En los altares - Santa Águeda

Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Santa Águeda

Corría el año 230 cuando Águeda, de padres adinerados, nació en Sicilia, Italia.

Aquel tiempo, de persecución religiosa a muerte lo era de virtud y piedad y, como lo hicieran Santa Inés, Santa Cecilia y Santa Catalina decidió que iba a conservarse pura y virgen y que lo hacía por amor al Creador.

Pero el Mal trabaja con ánimo de hacer daño y, teniendo como servidor al gobernador Quinciano (estamos en tiempos del emperador Decio), quiso tal individuo enamorar a Águeda que, lógicamente, se opuso a tales pretensiones haciéndole ver, además, que se había conservador virgen por Cristo y para Cristo.

Pero Quinciano no dio su brazo a torcer y la llevó a una casa de lenocinio para que, allí, conviviendo con mujeres de mala vida se echase a perder. La mantuvo en aquel antro un mes pero conservó su virginidad y se impuso el juramento que hizo de mantenerse de tal forma para Dios. Y lo hizo repitiéndose, muchas veces, el Salmo 16 que dice “Señor Dios: defiéndeme como a las pupilas de tus ojos. A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me atacan, de los enemigos mortales que asaltan”.

Seguía Quinciano con el ánimo muy exaltado contra Águeda pues ni actuando como actuó consiguió que la joven cambiara de idea. Entonces, quiso causarle el mayor daño posible y ordenó que le destrozaran el pecho a machetazos y que la azotaran. No era de esperar que sobreviviera a tal forma de comportarse. Sin embargo, nada le sucedió porque aquella misma noche se le apareció San Pedro y la animó a sufrir todo aquello por amor a Jesucristo.

Preguntada por el gobernador que cómo había sucedido lo que le había sucedido, ella contestó que había sido curada por el poder de Jesucristo. Y aquel hombre carnal y mundano, pagano y alejado de la Verdad profirió toda clase de improperios para echarle en cara a Águeda que no podía, siquiera, nombrar al hijo de Dios porque estaba prohibido.

Ante aquella ridícula pretensión, Águeda sólo pudo decir lo que dijo y que no fue otra cosa que no podía dejar de hablar de Aquel quien más amaba en su corazón.

Quinciano ordenó, visto el poco éxito de sus otros intentos, echarla sobre brasas ardientes y llamas. Entonces, cuando más terrible era el martirio, más oraba diciendo Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por la paciencia que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma“. Y, así, expiró.

Era un día de febrero del año 251, en concreto, el 5. Y subió a la Casa del Padre como siempre había querido: virgen y mártir.

Podemos dirigirnos a Santa Águeda con la siguiente oración:

Oh Dios, que entre otras maravillas de tu poder, supiste dar fuerzas aún al sexo más frágil para conseguir la victoria del martirio, concédenos la gracia de que celebrando la victoria de tu virgen y mártir santa Agueda, caminemos hacia ti, por la imitación de sus ejemplos.

Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Santa Águeda, ruega por nosotros.

Eleuterio Fernández Guzmán

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