Rebelión en la Serranía (I)

Introducción

Las últimas décadas del siglo IX en Al Andalus constituyeron un periodo de extraordinaria agitación política, social y religiosa. Tras la fulgurante conquista del reino godo de Hispania por Muza y Tarik, el islam había anexionado por primera vez un amplio territorio de la Europa geográfica, tierra rica y culta, de una brillante civilización a la altura de los centros neurálgicos del califato, como Siria, Irak o Egipto.

Frenada la expansión árabe por los francos en la batalla de Poitiers, en 732, los emires de Al Andalus hubieron de ocuparse en conseguir gobernar un difícil mosaico de intereses y rivalidades. En el pináculo del poder se hallaban las familias nobles árabes, divididas en dos partidos, los caisíes del Hiyaz (entre los que tenían preeminencia los coreixitas, la estirpe de Muhammad) y los yemeníes, continuamente enfrentados entre sí, a los que se unió en la década de 740 una inmigración de más de diez mil sirios, venidos a sofocar una revuelta de bereberes. Los propios berberiscos, pese a que la mayoría habían regresado al norte de África tras las hambrunas de 750, seguían siendo la población invasora más numerosa, y persistían en diversos núcleos, alimentados con nuevas inmigraciones, agrupados en sus clanes tradicionales, dedicados al pastoreo, y prontos a alistarse bajo las enseñas del emir como soldados, principalmente en sus expediciones contra los cristianos hispanos del norte.
Además de los recelos entre grupos étnicos, persistía una relación ambigua con el califa de Damasco, demasiado lejano para poder ejercer una coerción efectiva: los gobernadores nombrados no podían evitar la tentación de una autonomía efectiva, con frecuencia animados por los propios nobles árabes, que deseaban sacudir el yugo califal. Así, en pelea unos con otros, o contra el califa, o enzarzados en luchas con los bereberes, la tarea del gobernador andalusí fue siempre difícil e inestable, conociendo veinticuatro titulares entre 711 y 756.

Los invasores eran menos de una décima parte de la población. La inmensa mayoría en Al Andalus seguían siendo los hispanogodos, rendidos a los conquistadores principalmente por medio de pactos que respetaban su libertad y bienes. Durante las primeras décadas, fueron en su mayoría cristianos y, por consiguiente, apartados de empleos públicos y cualquier ocupación política. Mas no pocos de ellos comenzaron a convertirse al islam, sobre todo entre los nobles que querían conservar la influencia además de sus tierras. Los hijos de Casio, los famosos Banu Casim del Alto Ebro, fueron de los primeros, pero poco a poco muchos otros se unieron. No sólo nobles que querían evitar el pago del impuesto al que estaban obligados los no musulmanes, sino también siervos que, al igual que ocurriera con las conversiones masivas de bereberes a finales del siglo VII, buscaban la libertad que les garantizaba el islam. En efecto, sobre el papel, los conversos formaban parte de la Umma (comunidad de creyentes o sumisos a Alá) en el mismo pie de igualdad que los viejos musulmanes. Eso debería abrirles teóricamente las puertas a cualquier cargo u honor en la vida pública. La realidad es que los árabes consideraban el islam como su religión nacional, y procuraron evitar durante varios siglos que los no árabes pudieran encumbrarse. Esto fue convirtiéndose en un problema a medida que los hsipanogodos, aplastantemente superiores en número, fueron pasando del cristianismo (mozárabes) al islam (muladíes). A finales del siglo VIII, ya la mayoría de ellos eran conversos, sobre todo en los núcleos urbanos y, como todo converso, más ardientes en su fe que los propios árabes, a los que con frecuencia veían como corruptos y poco piadosos.

En 749 la dinastía omeya del califato sirio cayó abatida por la familia abásida, que erigió una nueva sede en Bagdad (Caldea, o Irak como le llamaban los árabes). El único representante de la familia que logró escapar a la matanza fue Abd ar Rahman omeya, que recaló precisamente en Al Andalus. Reunió allí a las familias que habían tenido lazos con la antigua familia califal y sorteando con habilidad entre la maraña de alianzas y odios de los distintos clanes y grupos étnicos, logró alzarse con el gobierno en 756. Rigió el emirato occidental con completa independencia del trono de los odiados señores abasíes de Bagdad. A partir de ese momento la historia de Al Andalus marchó separada del califato. El prestigio personal de Abd ar Rahman le permitió durante su vida asegurar su trono y fundar una dinastía con capital en Córdoba, pero no acabó con la tradicional división y odios de los conquistadores. Sus sucesores, a partir de su muerte en 788, no heredaron sus portentosas cualidades políticas, y el emirato inició un nuevo declive de luchas cainitas, a las que se agregaron las conspiraciones entre herederos al trono tan comunes entre los muchos hijos de los poligámicos soberanos árabes. Para complicar las cosas, los emires omeyas formaron un ejército profesional para no depender de los contingentes de los levantiscos nobles árabes o los volubles berberiscos. En él enrolaron desde cristianos del norte a negros del Sudán- que formaron la guardia personal del rey- pero sobre todo destacaban los esclavos europeos comprados a los francos. Muchos de ellos eran sajones vencidos por Carlomagno, bravos guerreros que en la cálida Hispania no tenían más fidelidad que a su señor. Todos ellos, aunque escasos en número al principio, formaron otra casta, la de los mawlas o eslavos, y en el futuro jugarían un papel político desproporcionado por su cercanía al trono y su poder militar.

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Las sublevaciones hispanogodas

En las primeras décadas del siglo IX los muladíes eran la mayoría de la población, entre ellos grandes familias nobiliarias godas conversas al islam, desde los descendientes de Vitiza, en Córdoba, a los magnates de Sevilla (los Banu Angelino y Banu Sabarino, que habían conservado sus nombres latinos) o los siempre levantiscos Banu Casim del Alto Ebro, que lo mismo protegían al califato contra francos y vascones como se aliaban con estos contra el emir. Su malestar era grande, pues la minoría árabe seguía en posesión y disfrute de la mayor parte de la tierra y de prácticamente todos los cargos públicos.
Los mozárabes, por contra, se habían convertido en minorías en la mayor parte de las ciudades, aunque seguían siendo numerosos en los campos. En otros artículos ya he hablado del malestar religioso de estos mozárabes, intermitentemente perseguidos por las autoridades musulmanas y por sus propios congéneres conversos al islam, que cristalizó en la terrible década de los mártires de Córdoba.
Consecuencia directa de esta fue la triunfante sublevación hispanogoda de Toledo en 852, a la que siguieron, como en una cascada, la independencia de los Banu Casim, y la rebelión de Ibn Marwan, un muladí (antiguo capitán de la guardia emiral) que en 875, tras ser vejado por el visir, formó una banda de hispanogodos tanto musulmanes como cristianos, a los que predicó una curiosa nueva religión, mixta de ambas, y que se estableció exitosamente en Mérida y Badajoz. Todos estos rebeldes buscaron la amistad del rey cristiano de León, Alfonso III, que seguía expandiendo sus territorios mientras Al Andalus seguía inmersa en las mayores conmociones.

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La aparición de Omar ben Hafsun

Es en este marco en el que hemos de situar la aparición de Omar ben Hafsun. Su bisabuelo, descendiente de un tal conde Marcelo de Ronda, se convirtió al islam al poco de la conquista, adoptando el nombre de Jafar ibn Salim. Su familia pertenecía originalmente a la pequeña nobleza muladí de Iznate, no lejos de Vélez, a unos 25 kilómetros al este de Málaga (Malaka), donde tenían terrenos. Sus padres se habían trasladado al oeste, y se cree que él nació en la pequeña aldea de Parauta (en una alquería paterna llamada “la Torrecilla”), unos 15 kilómetros al sur de Ronda, alrededor del año 854. Conocemos el nombre de dos de sus hermanos, Ayyub y Jafar.

La Serranía Penibética occidental, donde se desarrollará casi toda la vida de Omar, se hallaba en aquel tiempo agrupada en una división administrativa emiral, la cura (o provincia) de Reiyo o Rija (arabización del nombre latino Regio Montana). Aunque su capital era Archidona, y luego la gran ciudad costera de Málaga, la mayor parte de su territorio y población se hallaba en la propia sierra, donde habitaban los hispanogodos montañeses, en su mayoría muladíes, pero con importantes grupos de población mozárabe. Los únicos invasores que se habían establecido en aquellas tierras eran algunos clanes de bereberes, que se dedicaban a las mismas actividades que los naturales: el pastoreo y la tala de bosques. Los encontronazos eran inevitables, y por uno de ellos vino Omar a pasar de la oscuridad a la vida pública.

En 879 Omar recibió las quejas de los pastores de su abuelo, que afirmaban que unos bereberes vecinos les robaban las reses. El joven, de temperamento fogoso, salió a pedir cuentas al pastor africano, y de la discusión resultó la muerte de este por mano del muladí. Atemorizado de la venganza del clan berberisco, Omar escapó de la comarca, uniéndose a algunos jóvenes en situación similar a la suya, y se refugió en la sierra del Alto Guadalhorce, descubriendo y estableciéndose por vez primera en las ruinas del antiguo castro de Bobastro (Cerca de la aldea de El Chorro, a unos 30 kilómetros al noroeste de Málaga), que en el futuro sería centro de sus hazañas. Durante unos meses su banda se dedicó a asaltar viajeros, siendo el primer caso conocido de bandolero serrano, aunque es probable que esa actividad, al igual que sucedería en siglos posteriores, ya fuera anterior a él, dadas las condiciones idóneas que para estos menesteres la serranía de Ronda posee. Poco después, la policía del walí o gobernador de Málaga consiguió capturarle, mas este, desconocedor de que había cometido homicidio, sólo lo condenó por bandidaje a recibir azotes.

Omar decidió exiliarse en el norte de África, residiendo en Tahart (moderna Tiaret, a medio camino entre Argel y Oran), capital del emirato de los rustamidas, donde se dice que aprendió el oficio de sastre (o cantero, según otros). No duró muchos meses esta estancia, pues por mediación de otro muladí regresó a su tierra en 880, animado por la agitación política. Su tío Muhadir había advertido en él las cualidades de mando y la habilidad necesaria para encabezar una rebelión contra el poder de la aristocracia árabe.

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La rebelión de los hispanos

En efecto, los hispanogodos de Reiyo estaban hartos de los pesados impuestos y el trato humillante que los enviados del emir Muhammad les dispensaban. Gracias a la influencia de Muhadir, Omar fue elevado a la dirección de este movimiento hispano, que incluyó tanto musulmanes como cristianos, e incluso bereberes, que sufrían el mismo menosprecio de los árabes y poseían fama por su naturaleza indómita y belicosa. Pronto toda la serranía se alzó en rebeldía contra el emir y reconoció a Omar, incluyendo la capital, Archidona. Este estableció su capital en Bobastro, situado en un área de difícil acceso y fácil defensa, reconstruyendo el castillo con tal habilidad, que se convirtió prácticamente en inexpugnable. Durante dos años fue recabando la sumisión de todas las plazas fuertes de la montaña, hasta dominar toda la provincia de Reiyo salvo la parte costera. La tradición dice que en 882 tomó parte en una batalla entre la historia y la leyenda, la de Aybar (en lugar desconocido), junto al rey navarro García Iñíguez de Pamplona (que hallaría la muerte), contra las tropas del emir. Tal vez fuera por la derrota en este encuentro que durante un breve tiempo, Omar se sometió a Muhammad, sirviendo en su ejército. En cuanto pudo, no obstante, escapó y se refugió de nuevo en Bobastro junto a los suyos en 883.

No sólo en Reiyo había logrado aliados el movimiento hispano, sino que también al este la plaza de Alhama, en la cora o provincia de Ilbira (la romana Elvira, prácticamente similar a la actual provincia de Granada), se había sometido al señor de la Serranía. El emir consideró esta amenaza lo suficientemente importante como para distraer una parte sustancial de sus tropas de otros frente y en 886 envió a su hijo Al Mundir a tomar la plaza. El castellano de Alhama pidió ayuda a su señor, y Omar acudió con su ejército de hispanos y berberiscos a reforzarla. Al ver un enemigo numeroso y bien defendido, Al Mundir optó por sitiar el castillo. Los defensores no habían calculado los víveres necesarios para un asedio, y al poco el ejército hispano hubo de intentar una salida para no perecer de hambre. Dióse la batalla de Alhama, en la que vencieron los árabes y eslavos del emir. Omar perdió muchos soldados y una mano, y perseguido, hubiese terminado allí tal vez sus días de no ser por la inesperada llegada al campamento de un mensajero con la noticia de la muerte del emir Muhammad. Para preservar el trono de las conspiraciones de sus hermanos, Al Mundir abandonó inmediatamente el campo y regresó a Córdoba. Así pudo escapar Omar con el grueso de sus tropas de un fin seguro.

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La campaña de Al Mundir

Efectivamente, Al Mundir fue reconocido como nuevo emir de Córdoba. Hasta dos años después no pudo ocuparse adecuadamente de los rebeldes hispanogodos, pero en 888 lo hizo al frente de un poderoso ejército. Durante ese tiempo, nuevas plazas se habían unido a los serranos. El emir se dirigió primeramente a Bobastro, pero al ver la fortaleza de sus muros, se volvió contra Archidona, la capital de la provincia, a cuyo frente había puesto Omar a un muladí de nombre Aixum. Este se sentía tan seguro en su plaza que solía decir que si el emir podía capturarle, merecería ser crucificado entre un perro y un cerdo. El sitio se prolongaba sin resultados y Al Mundir, desesperado, decidió sobornar a un habitante de la ciudad. En efecto, un día que Aixum entró de visita en su casa, se arrojaron encima de él y lo entregaron al emir. Al poco los defensores, viéndose sin salida, rindieron la plaza, y poco después cayeron varios castillos de la sierra de Priego, en la vertiente que miraba a la propia campiña cordobesa, en manos de otros clientes de ben Hafsun. Al Mundir ordenó llevar a todos los cabecillas a Córdoba y crucificarlos; a Aixum entre un perro y un cerdo, como había reclamado jactanciosamente.

La siguiente expedición se dirigió de nuevo al corazón de la serranía, poniendo sitio al rebelde en su propio nido, el imponente castillo de Bobastro. Amenazado con la destrucción, Omar se presentó ante el emir y le prometió la sumisión y acompañarle a Córdoba en calidad de rehén junto a sus dos hijos mayores, siempre que se le respetara su vida y fuese tratado con el mismo honor que los jefes militares del sultán. Al Mundir aceptó los términos y levantó el campo, pero durante el regreso, el astuto ibn Hafsun escapó y regresó a su capital, dónde había congregado más tropas y suministros. El indignado emir juró con sus generales por testigos no levantar el asedio de Bobastro hasta que el campeón hispano se rindiese. Nuevamente la fortuna vino en socorro de los rebeldes: Abd Allah, hermano menor de Al Mundir, había sobornado a su cirujano, que con el pretexto de unas fiebres, sangró al emir con una lanceta envenenada y huyó. El 29 de junio de 888 murió el primogénito de Muhammad, y el ejército cordobés se retiró llevando su cadáver.

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Omar ben Hafsun, gobernador de la Serranía penibética

Por dos veces amenazado muy seriamente con verse destruido por el enérgico Al Mundir, su muerte fue para Omar una bendición de la Providencia. Abd Allah era de naturaleza más timorata, y muchos clanes árabes, al sospechar de su participación en la muerte de su hermano, se alzaron en su contra. Necesitado de aliados, Abd Allah trabó negociaciones tanto con Ibn Marwan de Badajoz como con Omar ben Hafsun. Así, en poco tiempo, el emir pasó de ser un enemigo encarnizado a un poder en apuros que ofrecía alianza. Al señor de Bobastro los enviados del sultán le ofrecieron convertirse en señor de todo Reiyo, con autonomía casi plena, a cambio del reconocimiento del emir como su señor, y no ayudar a sus enemigos. Aceptó Omar y al final de año había obtenido un estatuto similar al de la ciudad de Toledo, en el que la cura serrana era un enclave plenamente hispano, sin injerencia de los árabes.

Esta política fue, en realidad, desastrosa para el emir, pues aumentó el encono de los aristócratas árabes, que despreciaban su búsqueda de ayuda entre los nativos. Estalló la sublevación de los nobles yemeníes en Sevilla, aliados a los bereberes de la campiña: expulsaron al gobernador del emir y saquearon las propiedades de los muladíes. Tras numerosos disturbios, la ciudad y su gran provincia hasta el océano quedaron en manos de la familia yemení de los Ben Hadach a partir de 891. Algo similar ocurrió en la provincia de Ilbira.

A los que estén acostumbrados a la referencia de Granada como gran bastión del islam en España, tal vez les sorprenderá saber que a finales del siglo IX, en pleno emirato andalusí, la mayoría de sus habitantes eran cristianos. En efecto, la cura de Elvira (que así se llamaba aún la ciudad) era gemela a la de Reiyo, a la que hacía frontera por el este. Orografía difícil, marcada por las serranías penibéticas orientales, mayoría de población hispanogoda pero, a diferencia de aquella, en Elvira predominaba el elemento mozárabe, hasta el extremo, cosa insólita en el sur de Al Andalus, de que incluso en la capital los cristianos eran mayoría, y había más iglesias que mezquitas. Los montañeses eran casi enteramente católicos.

Los árabes de la capital eran de origen sirio, y particularmente agresivos, al estar rodeados de un fuerte elemento hispano. Al conocer las cesiones del emir con ben Hafsun, y la rebelión de los árabes de Sevilla, los aristócratas granadinos incrementaron sus vejaciones, provocando una algarada de los hispanogodos en 889, que concluyó en una batalla campal por las calles de Elvira, en la que los sirios llevaron la peor parte. Resentidos, eligieron entre ellos a un caudillo llamado Sauwar, que organizó un ejército que retomó a sangre y fuego el control de las murallas y de toda la ciudad. Los hispanos fueron finalmente cercados y masacrados en la Alhambra (por entonces apenas un alcázar, muy distinto del bello conjunto ornamental que la dinastía nazarí erigiría en el mismo lugar varios siglos después). Los que lograron escapar huyeron a los montes a reunirse con sus correligionarios. Su única opción era obvia: solicitaron ayuda al gobernador de Reiyo, campeón de los hispanos. Omar ben Hafsun, que ya había tenido una tentativa fracasada de entrar en la serranía oriental tres años atrás (en Alhama), tomó la ocasión al vuelo, y se presentó ante las puertas de Elvira. Salieron a combatirle los sirios, obteniendo una gran victoria. Ben Hafsun hubo de retirarse, pero al regreso a la ciudad, unos hispanos tendieron una emboscada a Sauwar y le dieron muerte. Con la pérdida de su astuto caudillo, su causa decayó. Su sucesor, Said ben Gudi era galante, poeta y esgrimidor, fiel representante de la caballerosidad árabe, pero mal político y estratega. Su debilidad condujo a que, para el año 890, casi toda la montaña de Ilbira se hubiese sometido a ben Hafsun, y los árabes apenas retuvieran el control de la capital.

A pesar de los contratiempos, el caudillo muladí no hacía otra cosa que incrementar su poder: Además de dominar las provincias de Reiyo e Ilbira, numerosos señores de plazas de Jaen, de Murcia o del Algarve eran sus aliados, así como el muladí Ibn Marwan de Badajoz. Su estrella ascendía y muchos hispanos veían en él al caudillo que un día podría liberar su tierra del dominio de los árabes. La oportunidad se presentaría, y Ben Hafsun se disponía a aprovecharla.

El cronista de corte Ben Idhari describió en su obra Bayan-al-Mugrib una semblanza de los hechos acaecidos en Al Andalus por aquellos años, y pese a estar al servicio de los emires y mostrar un relato hostil a Omar, describe de esta manera su forma de gobernar sus territorios: “Al sublevarse encontró el pueblo en su misma disposición de ánimo y dispuesto a hacer causa común con él. Las poblaciones se reunieron a su alrededor y se dirigió a su amor propio con estas palabras: Desde hace demasiado tiempo habéis tenido que soportar el yugo de este sultán que os toma vuestros bienes y os impone cargas aplastantes, mientras los árabes os oprimen con vuestras humillaciones y os tratan como esclavos. No aspiro sino a que os hagan justicia y a sacaros de la esclavitud. Tales palabras de ben Hafsun hallaban siempre una acogida favorable y el reconocimiento de las masas y así consiguió la adhesión de los habitantes de las fortalezas. […] De otra parte mostraba afección a sus compañeros y deferencia para con sus íntimos, respetaba a las mujeres y observaba las reglas del honor, con lo que se conciliaba todos los ánimos. Dentro de sus dominios una mujer podía ir sola de una población a otra con su dinero y sus bienes sin que nadie intentara siquiera molestarla. Empleaba la muerte como castigo. Daba fe a la palabra de una mujer, de un hombre o de un niño cualquiera y, sin solicitar otro testimonio ninguno, castigaba al acusado, quienquiera que él fuera. Su mismo hijo había de someterse a las prescripciones de la justicia. Trataba, además, a los guerreros todos con consideración y rendía honores a los enemigos valerosos y les perdonaba cuando resultaba vencedor. Y regalaba brazaletes de oro a quienes rivalizaban en valor”.

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Bibliografía:
LA ESPAÑA MUSULMANA. Claudio Sánchez Albronoz
HISTORIA DE ESPAÑA. Pedro Aguado Bleye
HISTORIA DE ESPAÑA. Ramón Menéndez Pidal
HISTOIRE DES MUSULMANS D´ESPAGNE. Reinhart Dozy

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