Eppur si muove - ¿Cargamos con nuestra cruz?

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Dios espera de nosotros que sepamos cargar con la cruz que nos ha tocado llevar. Lo mejor no es, como a veces creemos, dejarla en el suelo y seguir caminando.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Cada uno de nosotros, a lo largo de nuestra existencia, llevamos una cruz que, con mayor o menor dignidad, según sea nuestra forma de ser y de entender lo que nos pasa, mostramos o no mostramos. Sin embargo, es cierto que Jesús nos recomendó que la lleváramos y que no la dejáramos en el suelo olvidándonos de ella (cf. Lc, 14, 27; Mt 16, 24; Mc 8, 34) porque era, es, la única manera, al menos, de hacer lo que Él hizo. Y, por eso, la Iglesia católica tiene su propia cruz que somos, precisamente, nosotros mismos, piedras vivas que, a veces, somos más piedra que seres espirituales vivos en la fe.

Sin embargo, el camino de Jesús lo fue, más que otra cosa, de fe mostrada al corazón de los demás. Él mismo fue el que definió, para nosotros, esta virtud cuando Tomás, en su incredulidad, manifestó su duda tras la resurrección: “feliz el que crea sin haber visto” (cf. Jn 20,29), dijo. Ese camino lo estableció para que nosotros, sus discípulos, hiciéramos de él nuestra senda hacia el Reino de Dios. Pero, a veces tergiversamos esa fe porque nos interesa o porque los demás así lo quieren y somos y actuamos de forma políticamente correcta; vendemos ese depósito profundo que Dios nos regala por una pasión por el siglo, tierra que pisamos por un tiempo. Esta es nuestra cruz, nuestra propia cruz.

EXCURSUS

Aunque se me pueda tachar de ignorante en materia teológica para el que esto escribe Jesús nunca tuvo fe. En realidad, no podía tenerla porque la fe es creer sin haber visto y Él era Dios hecho hombre. Luego, no tenía que creer en Dios porque lo era. Él sabía que era Hijo de Dios y Dios mismo y, por eso mismo, enseñaba lo que era la fe pero no porque la tuviera sino porque era conveniente que la tuviéramos.

Quien quiera afearme la conducta está en su derecho de hacerlo.

FIN DEL EXCURSUS

El camino de Jesús tenía un sustento fundamental en la oración. A través de ella habla con su Padre, le llama Abbá, pide por aquellos que le injurian y escupen y muestra, sobre todo, una actitud misericordiosa. Y nosotros, en caso de que no nos limitemos a repetir oraciones aprendidas y demos un paso más hacia una relación más cercana con Dios, ¿qué pedimos? Quizá lo hagamos por los demás, ¿por el bien de nuestros enemigos? Esta también es nuestra cruz y, por eso mismo, su Pasión, amarga y triste traición.

El camino de Jesús estaba sometido, entera e indisolublemente, a la voluntad de su Padre. Celebramos, a lo largo de cada Semana Santa, que Jesús hizo lo que quería el Creador: ser misericordioso. Por eso murió pero no, como puede creerse por error, como si Dios quisiera que tuviera esa muerte, y muerte de cruz. Sin embargo, podemos preguntarnos cuántas veces actuamos, antes de hacerlo, tratando de conocer cuál sería la voluntad de Dios para esa concreta ocasión, cuántas veces sometemos nuestro gusto a lo mandado por el Padre, en cuántas ocasiones nos negamos a nosotros mismos para no ser nada sino lo que Dios quiera. Ese quehacer continuo, difícil, de vernos en Sus manos y mirar para otro lado es nuestra cruz y, por eso mismo, es su Pasión, abandonado totalmente en el corazón de Dios.

El camino de Jesús fue un camino de enseñanza. De su incansable labor, a toda hora esto, de tratar de dar a conocer la Palabra de Dios, el verdadero sentido de la Ley que su Padre dejó dicha para la vida del hombre para que, al fin y al cabo, aquellos duros, pedregosos, corazones, se transformaran en órganos del espíritu suaves, tiernos, blandos y refractarios a todo lo malo e insidioso del mundo, liberados voluntariamente de las asechanzas de las que, tantas veces, no nos vemos libres. Pero nosotros, desde aquellos primeros nosotros hasta los hoy actuantes en la fe en Cristo, es posible que solamos andar por caminos no muy proclives al apostolado, a ser, por así decirlo, apóstoles modernos y a difundir, cada uno de la forma que pueda o Dios le de a entender, el mensaje claro que Jesucristo vino a traer: el amor, Ley suprema del Reino de Dios, que ha de reinar en nuestras relaciones de criaturas suyas y, por eso, hemos de cambiar a aquella norma divina; es posible que nos ausentemos de la defensa de los valores cristianos y huyamos, así, de esa obligación que tenemos como discípulos del Maestro de Nazaret y Mesías esperado. Y esa es nuestra cruz y, claro, su Pasión.

El camino de Jesús fue un camino de incomprensiones, trufado con las maledicencias que sobre él se proferían, rescatando del fondo más oscuro del corazón del hombre acusaciones sin fundamento pero fundadas en la perversión de la Ley de Dios; de interpretaciones insanas de la doctrina que proclamaba porque tenían miedo de lo que podía significar en sus vidas y de la responsabilidad que se derivaba de todo aquello. Fue, por eso mismo, un andar donde muchas de las piedras de su camino se intentaron tirar contra su persona haciendo, queriendo aniquilar, ¡de la forma que fuera!, el verbo limpio y el claro mensaje. Y ante esto no se arrepintió de lo dicho, ni se vino abajo, ni dejó de hacer lo que debía. Pero nosotros, conocedores del mundo, del momento que nos ha tocado vivir, sabedores de los lobos y las serpientes que tenemos alrededor preparadas para asestarnos el golpe definitivo, también nos enfrentamos a incomprensiones y toda clase de ausencias de percepción de nuestra existencia y la existencia de nuestra fe; también podemos, somos, acusados de perturbaciones sin cuento y de todo lo malo que, en espíritu y en conciencia, pueda suceder en el mundo: oscurantismo, tenebrismo, ir contra el “progreso”, de ser reaccionarios, etc. Y ante esto también podemos optar, como le sucedió a Jesús, por dos formas de actuar: permanecemos impertérritos ante lo que nos sucede y seguimos adelante contra viento y marea o, por otro lado, acobardados, cedemos a las influencias malsanas del ambiente subjetivista y relativista, además de nihilista y conformista, que nos rodea y nos dejamos vencer por todas esas malformaciones del corazón. Aquello es nuestra cruz y nuestra reacción, a veces, la Pasión de Cristo.

Si somos capaces de cargar con nuestra cruz y, así, caminar hacia el definitivo Reino de Dios sabiendo que somos hijos de un Padre Bueno y Misericordioso, habremos hecho todo lo posible para que la Esposa de Cristo, Iglesia luego llamada católica, que el Hijo de Dios fundó, camine también. Al fin y al cabo, somos lo mismo, somos lo que el Creador quiso que fuéramos.

Eleuterio Fernández Guzmán

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