Serie José María Iraburu - 20 –La Cristiada y los mártires de México

La Cristiada y los mártires de México
(Parte extraída de “Hechos de los apóstoles de América”)

Es indudable que de su fe cristiana
sacaban los cristeros toda su abnegación
y valor para la guerra. No eran unos valientes
a pesar de ser unos hombres piadosos,
sino que más bien
porque eran piadosos eran valientes

Hechos de los apóstoles de América – La Cristiada (L.-C.)
La Cristiada
José María Iraburu

Enlace a Libros y otros textos.

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Lo sucedido en México durante los años 1926-1929 es un episodio de la historia de la salvación a tener en cuenta y a no olvidar. Aunque puedan parecer lejanas aquellas fechas, el hecho de que miles de personas dieran su vida al grito de ¡Viva Cristo Rey!, al ahora mismo llega la entrega de tantas vidas en defensa de la fe.

Padre Irabubu

No sin poder olvidar lo que sucedió en los años de persecución religiosa habidos en España durante el régimen de la II República (1931-1939) nos recuerda el P. Iraburu que “unos años antes (1926-1929), también los mártires mexicanos fueron modelo para tantos otros cientos de miles, millones de cristianos aplastados en nuestro siglo por la Revolución en cualquiera de sus formas, liberal o nazi, socialista o comunista” (1). Por eso “Nos interesa, pues, mucho conocer la persecución religiosa en México, y entender bien la respuesta de aquellos católicos admirables, que con su sangre siguieron escribiendo los Hechos de los apóstoles en América” (2).

Pero, si todo tiene un principio, también lo tiene este episodio impresionante de lo martirial.

Bases de la persecución religiosa

En 1821, a través del Plan de Iguala, se decide la independencia de México de España. Pues “ya en 1855, se desata la revolución liberal con toda su virulencia anticristiana, cuando se hace con el poder Benito Juárez (1855-72), indio zapoteca, de Oaxaca, que a los 11 años, con ayuda del lego carmelita Salanueva, aprende castellano y a leer y escribir, lo que le permite ingresar en el Seminario. Abogado más tarde y político, impone, obligado por la logia norteamericana de Nueva Orleans, la Constitución de 1857, de orientación liberal, y las Leyes de Reforma de 1859, una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia” (3). Pronto, pues, se inicia la persecución en contra de la Iglesia católica y, por tanto, de los mismos fieles.

Es más, la legislación de aquel tiempo atentaba, directamente contra muchos aspectos relacionados con la Iglesia católica. Así “Se establecía la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Su gobierno dio también apoyo a una Iglesia mexicana, precario intento de crear, en torno a un pobre cura, una Iglesia cismática” (4).

Y, como no vaya a pensarse que el pueblo creyente mexicano iba a quedarse mirando para otro lado cuando se perpetraban actos tan deshonestos y tan vulgarmente impiadosos, ya se levantó, como sucedería luego en La Cristiada, en contra de tanto desafuero. Así, “Todos estos atropellos provocaron un alzamiento popular católico, semejante, como señala Jean Dumont, al que habría de producirse en nuestro siglo” (5), porque “tuvo un precedente muy parecido en los años 1858-1861. También entonces la catolicidad mejicana sostuvo una lucha de tres años contra los Sin-Dios de la época, aquellos laicistas de la Reforma, también jacobinos, que habían impuesto la libertad para todos los cultos, excepto el culto católico, sometido al control restrictivo del Estado, la puesta a la venta de los bienes de la Iglesia, la prohibición de los votos religiosos, la supresión de la Compañía de Jesús y, por tanto, de sus colegios, el juramento de todos los empleados del Estado a favor de estas medidas, la deportación y el encarcelamiento de los obispos o sacerdotes que protestaran. Pío IX condenó estas medidas, como Pío XI expresó su admiración por los cristeros” (6).

Tras aquel periodo laicista y claramente anticatólico, la república hermana de México tuvo que sufrir gobiernos que no cejaron en la persecución religiosa por el sólo hecho de “hacer cumplir las leyes que existen” (7) que son palabras de quien será el causante mayor de la denominada Cristiana y que no es otro que el general Plutarco Elías Calles (1924-1929) ante lo cual sólo se puede recordar que las tales normas eran, exactamente, las que eran y, en efecto, tenían el sentido que tenían y que no era otro que perseguir la creencia en Dios.

Las gotas que colman el vaso

Si bien el cristiano, aquí y allí católico, tiene el mandato de soportar las persecuciones en recuerdo de aquello que dijo Cristo sobre que serían perseguidos sus discípulos, la verdad es que la que se había perpetrado contra el creyente mexicano desde el mismo inicio de la independencia de su nación había colmado, seguramente, el vaso de la paciencia de un pueblo humilde y pobre.

Cuando, dadas las circunstancias por las que pasaba la Iglesia católica mexicana y tras la aplicación “exacta” de la ley laicista por parte del Presidente Calles y sin haber hecho el más mínimo caso a la Carta pastoral de los obispos mexicanos de fecha 25 de julio de 1926 en la que se decía que “ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados”, el 31 de julio de aquel mismo año se ordenó la “suspensión del culto público en toda la República” (8), el pueblo creyente tuvo que creer y estar en seguridad de que había llegado el momento.

Es bien cierto que, como dice el P. Iraburu “la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta…” (9) no se la esperaba nadie, incluso, ni siquiera, algunos Obispos. Todo, sin embargo, recuerda, palabra por palabra, a lo que dijeron aquellos mártires de Abitinia del siglo III (304) cuando, al pretender, sus captores que abandonaran la Santa Misa, expresaron su fe diciendo aquellas palabra que han pasado a la historia como expresión de fe: “sine domenico non possumus” o, lo que es lo mismo, no podemos vivir sin la Eucaristía.

Alzamiento cristero

Empezó, pues, el alzamiento de los cristeros en agosto de 1926, y “para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en marzo de 1925 con el fin que su nombre expresa, y que se había extendido en poco tiempo por toda la república” (10).

¿Qué pasa en Roma?

Es seguro que Pío IX estuviera preocupado por lo que pasaba en aquella parte de la cristiandad católica. Por eso publica (18 de noviembre de 1826) la encíclica “Iniquis afflictisque” en la que dice, entre otras cosas que “Ya casi no queda libertad ninguna a la Iglesia [en México], y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que se castiga, como si fuera un delito capital, con penas severísimas” (11). Tiene, también, en cuenta a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa cuando dice, de ella, que se extiende “por toda la República, donde sus socios trabajan concorde y asiduamente, con el fin de ordenar e instruir a todos los católicos, para oponer a los adversarios un frente único y solidísimo” (12).

Pero el Santo Padre tiene en su corazón a todos aquellos que entregan su vida por su fe. Por eso escribe que “Algunos de estos adolescentes, de estos jóvenes -cómo contener las lágrimas al pensarlo- se han lanzado a la muerte, con el rosario en la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Inenarrable espectáculo que se ofrece al mundo, a los ángeles y a los hombres” (13).

En realidad, lo que entonces sucedió fue que aquellos hombres católicos (sin olvidar el papel de la mujer católica en aquella guerra de liberación) “se echan al monte, como Francisco Campos, ‘a buscar a Dios’” (14).

Por otra parte, Jean Meyer, en su obra “La Cristiada” y, en concreto, en el volumen I de la misma hace una descripción de aquello que sucedió en la guerra cristera. José María Iraburu se refiere a la misma diciendo lo divida en “estas fases:

-incubación, de julio a diciembre de 1926;

-explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927;

-consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón;

-prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros;

-apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929;

-licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y el Estado” (15).

Mientras tanto, “La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras del gobernador de Colima- ‘las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas” (16) que es una meridianamente clara de poder apreciar hasta dónde llegaba el odio del gobierno represor de la fe católica.

¿Cuál fue, pues, el resultado de la guerra?

Cuantitativamente hablando, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales que es un triste balance para tener que sofocar el odio laicista de un pensamiento masónico.

Dice el P. Iraburu que malamente se le puede llamar arreglos (Iglesia católica-Presidente Portes Gil) a los llamados “Arreglos” con los que se llegó al final de la guerra cristera. Urdidos con la intervención de los Estados Unidos de América y llevados a cabo en un régimen, casi, de secuestro (incomunicados los intervinientes en aquellos arreglos en un vagón de tren) resultado, fue, seguramente, agridulce para la causa cristera pues podría dar la impresión de que tanta muerte no había servido para nada.

A este respecto, dice José María Iraburu que “Puede afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos con Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una vez depuestas las armas” (17).

Así, sin embargo, se escribe la historia de la fe en Cristo…

Espíritu cristero

Hay que reconocer que los creyentes católicos mexicanos (y, en una medida muy importante, el resto de catolicidad) tuvieron que soportar una serie de legislaciones hechas, expresamente, para atacar a la religión católica. Así, desde que se implantó (1917) la educación laica (antes de la respuesta cristera a la represión) nada bueno podía esperarse de aquel régimen político.

Y, sin embargo, “En entrevistas, crónicas y cartas de cristeros causa admiración comprobar la calidad doctrinal, bíblica y poética de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente el menosprecio de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo entre los indígenas de América. Los cristeros, concretamente, tenían en sí toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad de Dios. ‘Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice Meyer, los cristeros podían resistir todos los descalabros militares, todas las desdichas espirituales y hasta la más terrible de todas: los arreglos y el poco apoyo clerical’ (289). Esa fidelidad a la voluntad de Dios providente les hacía inquebrantables” (18).

Además, la práctica religiosa ya puede imaginarse que, en unas personas que se habían levantado en armas por su religión, no podía ser menos que admirable. Así, “La guerra fue para muchos cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa sobre todo era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros, el centro de todo, cada día. Más aún, ‘en los campamentos cristeros, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era la regla… Los sacerdotes que permanecían con los cristeros se pasaban el tiempo confesando, bautizando, casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones’” (III,278) (19).

Se resume, podríamos decir, el espíritu cristero en la consideración que se tenía del poder civil y de la obediencia a Dios. Si hoy día es más que probable que el sometimiento al primero se haga a costa de respetar lo que Dios quiere, en aquel tiempo, recio de lucha y de entrega, se conocía bien, “en primer lugar, el deber moral de obedecer a las autoridades civiles, pues ‘toda autoridad procede de Dios’, pero también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del Maligno” (20). ¡Oh tempora, oh mores!, deberíamos decir.

En cuanto al martirio de aquellas personas entregadas a su fe, todo lo que se diga siempre será poco. Incluía, además, no pocas veces, el humor (no negro sino, más bien, blanco”. Así lo recoge el P. Iraburu: “’¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!’, decía el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado con su padre (III,299). ‘Hay que ganar el cielo ahora que está barato’, decía otro (298). Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: ‘Desde que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy a perder el ayuno al cuarto para las doce’ (302) (21).

Y, como no podía ser de otra forma en unos católicos que daban su vida de la forma como la daban, “La alegría estaba también siempre presente, como es lógico, en estos hombres que se estaban jugando la vida por Cristo, pasando indecibles miserias y penalidades. En crónicas y escritos siempre hay huellas de alegría y de humor. Cuenta Ezequiel Mendoza que su papá, en una ocasión, jugándose la vida, se quedó sosteniendo una puerta de campo, para que escapara un grupo de cristeros. Los federales le disparaban una y otra vez, sin atinarle. Así que él, sin soltar la puerta, ‘como enojado volvió su cara y regañó al enemigo, dijo: ‘Pendejos, tirar para acá, parece que no ven gente’” (Testimonio 37) (22).

Dice Jean Meyer, al respecto de la “espiritualidad bíblica y tradicional” (23) que tenían los cristeros, que “Hemos quedado asombrados por el número y la exactitud de las citas bíblicas. La idea de un pueblo católico ignorante de la Biblia no es válida para el campesino mexicano de esta época. En los caseríos lejanos de la parroquia se la leía de pie, o más bien se formaba círculo en torno de aquel que sabía leer” (307) (24).

Y, en cuanto a la religión de los cristeros, esto (también de Meyer):

La religión de los cristeros era, salvo excepción, la religión católica romana tradicional, fuertemente enraizada en la Edad Media hispánica. El catecismo del P. Ripalda, sabido de memoria, y la práctica del Rosario, notable pedagogía que enseña a meditar diariamente sobre todos los misterios de la religión, de la cual suministra así un conocimiento global, dotaron a ese pueblo de un conocimiento teológico fundamental asombrosamente vivo. A Cristo conocido en su vida humana y en sus dolores, con los cuales puede el fiel identificarse con frecuencia, amado en el grupo humano que lo rodea: la Virgen, el patriarca San José, patrono de la Buena Muerte, y todos los santos que ocupan un lugar muy grande, completamente ortodoxo, en la vida común, se le adora en el misterio de la Trinidad. Esta religión próxima al fiel la califican de superstición los misioneros norteamericanos (protestantes y católicos) y los católicos europeos no la juzgan de manera distinta» (307). Sin embargo, ‘el cristianismo mexicano, lejos de estar deformado o ser superficial, está sólida y exactamente fundamentado en Cristo, es mariológico a causa de Cristo, y sacramental por consiguiente, orientado hacia la salvación, la vida eterna y el Reino. Durante la guerra, los santos se retraen notablemente hasta su propio lugar, mientras se manifiesta el deseo ardiente del cielo’” (310) (25).

Y, para terminar no sólo lo referido a La Cristiada sino, en general, a toda América hispana, traemos aquí las palabras que dejó escritas Fray Toribio de Benavente, llamado “Motolinía” por su vida sencilla y pobre, y que nos aporta el P. Iraburu. Explican muchas cosas y muchos comportamientos fieles que no deberían ser olvidados.

Dicen lo siguiente:

“¡Oh, México que tales montes te cercan y coronan! ¡Ahora con razón volará tu fama, porque en ti resplandece la fe y evangelio de Jesucristo! Tú que antes eras maestra de pecados, ahora eres enseñadora de verdad; y tú que antes estabas en tinieblas y oscuridad, ahora das resplandor de doctrina y cristiandad» (Hª de los indios III, 6, 339). ‘Pues concluyendo, digo: ¿quién no se espantará viendo las nuevas maravillas y misericordias que Dios hace con esta gente?… Estos conquistadores y todos los cristianos amigos de Dios se deben mucho alegrar de ver una cristiandad tan cumplida en tan poco tiempo, e inclinada a toda virtud y bondad. Por tanto ruego a todos los que esto leyeren que alaben y glorifiquen a Dios con lo íntimo de sus entrañas; digan estas alabanzas que se siguen, según San Buenaventura: “Alabanza y bendiciones, engrandecimientos y confesiones, gracias y glorificaciones, sobrealzamientos, adoraciones y satisfacciones sean a vos, Altísimo Señor Dios Nuestro, por las misericordias hechas con estos indios nuevos convertidos a vuestra santa fe. Amén, Amén, Amén’” (26).

Es decir, así sea.

NOTAS

(1) Hechos de los apóstoles de América – La Cristiada (L.-C.), p. 505.
(2) Ídem nota anterior.
(3) L.-C., p. 506.
(4) Ídem nota anterior.
(5) Ídem nota 3.
(6) Ídem nota 3.
(7) Esto fue lo que dijo el Presidente Calles a petición de los Obispos mexicanos en el sentido de derogar la legislación antirreligiosa de México.
(8) L.-C., p. 509.
(9) Ídem nota anterior.
(10) Ídem nota 8.
(11) L.-C., p. 511.
(12) Ídem nota anterior.
(13) Ídem nota 11.
(14) L.-C., p. 513.
(15) L.-C., p. 513-514.
(16) L.-C., p. 514.
(17) L.-C., p. 516.
(18) L.-C., p. 521-522.
(19) L.-C., p. 522.
(20) L.-C., p. 523.
(21) L.-C., p. 523-524.
(22) L.-C., p. 524.
(23) Ídem nota anterior.
(24) Ídem nota 22.
(25) L.-C., p. 525.
(26) Ídem nota anterior. El ultimo texto se encuentra en “Hª de los índios” II, 11, 283 de Fray Toribio de Benavente, Motolinía.

Eleuterio Fernández Guzmán

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1 comentario

  
don pelayo
Interesante artículo. Como historiador mexicano,es un tema que me es familiar. No sabía que el Padre Iraburu escribiera sobre estos temas.


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EFG


Pues sí. La verdad es que es una parte importante del libro "Hechos de los apóstoles de América" que puede, como supongo que sabrá, leer y bajárselo en varios formatos, a su ordenador, en www.gratisdate.org.
13/08/11 7:17 PM

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