Una forma de ser cristiano

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Amar al prójimo es, en verdad, expresión de tener un corazón misericordioso y expresión exacta de lo que quiere Dios de sus hijos. No olvides que un buen hijo es aquel que honra a su padre y cumple su voluntad.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Id al mundo

De vez en cuando nos conviene bajar a la realidad de las cosas que nos pasan. Como discípulos de Cristo estamos obligados a no olvidar que, aunque no seamos de este mundo, sí estamos en él.

Por eso debemos discernir las formas, dos, distintas, que hay de ser cristiano y que coinciden, miren qué casualidad, con la falta de creencia en la Iglesia institución-sólo hombre (Jesús) y la consideración de la Iglesia institución (heredera)-Cristo, Jesucristo.

Así, hay una forma de ser cristiano pegada al mundo, que ignora que los discípulos no somos de éste, como he dicho arriba, y esa forma de ser cristiana entiende la fe como un puro uso y disfrute, acogiendo los misterios divinos como trasuntos seculares, como dejándose atrapar por lo que no se conoce de Dios para rechazar, en el fondo, esa misma divinidad porque eso se hace cuando no se corresponde, en su totalidad, con el Magisterio por no estar alejados del mundo lo que les correspondería, y en el sentido propio, ese que tanto aman.

Por eso, esa forma de ser cristiano no acaba de asumir la voluntad de Dios porque, al fin y al cabo, sería reconocer que su mundanidad no hace surco donde sembrar la semilla de la Palabra porque se han apoderado de sus sílabas apoyándose sobre el necesitado sobre el que escancian un rumor de dios (de su dios-hombre) con el que llenan sus oídos con el fuego de artificio de su retórica.

Además, esta forma de ser cristiana, cuando atiende al respeto humano para conducir sus relaciones sociales, deja de percibir el mundo como, verdaderamente, tendríamos que percibirlo. El mundo, nuestro vivir en él, ha de conducirse, puedo recomendarlo, atendiendo a lo que verdaderamente importa, independientemente de lo que quienes perciben nuestro actuar entiendan con arreglo a su concepto de la sociedad; concepto que, por otra parte, casi siempre es impuesto. El que sea sí lo que es sí y no lo que es no, expresión de Jesucristo (cf. Mt 5, 37), es la mejor manera de conducirse, no cambiando como llevados por una veleta, por la subjetividad más dañina que considera a la comunidad de personas como un campo donde sembrar nuestra propia y única cosecha; cosecha de la que obtenemos un fruto agrio, amargo, pues al excluir al otro, en un comportar egoísta, la dulzura de la entrega a ese otro la perdemos, la dejamos de tener.

Y es que esa forma de ser cristiano, tan sublime en sus pretensiones como alejada de la Verdad misma, cuando se somete, voluntariamente, a las facilidades y posibilidades de lo pragmático (refugiándose en sentirse pueblo de Dios o Iglesia pero en un sentido, digamos, exclusivista), lo primero que deja de tener es un ser que deja de ser para estar. Lo que quiero decir es que el tener pasa a ser más importante que el mismo hecho de ser, atribuyendo, así, la posibilidad , por ejemplo, de manipular a la persona, desde su concepción, atendiendo al sentido utilitario que, al fin y al cabo, tiene esta concepción perversa del mundo y de nuestra vida. Recordemos, si es necesario y para que quede bien claro, que el fin no justifica los medios, nunca, a pesar del utilitarismo rampante que, hoy día, se adueña de muchos comportamientos y conciencias, las cuales empeoran su comportar si apoyan su hacer en una equivocada concepción cristiana de la vida. Es esta forma de ser cristiano, donde sólo recubre, el espíritu, una tenue capa de la luz de Cristo.

Sin embargo, hay otra forma de ser cristiano, la que estima que podemos acudir a multitud de fuentes legítimas que nos proporcionarán una unión con nuestro Padre Eterno. Tenemos, en la Tradición y en el Magisterio de la Santa Madre Iglesia, perfectamente establecido en la Constitución Dogmática Dei Verbum (sobre la divina revelación), cuando dice, en su número 10 que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia” una posibilidad real de que nuestra relación con Dios sea real porque ”La Sagrada Tradición…y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV, 10). Eso que, a veces, se llama jerarquía para defraudar, con eso, las legítimas expectativas de los creyentes.

Así, esa segunda forma de ser cristiano ve que no estamos solos, que no nos encontramos perdidos si nos ponemos a pensar, a meditar sobre, ese “hilo invisible” que, como cordón umbilical de fidelidad, nos ha de mantener, fijado el corazón en eso, en contacto directo, íntimo, profundo, con Dios. Esa verticalidad es un sustento totalmente imprescindible para que nuestro edificio de vida, para que nuestro gozar del mundo sin abandonar a Quien lo ideó, pensó, elaboró y perfeccionó, no nos impida nuestra relación horizontal con nuestros semejantes sin la cual aquella no tendría sentido pues determinaría nuestro abandono del comunitario que tiene la Palabra de Dios, que de su letra se infiere y traduce, para nuestras vidas, con un hacer inmediato y claro. Esa verticalidad, sin la cual abandonamos, voluntariamente (y para esto Dios también nos creó y proporcionó esa posibilidad) esa filiación divina que nos constituye en cuerpo y alma, no puede fomentarse en nuestras relaciones políticamente entendidas con corrección, como afectadas por aquel respeto humano, ya mencionado, tan alejado de esa unidad de vida (Dios-Fe-hombre-realidad) sin la cual todo nuestro discurso de prédica se queda vacío, permanece falso, se hace hueco.

Por todo esto y por lo mucho que queda, seguramente, por decir o ya se ha dicho, si somos personas que gozan con su Fe; personas que se sienten agraciadas con el amor de Dios; personas que nos valemos de los medios que Él nos da para no abandonarlo; personas que pertenecemos a la segunda forma de ser cristiana; personas que, en fin, no negamos ser su imagen, su semejanza; no podemos, por tanto, hacer como si nuestro antropocentrismo no fuera teocéntrico, como si, una vez nacidos nos hubiéramos desvinculado, para siempre, del seno que nos contuvo y teniendo en cuenta que, además, como muy pusiera Jeremías (en 1,5) en boca de Dios “antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía”. Y esta unión no podemos olvidarla, pero en el verdadero sentido, aunque siempre nos espere su perdón y misericordia por el daño que podamos hacernos o hacer a nuestro prójimo.

Y es que, aunque no seamos de aquí sí estamos aquí. Y eso, se quiera o no se quiera (que es lo malo) debería afectar a nuestra existencia y, por eso mismo, no nos dirijamos al mundo con aceptación de lo que propone ni seamos débiles ante los embates del Mal. No merece Dios ver la señal de la Bestia en nuestra frente o en nuestra mano; no lo merece.

Eleuterio Fernández Guzmán

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