Serie Meditaciones sobre el Credo .- 1.- Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Presentación de la serie

El Credo

El Credo representa para un católico algo más que una oración. Con el mismo se expresa el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.

Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad y que, en la Iglesia católica esperamos el día en el que Cristo vuelva en su Parusía y resuciten los muertos para ser juzgados, unos lo serán para una vida eterna y otros para una condenación eterna.

El Credo, meditar sobre el mismo, no es algo que no merezca la pena sino que, al contrario, puede servirnos para profundizar en lo que decimos que somos y, sobre todo, en lo que querríamos ser de ser totalmente fieles a nuestra creencia.

La división que hemos seguido para meditar sobre esta crucial y esencial oración católica es la que siguió Santo Tomás de Aquino, en su predicación en Nápoles, en 1273, un año antes de subir a la Casa del Padre. Los dominicos que escuchaban a la vez que el pueblo aquella predicación, lo pusieron en latín para que quedara para siempre fijada en la lengua de la Iglesia católica. Excuso decir que no nos hemos servido de la original sino de una traducción al castellano pero también decimos que las meditaciones no son reproducción de lo dicho entonces por el Aquinate sino que le hemos tomado prestada, tan sólo, la división que para predicar sobre el Credo quiso hacer el mismo.

1.- Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.

Dios Creador

Yo soy el que soy” (Éx 3,14). Con esta forma de definirse a sí mismo, Dios da a conocer a Moisés quién es. En tal ser el que es ha de creer aquel conductor del pueblo elegido por el Creador para llevar su palabra hasta la tierra prometida. Y así lo hace.

Creer en la existencia de Dios como el Único es una forma tangible de manifestar la fe que se tiene. No nos sometemos, por lo tanto, a otro tipo de dioses menores ni supuestos mayores sino que tenemos evidencias más que suficientes como para estar en la seguridad de que quien es Todopoderoso y que, además, creó el cielo y la tierra, es Padre nuestro y así lo creemos, sostenemos y transmitimos.

Ya el profeta Isaías (64, 7-11) manifestó una seguridad tal en la creencia en Dios que le hizo dejar por escrito

“Señor, tu eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tus manos. No te excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa, mira que somos tu pueblo”

Por eso, como creemos en un solo Dios bien nos podemos abandonar al Padre como lo hizo el Beato Charles de Foucauld

Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.

Lo que hagas de mí te lo agradezco,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tu eres mi Padre.

Lo que hacemos, con esto, es manifestar nuestra creencia en Dios Todopoderoso que, además, como hemos dicho, es creador del cielo y de la tierra. Y creemos porque

“Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (Cfr. Ef 1,9); por Cristo, la Palabra hecha carne y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2)

Es, por lo tanto, a través de Jesucristo en quien hacemos concreta nuestra creencia en la omnipotencia de Dios. Confesando la misma, manifestamos tanto que, por mucho que lo parezca, el mundo no avanza en una confusión y caos que no tenga sentido; que ni el ser humano ni aquello que nos rodea es fruto del azar; que no hay una mano invisible que dirija nuestras vidas; que nuestro destino no está en manos incontrolables sino, precisamente, en la Providencia de Dios y que, en fin, no podemos decir que Dios sea una proyección de nuestras propias debilidades.

Por otra parte, cuando, a través de El Credo, oramos en el sentido de decir que Dios es, en efecto, un solo Dios estamos haciendo referencia (aún, incluso, sin conocerlo en su totalidad o sin estar al cabo de la calle de lo que eso significa) a que Dios es el origen último, universal y además, trascendente y que expresamos una superioridad de Dios, y un dominio, del mismo sobre todo el cielo y la tierra que fueron por sí mismo creados.

Y, sin embargo, hay algo más.

Cuando decimos, porque lo creemos, que Dios creó el cielo y la tierra y repetimos aquello de que al séptimo día descansó, no queremos decir o no deberíamos entender con eso, que el Creador descansó y, acto seguido, se olvidó de lo creado. Muy al contrario es lo que sucedió y sucede porque Quien todo lo creó todo lo cuida y guía y que, por decirlo pronto, el mundo está en sus manos; que el ser humano no es esclavo de Dios sino amigo e hijo suyo y que, cosa que sucedió con Jesucristo, llega a ser capaz de hacerse débil para salvarnos.

Creó, pues, Dios. Y, como dice el Apocalipsis (4, 11) “Tu has creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado”. Por eso estamos en la seguridad de que lo que existe no es producto de la casualidad sino de la puesta en práctica de un diseño inteligente en manos de una mente algo más que inteligente. Y porque “Todo lo creaste con tu palabra” (Sb 9,1) confesamos nuestra fe en tal creación y nos sometemos a ella no sin olvidar que la entregó para que no la dilapidáramos sino para que cuidáramos de misma.

En los relatos de la creación (Gen 1,1-2; 2,4-25) podemos constatar que la voluntad de Dios tiene pleno sentido en la comprensión de que lo que crea lo hace, digamos, en beneficio de lo que consideró como muy bueno haberlo creado, su criatura, su semejanza e imagen o, lo que es lo mismo, el ser humano. Somos, por lo tanto, herederos desde que Dios nos crea pues hijos suyos somos y nos dota de alma espiritual, de razón y de voluntad libres.

Creó, pues, Dios. Y lo hizo con el cielo y con la tierra o, lo que es lo mismo, con todo lo que existe y, yendo un poco más allá, con todas las criaturas espirituales y corporales. Por eso dice el Credo, en su versión de Nicea-Constantinopla, “de todo lo visible e invisible” y por eso mismo se nos concede la posibilidad, don de Dios, de tener presente en nuestra existencia, a los seres espirituales que no son de carne como somos los mortales pero que aportan a nuestra existencia de creyentes una solidez insoslayable.

Así, la existencia de los ángeles (empezando por nuestro propio Ángel Custodio), aquellos que, como dijo Jesús, “contemplan constantemente el rostro de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 18,10) ha de ser creída por todo hijo de Dios porque, a lo largo de las Sagradas Escrituras, se lee y se siente su huella porque, por ejemplo, cierran el paraíso terrenal (cf. Gn 3,24), protegen a Lot (cf. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf. Gn 21,17), detienen la mano de Abraham (cf. Gn 22,11) o asisten a los profetas (cf. 1 R 19,5). Y, por último, el ángel Gabriel, el del Señor, anuncia el nacimiento del Precursor y del mismo Jesús.

No se trata, pues, de nada que esté alejado de nuestra fe la creencia en la existencia de los ángeles o de los arcángeles (que, como seres no materiales, son inmortales) porque está escrito que así es y muchas veces se ha visto que así es y porque, como recoge el evangelista San Mateo (25, 31), “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria”.

Dios, pues, crea. Y lo hace con todo lo conocido y lo que, aún, no conocemos pero que está puesto ahí para ser descubierto o, como mucho, inventado por un ser, el humano, que haciendo uso de los talentos que Dios le ha dado, es capaz de atreverse a recorrer el camino que lo lleva a su definitivo Reino sacando a la luz lo que puede estar escondido.

Y, sin embargo, nosotros, los seres humanos, somos algo más que el resultado de una evolución biológica porque cuando el salmista escribe (139) que “cuando en lo oculto me iba formando y entretejiendo en los más profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en un libro, calculados estaban mis días antes que llegase el primero” nos está dando a conocer que el Creador ha estado con nosotros desde el mismo momento de nuestra formación como seres distintos a nuestro padre y a nuestra madre o, lo que es lo mismo, desde el mismo momento de la fecundación. No somos, por lo tanto, el resultado (con serlo) de la unión de un gameto femenino y uno masculino sino el resultado del Amor verdadero de Dios que quiso crearnos y nos creó.

Y en eso creemos: en Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

¡Alabado sea Dios, que ha hecho todo porque ha querido!

Eleuterio Fernández Guzmán

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1 comentario

  
Javiergo
Eleuterio, amigo y hermano en Cristo, en nombre mío y de mi familia, te agradecemos de todo corazón por este post, que es realmente magnífico. De hecho, nosotros en nuestro hogar recitamos el Credo todos los días, pues como bien has dicho "proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad..." Por otro lado, es realmente encomiable el trabajo que te tomas en todos los post, que son realmente edificantes. Estoy seguro de que Dios te recompensará por el bien que haces, que es mayor de lo que imaginas. A mis hijos les encanta cuando les leo lo que escribes, es una enseñanza en verdad catequética. Gracias, gracias, gracias. Un abrazo en Cristo Jesús con María Inmaculada

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EFG


Muchas más gracias le doy yo a usted y a su familia. Un abrazo en Cristo.
30/04/12 10:01 PM

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