Serie Bienaventuranzas en San Mateo.- 1ª : Pobres de espíritu

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Explicación de la serie

Sermón del Monte

S. Mateo, que contempla a Cristo como gran Maestro de la Palabra de Dios, recoge, en las 5 partes de que consta su Evangelio, la manifestación, por parte del Hijo, del verdadero significado de aquella, siendo el conocido como Sermón de la Montaña el paradigma de esa doctrina divina que Cristo viene a recordar para que sea recuperada por sus descarriados descendientes.

“No creáis que vengo a suprimir la Ley o los Profetas” (Mt 5,17a). Con estas palabras, Mateo recoge con claridad la misión de Cristo: no ha sido enviado para cambiar una norma por otra. Es más, insiste en que no he venido a suprimirla, sino a darle su forma definitiva (Mt 5,17b). Estas frases, que se enmarcan en los versículos 17 al 20 del Capítulo 5 del citado evangelista recogen, en conjunto, una explicación meridianamente entendible de la voluntad de Jesús.

La causa, la Ley, ha de cumplirse. El que, actuando a contrario de la misma, omita su cumplimiento, verá como, en su estancia en el Reino de los cielos será el más pequeño. Pero no solo entiende como pecado el no llevar a cabo lo que la norma divina indica sino que expresa lo que podríamos denominar colaboración con el pecado o incitación al pecado: el facilitar a otro el que también caiga en tal clase de desobediencia implica, también, idéntica consecuencia. El que cumpla lo establecido tendrá gran premio.

Pero cuando Cristo comunica, con mayor implicación de cambio, la verdadera raíz de su mensaje es cuando achaca a maestros de la Ley y Fariseos, actuar de forma imperfecta, es decir, no de acuerdo con la Ley. Esto lo vemos en Mt 5, 20 (Último párrafo del texto transcrito anteriormente).

Las conductas farisaicas habían dejado, a los fieles, sin el aroma a fresco del follaje cuando llueve, palabras de fe sobre el árbol que sostiene su mundo; habían incendiado y hecho perder el verdor de la primavera de la verdad, se habían ensimismado con la forma hasta dejar, lejana en el recuerdo de sus ancestros, la esencia misma de la verdadera fe. Y Cristo venía a escanciar, sobre sus corazones, un rocío de nueva vida, a dignificar una voluntad asentada en la mente del Padre, a darle el sentido fiel de lo dejado dicho.

El hombre nuevo habría de surgir de un hecho antiguo, tan antiguo como el propio Hombre y su creación por Dios y no debía tratar de hacer uso, este nuevo ser tan viejo como él mismo, de la voluntad del Padre a su antojo. Así lo había hecho, al menos, en su mayoría, y hasta ahora, el pueblo elegido por Dios, que había sido conducido por aquellos que se desviaron mediando error.

El hombre nuevo es aquel que sigue, en la medida de lo posible (y mejor si es mucho y bien) el espíritu y sentido de las Bienaventuranzas.

1ª.-Pobres de espíritu

Pobres de espíritu

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

¿Quiénes son los pobres de espíritu?, ¿Cómo es posible que el Reino de los cielos sea, ya, suyo?

La pobreza de espíritu, concepto que puede llevar a confusión si sólo miramos las palabras de que se compone, supone humildad. Humildad que conduce la existencia, proceder de entrega, espíritu donador, santo. El humilde se ha de tener por el último de sus semejantes, se descubre imposibilitado de recibir el Reino de los Cielos pues le está vedado por una praxis religiosa que no les comprende ni acoge. Por eso aspira, en su actuación contraria a toda soberbia y orgullo, a conseguir, el sometimiento de la vanidad y de ese orgullo, alcanzar el camino hacia la eternidad.

Esa felicidad que han de sentir los pobres de espíritu, esa felicidad requerida para serlo, supone un agradecimiento de Dios hacia sus hijos que, con su devenir sumiso, apretado, de libertad humana escasa por haberse entregado a quien lo necesita, de corazón grande ante la disyuntiva que se le presenta: servir al prójimo o servirse de aquel o a sí mismo en exclusividad. Esa elección que provee el alma santa, que acapara para sí las riquezas que Dios ofrece a quien quiera escuchar y ver, proporciona un Reino Eterno en esta vida, sin siquiera esperar a la vida nueva que encontrará tras cruzar el umbral de la puerta que lleva al Padre, Aquí, ahora, en este su vivir, el humilde de espíritu, pobre de espíritu ante el otro o pobre por el espíritu que mora en él, ya tiene el Reino de los cielos, la felicidad divina que proporciona Dios a quien no convoca, para sí, el acaparamiento y riqueza material , a quien manifiesta esa pobreza al no querer, o desear, la acumulación de materialidad, a quien considera que el amor y la fe constituyen un edificio que, al construir, sostiene la existencia propia de cada uno; al sentir, para sí, un Bien perfecto en la poquedad de su persona y vehicular, hacia la eternidad soñada, su mísero yo.

Ensalzar equivale a engrandecer, exaltar, alabar, elogiar. Por lo tanto, si, como dice el texto de Lucas, quien se humille será ensalzado (Lc 14,11) el sentido de esta expresión apunta, directamente, al corazón del comportamiento humano. El elogio o engrandecimiento, en el Reino de los Cielos, de quien se haya humillado (en el sentido que tiene y que hemos dicho) en este vivir terreno, no es más que la respuesta misericordiosa y agradecida de Dios. Pero esto, insistimos, se encuentra ya, palpablemente, sensiblemente, sentible, en esta vida. Esto sólo es un anticipo de lo que supondrá la vida eterna; pero ahora, aquí, también exalta Dios a quien se comporta como Él quiere: con contrición y humildad, con el viento a favor de su Palabra, con una comprensión, siquiera elemental, de la Verdad.

Pero podemos preguntarnos si la pobreza tiene un solo sentido o, por el contrario, es un concepto que contempla en diversas formas su significado. Si también tiene aplicación fuera de ese sentido de la que lo es espiritual.

La pobreza tiene un sentido de desprendimiento cuando quien lleva a cabo determinada obra lo hace no por ostentación sino mermando sus propias posibilidades de subsistencia.

El caso de la viuda (que recoge Lc 21, 4) es harto conocido por todos los lectores: dando, incluso, lo que no tiene. Claro que no se refiere a que la viuda diera lo que no tenía ya que, si hubiera sido así no lo habría dado; lo que entendemos es que “dio todo lo que tenía para vivir”.

La pobreza de espíritu es, también, ámbito de oración. Con esto queremos decir que la humildad nos permite abajarnos ante la misericordia de Dios, que perdona al que es humilde de corazón, ya que “el corazón es el lugar de la búsqueda y del encuentro en la pobreza y en la fe” . Entiéndase la necesidad de humildad para invocar, ante Dios, su ayuda y la mediación de su Santa Madre, o la intervención de los santos que nos precedieron. Sin humildad, francamente sentida y no hipócrita, ha de resultar, por fuerza, muy difícil plantear, a quien todo lo puede, un ruego, una plegaria, una petición; mediante un comportamiento humilde podemos mostrar el agradecimiento debido por alguna merced que hayamos obtenido. Humildad y oración por pueden disociarse, pues.

Pero, al fin y al cabo, el sentido esencial, básico, constitutivo, del concepto de pobreza arraiga en el poso que nos deja la Palabra de Dios al ser oída o leída. Supone una invitación a “comunicar y compartir bienes materiales y espirituales” pero “no por la fuerza sino por amor para que la abundancia de unos remedie la necesidad de otros”. Como compensación ante tal actuación, ante tal vertiente humana de la pobreza de espíritu, considera como sostén de nuestro proceder, es justo –porque la justicia sólo emana de Dios y llega desde Dios que la riqueza de su Espíritu sople sobre nosotros, dándonos el Reino, aquí, de los Cielos, como antesala y ejemplo de la Paz eterna.

Sin embargo, el camino para llegar, o alcanzar, la Vida es estrecho, dificultoso, escabroso. Serán muchos los falsos profetas con sus “disfraces de ovejas” (Mt 7, 15-20) que pretenderán embaucar a los discípulos de Dios para llevarlos por el camino equivocado, para mentirles sobre la meta, para hacerlos perder. Ante esto hay que estar atentos a los verdaderos discípulos (Mt 7, 21-27), aquellos que no se limitan a oír pero no escuchan, que hacen oídos sordos al significado de la Palabra de Dios, falseando el fruto que da esa Palabra: mientras que los que atienden y obran en consecuencia con lo dicho –no limitándose al “Señor, Señor”- encontrarán la tan anhelada, ansiada, esperada y soñada luz divina. Esta, como bien indica en número 1723 del Catecismo de la Iglesia Católica es una opción moral decisiva.

Ser pobre de espíritu es, sin duda alguna, una gran ganancia para nuestro corazón de hijos de Dios.

Eleuterio Fernández Guzmán

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