘besamos al Señor y Él nos acarició la cara’. Y confiesa: ‘Te doy gracias, oh Dios, pues fui alegre en la carne y aquí soy más alegre todavía’ (12). El público queda asombrado al ver que Carpos sonríe en el interrogatorio y durante la tortura. También Teodosio mantiene la sonrisa. El decurión Hermes bromea al ir al suplicio (Acta S. Philippi 13). Las crónicas refieren muchas veces la actitud serena y alegre de los mártires (Passio S. Pionii 21; Passio S. Saturnini et Dativi 4)”.

Lección octava, cuyo título es, a saber, “Los suplicios de los mártires”

Es curioso, según hoy vemos las cosas, que (p. 64) “El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el mártir que recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a destierro, deportación, trabajos forzados o pena de muerte” siendo esta última la que abundó sobre las demás pues era evidente que los llamados mártires no estaban dispuesto apostatar de su fe y, ante tal situación, que fueran sometidos a decapitación (p. 67), echados a la hoguera (p. 68) o a las fieras (p. 69) era lo más normal. Y, sin embargo, no podemos olvidar penas como la crucifixión (p. 71), la sumersión (p. 72) u otros suplicios como, por ejemplo, el estrangulamiento. Estamos más que de acuerdo con Paul Allard cuando dice que (p. 73) “No hay invención maligna, por cruel que sea, que no fuera imaginada por magistrados y verdugos, exasperados por la paciencia de los mártires” asistidos, en esto también estamos de acuerdo, por Dios en momentos tan difíciles de sus existencias mortales.

Lección novena, cuyo título es, a saber, “El testimonio de los mártires”

Aquellas personas que, siguiendo a Jesucristo, dan su vida por el Hijo de Dios y, además, perdonan a los que les producen la muerte, dan un testimonio de su fe muy a tener en cuenta. Y esto porque (pp. 75-76) “Los mártires son testigos no de una opinión, sino de un hecho: el hecho cristiano. Algunos, según expresión de San Juan, lo han visto nacer, han conocido a su autor, ‘han tocado con sus manos al Verbo de la vida’ (1Jn 1,1). Otros han conocido ese hecho por una tradición viva, a través de una cadena de la que pueden ser comprobados cada uno de sus eslabones. Entre el testimonio que los mártires dan de esta tradición y la muerte de los herejes, que rehúsan abandonar una opinión nueva, casi siempre extraña a la tradición y destructora del hecho cristiano, no hay una medida común. Aunque en ambos casos fueran iguales la sinceridad y la valentía, el valor del testimonio es desigual, o por decirlo mejor, solamente los primeros tienen derecho al título de testigos”, pues no debe creerse que, aunque la muerte de unos y otros pudiera ser igual, lo era de igual forma el sentido de la misma.

Como es de imaginar, que hubiera unas personas (más que numerosas) que murieran de una forma tan especial debía producir impresión honda en el corazón de muchos paganos. Así, dice Tertuliano (y recoge Paul Allard en la página 81 y 82 de su libro) que “’muchos hombres, maravillados de nuestra valerosa constancia, han buscado las causas de tan extraña paciencia, y cuando han conocido la verdad, se han pasado a los nuestros y han caminado con nosotros’ (Ad Scapulam. 5). ‘Esta obstinación de la que nos acusáis es una enseñanza para vosotros. ¿Quién puede verla sin conmoverse y sin tratar de hallar su causa? ¿Y quién, habiéndola conocido, no se vendrá con nosotros?’ (Apolog. al final)”.

También recoge Eusebio (Hist. Eccle. VI, 5, según lo trae a su libro Paul Allard) que “A principios del siglo III, por el edicto de Septimio Severo, el prefecto de Egipto condena a muerte a la cristiana Potamiana y a su madre Marcela. Aquella joven cristiana, habiendo vencido toda clase de lazos tendidos contra su fe y su virtud, es conducida al suplicio por el soldado Basílides, que está conmovido por su valentía y que la defiende de los gestos y gritos obscenos de algunos espectadores. Llegados al lugar del suplicio, Potamiana le da las gracias por su compasión y le promete interceder por él ante Dios. Nunca olvidó el soldado lo que entonces oyó y vio. La joven fue sumergida lentamente en una caldera de betún inflamado, y murió cuando fue introducida hasta el cuello. Una noche se le apareció Potamiana, la cual le puso una corona en la cabeza y le aseguró que le había sido concedida la gracia divina. Algún tiempo después aquel soldado se declaraba cristiano, y conducido ante el prefecto, persistió en la confesión de la fe. Encarcelado, él mismo contó a los cristianos que le visitaban esta historia, y poco después fue decapitado. El martirio de una virgen transformó a un soldado en un mártir”.

Lección décima, cuyo título es, a saber, “Honores rendidos a los mártires”.

Está más claro y es más que evidente que los mártires cristianos son, para sus hermanos en la fe, un ejemplo muy importante a tener en cuenta. Su fidelidad a Cristo y su muerte nos ponen ante un espejo que no podemos rehusar o tener como no válido para nuestras existencias. Y si eso es ahora mismo lo que tenemos como real y cierto en los martirizados por nuestra fe en nuestros días, es de imaginar qué sentido tendrían los cristianos de los primeros siglos con aquellos de los suyos que se habían comportado de una manera tan grande y maravillosa.

Por eso era normal que (p. 89) “Una muestra principal de la devoción de los fieles a los mártires es el empeño que ponían en ser enterrados junto a sus sepulcros, como si eso les ayudara a entrar con ellos en el cielo” pues, además (p. 89) “El mayor honor que los cristianos rinden a sus hermanos mártires es solicitar asiduamente su intercesión poderosa junto a Dios. Y cuando aún vivían en la tierra, los mismos mártires tuvieron clara conciencia de este poder suyo de intercesión ante el Señor, por quien ofrecían su vida”.

Por eso, una vez finalizado el tiempo de persecución, y dada la gran devoción que se tenía por los mártires habidos hasta entonces (p. 91) “junto a las tumbas de los más célebres testigos de Cristo, o encima de ellas, van alzándose basílicas grandiosas, capaces de contener, bajo sus artesonados resplandecientes de oro, la multitud de los fieles (Prudencio, Peri Stephan. XI, 213-216; III,191-200). Cesadas las persecuciones, las iglesias establecen sus calendarios litúrgicos, reservando fiestas de aniversario para sus mártires más ilustres, y constituyéndolos patronos de ciudades y pueblos”.

Y termina sus lecciones con una “síntesis” en la que dice, por ejemplo, que “La fe en Cristo penetra al mismo tiempo el mundo de los civilizados y de los bárbaros, de los letrados y de los ignorantes, de los esclavos, de la aristocracia y de la burguesía, introduciéndose en las condiciones de vida más diversas.

Este hecho impresionante es tanto más admirable siendo así que los convertidos, al hacerse cristianos, sabían perfectamente a lo que se comprometían, pues ninguno ignoraba que desde el momento de su conversión quedaban expuestos a ser perseguidos como enemigos del Estado y de los dioses, y a ser abrumados por toda suerte de calumnias y de marginaciones. Muy grande ha de ser el atractivo de la fe cristiana para atraer tanto a tantas personas de diferentes razas, lenguas y pueblos, que al hacerse cristianos ponen sus cabezas bajo una espada que en cualquier momento puede matarles”.

¡Alabados sean aquellos que saben lo que son y lo demuestran!

Eleuterio Fernández Guzmán

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