La muerte que da la vida eterna

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Cristo entregó su vida para que cumpliese lo que estaba escrito. No deberíamos olvidar nunca que se escribió para nuestra salvación.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Cruz y vida eterna

“No quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo”.

En la Epístola a los Gálatas, San Pablo (6,14) nos hace partícipes de una verdad sin la cual, el discípulo de Cristo, no puede caminar por el mundo hacia el definitivo Reino de Dios manteniendo que lo es: la cruz de Jesús la que ha de complacer nuestra propia existencia y, según ella, obrar en nuestro devenir.

Hagamos, ahora, como recomienda San Josemaría, e imaginemos como que estamos entre los testigos de la Pasión, de los últimos momentos de vida humana de Nuestro Señor Jesucristo. Así, viviremos, de nuevo, lo que fue una muerte aceptada por Cristo pero no, por eso, menos inmerecida.

Atormentada el alma, el cuerpo demudado de espanto,
vuelto el rostro hacia Dios y su espíritu ansioso, ya, por hallarlo,
llega Jesús al Calvario, monte Gólgota llamado,
lugar donde se designó fuera crucificado.

Ya se tumba sobre el madero, sobre la cruz estirado;
ya coloca, a ambos lados, sus martirizados brazos.

Avanzando, sin espera, para cumplir la sentencia,
clavan con saña las manos a la sufrida madera,
clavándole los pies cerca de la ensangrentada tierra.

A su lado dos ladrones esperan la muerte cierta.

No conformes con el agravio que le estaban infiriendo
el ropaje se reparten despojándolo de su dueño,
dejando el cuerpo de Cristo de las vestiduras desprovisto,
incrementando la desvergüenza de tan grande sacrilegio.

Cuelga del central madero cartel para su escarnio,
nombrándolo de los judíos rey para reírse de tal cargo,
porque no quiso Pilatos modificar lo que había dicho
en un infausto momento, acobardado y vencido.

Queriendo Cristo llegar hasta el último momento,
entregado a su futuro y sin limitar el tormento
rechaza el bebedizo para el dolor mitigado,
no acepta aquella mirra que le ofrece aquel soldado,
mas pronuncia ese ruego a su padre destinado:
¿por qué me has abandonado?; sabido ya que antes,
en Getsemaní orando, entregó la vida a su Dios,
que fuera lo que su voluntad hubiera pensado.

Llevado de ese amor que en vida había atesorado
perdona a los criminales que muerte le estaban dando,
creía, y lo decía, que ignoraban su trabajo,
que la misericordia del Padre también llegase a esas manos,
que no les tuviera en cuenta el cumplimiento de lo mandado.

Como ni el más malvado de los acusados el tránsito hace solitario,
ni es abandonado por todos los que quieren recordarlo,
a los pies de sus maderos sufren Juan, el más amado,
y su madre inmaculada conocida por María.
Encomienda la vida del amigo a quien más amó Cristo,
entrega, como testigo y transmisor de su vida,
a quien tanto quiso el Hermano, que se hicieran compañía,
que pasaran juntos los tiempos que de su vida les quedara.

Apenas sin fuerza o resuello, ahogados los pulmones,
dejado su cuerpo caer hacia el corazón del cielo,
siente llegado el momento de su final terreno,
de partir hasta encontrarse en el de su padre Reino,
a interceder por los hombres que dejaba en aquel suelo.
Dejando en manos de Dios el más santo espíritu hecho
se rasga el velo del Templo dando a entender el duelo
y viendo como el centurión, que vio el acontecimiento,
dijera a voz por dentro que era, de Dios, el hijo verdadero.

Ya vienen a quebrarle las piernas para dar final bien cierto,
para no prolongar la agonía de tan lacerado cuerpo,
por ser la tradición de tan bárbaro tormento.
Mira el verdugo e inquiere, mente insana, sangrante flagelo,
y le clava la lanzada en el costado derecho
para que se cumpla la Escritura de no romperle ningún hueso.

Ha muerto ya el más justo, para seguir viviendo.

Jesús, Enviado de Dios para salvar al mundo de su perdición, tuvo una muerte muy dura pues la que lo es clavado a unos maderos junto a la incomprensión de muchos de los suyos debió suponer un dolor que iba más allá de lo físico.

Por eso la cruz, Su cruz y nuestra cruz, no es, sólo, la fijación de dos maderos que forman tal lugar de sacrificio. Supone, yendo más allá de la madera y de los clavos, una forma de actuar de la que nunca podemos huir: cada cual cargando con la suya siguiendo a Cristo.

Cruz es, para nosotros, nuestra misma y particular Pasión, nuestro proceder en un mundo que quiere apartarse de Dios y que prefiere lo mundano a lo divino, lo superficial a lo sobrenatural y profundo.

Cruz es, también, sobre todo, raíz de fe, aquello de donde, con toda sencillez, podemos obtener la savia espiritual que nos sirva para caminar hacia el definitivo Reino de Dios al que muchos, llevados por un actuar relativista y hedonista, han preterido o dejado atrás sin darse cuenta que sin tal raíz del alma su vacío es seguro y la fosa en la que caerán, profunda.

Pero la muerte de Jesús, aquel Maestro que enseñara la Verdad de Dios y viniera para hacer cumplir hasta la última tilde de la Ley de Dios, no fue en vano. Al contrario es la verdad porque lo fue para que le género humano se salvara. Por eso nos ganó, para cada uno de nosotros, la vida eterna no sin antes avisarnos acerca de que cada cual deberíamos cargar con nuestra propia cruz aunque fuera para imitar, siquiera, el camino hacia el Calvario del Hijo de Dios.

Algunos dirán que la vida eterna no es más que un deseo de quien quiere creer que después de esta vida hay algo más que vacío y nada. Sin embargo, los creyentes, los que tenemos a Dios por Padre Nuestro y sabemos de su Bondad y de su Misericordia para con nosotros, no podemos imaginar ni creer que nos hubiera creado para dejarnos en el mundo y olvidarnos. Creemos; es más, estamos seguros de ello, de que este mundo sólo es un lugar de paso y que, cuando Dios quiera, nuestra hermana la muerte nos cogerá de la mano para llevarnos, ¡lo quiera el Creador!, a saborear la vida eterna que nos ha estado preparando, desde toda la eternidad, Quien todo lo puede.

Eleuterio Fernández Guzmán

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