Conjuras y concilios

En marzo de 631 el duque de Septimania, Sisenando (Sigisananths), llegaba a Toledo para ser proclamado rey por la asamblea de la nobleza rebelde a Suíntila. Contaba con el apoyo de muchos nobles y los principales obispos, particularmente Isidoro de Sevilla, a cuyo discípulo Braulio el rey nombró obispo de Zaragoza (Caesaraugusta) poco después. No obstante, su reinado comenzó de forma tormentosa.

Su primer problema fue el clamor alzado entre los godos al saber que a cambio de su ayuda había prometido al rey franco Dagoberto un tesoro nacional: la bandeja de piedras preciosas regalada por el patricio Aecio a Teodorico Balto casi dos siglos atrás. Con las tropas francas acampadas fuera de la capital, Sisenando hubo de negociar un pago en metálico en lugar de la reliquia. El embajador de Dagoberto tasó la fuente en 200.000 sueldos de oro, una fuerte suma del tesoro real visigodo que se llevaron los francos de regreso a su tierra.

A renglón seguido surgieron disensiones dentro del grupo de nobles rebeldes. Geila, hermano del depuesto Suíntila, había esperado ser elevado rey en sustitución de este, y se alzó contra Sisenando. Contaba con pocos apoyos, y fue rápidamente dominado. Pero el propio Suíntila sí tenía el respaldo de un importante grupo de nobles y obispos, y el nuevo rey se dio cuenta de que debía de solventar ese problema lo más rápidamente posible. Bajo la tutela del escrupuloso Isiodoro, no cabía pensar en un asesinato político como en el pasado, y Sisenando decidió convocar un concilio general que legitimase su posición. A principios de 632 envió cartas a todos los obispos y magnates del reino convocándolos a un sínodo general en Toledo, el primero en 43 años. Aunque el III concilio había tenido una importancia política fundamental, su motivo principal había sido religioso (la conversión de los godos al catolicismo). Ahora, por primera vez, un concilio general se convocaba con una intención primaria puramente mundana.

Cuando ya muchos obispos habían emprendido viaje hacia la capital, Sisenando desconvocó apresuradamente el sínodo. Las fuentes de la época son tremendamente parcas en la causa (incluyendo a Isidoro, que tenía buenos motivos para no reflejar en su crónica lo que estaba ocurriendo durante el reinado de su protegido), pero los hallazgos numismáticos nos permiten situar en este año una gran rebelión de nobles godos, encabezada por un tal Iudila, que acuñó moneda en Granada (Elvira) y Mérida (Emerita Augusta). No se sabe nada más sobre él, si actuó por libre, o si era un protegido o familiar de Suíntila (que le cedería en ese caso sus derechos, ya que se proclama rey en las monedas). Tampoco se conocen detalles de sus campañas militares, aunque probablemente estaría en relación con los francos, o más bien con los vascones, que aprovecharon la anarquía para atacar de nuevo el valle del Ebro hasta las cercanías de Zaragoza. Sí sabemos por lo relatado posteriormente en el concilio que hubo obispos y sacerdotes que colaboraron con el rebelde, llegando a tomar las armas.

Durante casi 2 años el reino estuvo sacudido por la más misteriosa y desconocida guerra civil de su historia. Todo ese tiempo, el metropolitano de Sevilla estuvo al lado de Sisenando, y se conserva correspondencia entre este y su amigo el obispo Braulio de Zaragoza, que se queja de las correrías vasconas y solicita a Isidoro que aconseje bien al rey a propósito del sustituto del recientemente fallecido Eusebio para la sede metropolitana Tarraconense. A lo largo de 632, el rey elevó a Audax (seguramente otro discípulo de la escuela sevillana) a tal dignidad, y en 633 nombró a Justo metropolitano de Toledo, prosiguiendo su política de colocar a sus apoyos eclesiales en puestos clave. Mientras los ignotos combates entre ambos proclamados reyes teñían España de sangre, Isodoro concluyó su obra magna, las Etimologías (también llamado Orígenes), la primera enciclopedia de la historia, escrita por un obispo español 11 siglos antes de Diderot y Dalambert. Un compendio de todo el saber clásico grecorromano de su tiempo, desde retórica a álgebra, pasando por historia, poesía, gramática, ciencias naturales, teología o derecho. Una obra monumental, que sería empleada como referencia del saber en toda la Alta Edad Media europea, desde los monasterios benedictinos a la escuela palatina imperial de Alcuino de York. También escribió por esta época la Hispania, una recopilación de los canones de varios concilios de su época y más de 100 epístolas pontificias, que posteriormente sería enriquecida por otros autores hispanos, la Cronica de los reyes godos (en cuya segunda edición corrigió los elogios escritos en la primera hacia Suíntila y su hijo Recimiro), varios tratados de teología como De ordine creaturarum o de Differentis Verborum, ensayos contra la herejía como De haeresibus o De fide catholica, y una regla monástica Regula monachorum, llamada isidoriana en su honor, de gran influencia en el Occidente posterior.

Durante el verano de 633, las tropas de Sisenando lograron finalmente someter a los partidarios de Iudila, de cuyo fin nada se conoce. El rey, finalmente afianzado en su posición, volvió a convocar el IV concilio general de Toledo, que se inauguró el 5 de diciembre de 633 en la iglesia de Santa Leocadia, con la asistencia de 69 obispos y un número indeterminado de magnates. Sisenando se presentó en la asamblea acompañado de su cortesanos, y se postró ante los obispos, implorando su intercesión ante Dios y su consejo para corregir los abusos cometidos en la Iglesia y en el reino. Como veremos, no se trató tan solo de un gesto ceremonial. En las primeras sesiones los obispos trataron sobre temas disciplinares eclesiásticos, muy necesarios tras 44 años sin concilios generales. Los 29 primeros cánones establecieron normas para la vida monástica (empleadas posteriormente por Chrodegardo de Metz para la disciplina de los monjes en el reino franco), coordinación entre metropolitanos para establecer la fecha de la Pascua, obligación de que los sacerdotes recibieran una buena instrucción, permiso para que los esclavos emancipados pudieran seguir la carrera eclesiástica, corrección de errores litúrgicos variados (algunos de ellos influenciados por antiguas prácticas paganas), yerros teológicos como no aceptar la canonicidad del libro del Apocalipsis, vicios en la práctica sacramental como la triple inmersión bautismal, obligación de que los subdiáconos (autorizados a casarse) no contrajeran matrimonio sin permiso de su obispo, etc. Por indicación del rey, los obispos supervisaban a partir de entonces, no solo el trabajo de los jueces (como ya había establecido el III Concilio general), sino también de los nobles, corrigiendo sus abusos y poniéndolos en conocimiento del rey. Por si fuera poco, Sisenando liberó de tributos a todo clérigo nacido libre (aunque no así a las tierras de la Iglesia).

Tales beneficios no eran donaciones desprendidas, sino el pago a cambio de la legitimación que el concilio le proporcionó. Los obispos emitieron dos cánones en los que obligaban a los eclesiásticos que hubiesen tomado parte en una rebelión contra el rey o hubiesen servido de intermediarios con un poder extranjero para la misma (y es evidente que se refieren, sin nombrarlas, a alguna de las rebeliones más recientes, particularmente la de Iudila), a quedar recluidos en un monasterio para hacer penitencia. Por inspiración directa de Isidoro se promulgaron varios cánones al respecto de los judíos: en el canon 59 se descalifica la política de conversiones forzadas de Sisebuto. El concilio emplea palabras corteses, en recuerdo de la amistad entre el finado rey y el metropolitano de Sevilla, pero es tajante al afirmar que el antiguo rey, sin respaldo legal ni autorización de concilio “obligó por la fuerza a quienes había de haber convencido por la razón”, provocando recaídas y apostasías. No obstante la prohibición de las conversiones forzadas, los obispos dictaminaron que el contacto con los sacramentos de los conversos les impedía volver a su estado anterior, por lo que se aceptaban aquellas antiguas conversiones como válidas. Los conversos que hubiesen circuncidado a sus hijos, serían separados de ellos, y si tenían relaciones con los judíos no bautizados, sufrirían pena de azotes y perdían su derecho a testificar en juicio. Con respecto a los judíos no bautizados, se recordaban las habituales prohibiciones de tener esclavos cristianos, ocupar cargos públicos en los que pudiesen tener autoridad sobre cristianos (los obispos manifestaban su convencimiento de que los empleaban para perjudicar a los cristianos), y se amenazaba con la excomunión a los funcionarios y clérigos que protegían a los judíos. Suavizó en algo la legislación precedente, al omitir la confiscación de sus bienes a los judíos que poseyeran esclavos cristianos, limitándose a liberar a estos.

El último canon del concilio, el 75, es el más trascendente. En él se estableció una nueva norma para regular la sucesión al trono y el ordenamiento jurídico del gobernante, a la vista de las crecientes rebeliones que el reino había sufrido desde la época de Sisebuto. A la muerte del rey, los obispos y los magnates se reunirían para escoger sus sucesor entre los nobles más capaces, consagrando de ese modo el peculiar principio, tan caro a los godos, de la monarquía electiva. Se establecía un juramento de fidelidad al soberano (presente de forma no vinculante con anterioridad), que toda la población debía hacer cuando el monarca legítimo ascendiese al trono: los nobles y obispos lo realizarían directamente, el resto de la población lo escucharía y asentiría en asamblea de labios del conde o el juez local. El quebrantamiento de este juramento de fidelidad era condenado de la manera más enérgica: quién atentase contra la vida del rey o conspirase contra él para arrebatarle el trono, sería reo de anatema, sufriendo confiscación de todos sus bienes y destierro El anatema fue leído tres veces en voz alta, y tres veces lo copiaron los notarios en las actas (la forma más solemne de un juramento). A continuación, todos los presentes realizaron el juramento de fidelidad. Los obispos conminaron a Sisenando y a sus sucesores a gobernar con moderación, benevolencia, justicia y piedad, y les amenazaron con hacer recaer sobre ellos ese mismo anatema si gobernaran con dureza o tiranía. Con este último gesto se justificaba la condena al rey Suíntila, del cual se denunciaron numerosos crímenes, siendo condenado a confiscación de sus bienes y los de su familia, y destierro.

Este concilio aseguró aparentemente, no solo el trono de Sisenando (usurpador él mismo), sino el de sus sucesores. La nobleza goda no había obtenido de su monarca los privilegios que sus pares francos obtuvieron del Edictum Chlotarii del concilio de Paris de 614, en el que se establecía que todos los cargos públicos debían ser ocupados por la alta nobleza. A cambió, los magnates hispanos habían apostado por una monarquía algo más fuerte e independiente pero electiva, vedando la posibilidad de que una familia se hiciese más fuerte que las demás, e impidiendo las dinastías reinantes. A la larga, el trono godo fue mucho más inestable que el franco, y eso tendría consecuencias fatales para el reino. Con todo, este concilio se convirtió en el antecedente más remoto de las cortes medievales europeas de las cuales derivan (aunque imperfectamente) nuestros actuales parlamentos occidentales.

Verdadera alma del concilio había sido el metropolitano Isidoro, a quién se le atribuye durante estas sesiones el establecimiento de un principio de soberanía que tendría gran influencia en la edad media, “Dios concedió la preeminencia a los príncipes para el gobierno de los pueblos”, así como el proverbio rex eris si recte facies, si non facias, non eris (Rey eres si rectamente obras, sino, no lo eres), un axioma de legitimidad de ejercicio de inspiración legal romana que superaba el concepto germánico del gobierno del estado como si fuese patrimonio privativo del rey. Alcanzada la fabulosa edad (para su época), de 73 años, el obispo se retiró definitivamente a Sevilla, creyendo haber dejado atada la futura tranquilidad y prosperidad del reino. Murió el 4 de abril de 636, dejando sus bienes a los pobres. Fue el mayor erudito mundial de su época, y un buen pastor para la Iglesia en la Bética y en España. De vida personal intachable, fue canonizado en 1598 y proclamado Doctor de la Iglesia en 1722. En política, su trayectoria fue más errática. Aspiró siempre a cooperar armónicamente con cada rey, suavizando la naturaleza turbulenta de los nobles godos, pero únicamente con su amigo Sisebuto alcanzó tal estado. Su más oscura mancha fue apoyar la usurpación de Sisenando, creyendo así que podría evitar la tiranía de Suíntila. Su precedente sirvió de ejemplo para todos los futuros usurpadores. Por cierto que a su muerte, el arca que contenía la reliquia más preciada de la iglesia de Sevilla, el Santo Sudario, fue llevada a Toledo.

Y es que la estabilidad política que el concilio proporcionó al reino hispano no duró mucho. A partir del año 635 volvemos a tener noticias confusas de rebeliones y conjuras contra el rey, su familia y clientes, que cristalizaron a principios de 636 en una gran rebelión en la provincia Septimania, en la que tomaron parte varios elementos populares y tal vez un hispanorromano se presentó como candidato a la corona. Agotado y consumido, Sisenando murió en Toledo el 12 de marzo de 636, no mucho más tarde que su gran enemigo, el depuesto y desterrado Suíntila. Como era esperable dada la situación, apenas una fracción de los nobles y obispos pudo reunirse en la capital para ejecutar el canon 75 del IV concilio, y elevar al trono por su medio a Chintila (un diminutivo de Khinda). Su situación era tan precaria que su primer acto fue convocar un nuevo concilio general, ya exclusivamente con el objeto de asegurar su corona. El V concilio de Toledo tuvo lugar en la iglesia de Santa Leocadia durante el final de la primavera de 636, y a él sólo acudieron 24 obispos, es decir, menos de la tercera parte del total, y únicamente de las provincias hispanas del reino, pues la Galia goda estaba en rebeldía. Fue un concilio menor, incluso vulgar, sin la mano providente del recientemente fallecido Isidoro. Su discípulo Braulio de Zaragoza trató de ocupar su puesto, pero los cánones son mezquinamente contingentes: se confirma el trono de Chintila, se garantiza el disfrute suyo y de sus descendientes de sus bienes y de aquellos regalos que recibieran durante su reinado, se repite la excomunión contra los que conspiran contra el rey, así como contra aquellos que aspiren a la corona sin ser godos de noble cuna (explícitamente cita a tonsurados e hispanorromanos, lo que indica que alguno de ellos se había postulado). Se repite de nuevo el canon 75 del concilio anterior, cuya lectura se convierte en obligatoria al final de cada concilio general.

Por cierto que durante las sesiones llegó una sorprendente carta del papa Honorio. En ella, el obispo romano manifestaba que habían llegado a sus oídos historias de tolerancia y sacrilegio de los judíos bautizados que apostataban en España. Honorio criticó duramente a los obispos hispanos y les conminó a ser más enérgicos y aplicar durísimos castigos contra los renegados. El concilio encargó a Braulio la respuesta, en la que protestó por el tono y el fondo del mensaje papal, reconociendo su primacía y su derecho a interesarse por los asuntos de la Iglesia en España, pero manifestando que estaba mal informado, y que los obispos españoles estaban llevando a cabo la labor de cuyo abandono les acusaba. Braulio afirmaba que no habían descuidado sus deberes, sino que estaban ablandando la natural dureza de los judíos mediante la predicación, y que se habían tomado medidas (para demostración de lo cual adjuntaba los cánones relativos a los judíos del IV concilio), pero que las penas que proponía el obispo de Roma para los apóstatas eran excesivas, y no tenían apoyatura ni en los cánones ni en el Nuevo Testamento.

Este concilio, clausurado el 30 de junio de 636, ya nació débil, y Chintila se convenció pronto de que su trono no sería asegurado por el derecho sino por la espada. Durante 2 años combatió a los rebeldes de Septimania en otra campaña opaca de la que ningún detalle conocemos. A lo largo de 637 el rey logró dominar a los sublevados (que sin duda contaban con apoyos importantes en la península) y muchos de ellos sufrieron pena de confiscación, cárcel, azotes o destierro, según su dignidad. No pocos, sin embargo, lograron evadirse y se exiliaron en el reino franco, donde recibirían el nombre genérico de refugae (fugitivos). Fue una suerte para Chintila que el rey Dagoberto se hallara en esos años enfrascado en un enfrentamiento con su propia nobleza (que a la larga terminó perdiendo) pues una invasión franca en ese momento hubiese hallado poca resistencia. Dagoberto murió en 638 y sus sucesores no volverían a tener un gobierno efectivo, cayendo el poderoso estado franco en manos de la nobleza feudal. Con todo, los refugae no cesaron, desde su exilio galo, en promover todo tipo de revueltas, conspiraciones y hasta intentos de regicidio dentro del reino godo (el abad Fructuoso cita una de estas conjuras en Galecia).

Chintila convocó a finales de ese año un nuevo concilio general, el VI, que fue inaugurado el 9 de enero de 638 en Santa Leocadia de Toledo. Claramente triunfante, el rey ni siquiera acudió, pero los 53 obispos presentes confirmaron todas las seguridades hechas a su familia en el concilio anterior. Asimismo se repitieron, amplificadas, las condenas, las penas civiles (tonsura, confiscación, destierro, etc) y el anatema a los que conspirasen contra el rey, particularmente los exiliados.
En su tomo a los padres conciliares, Chintila mostró su intención de seguir las indicaciones del papa Honorio y combatir enérgicamente “la superstición judía”, acabando con ellos en su reino. Los obispos cedieron y proclamaron junto a los magnates que antes de ascender al trono todo rey futuro debería jurar impedir que los judíos violasen la fe católica, ni aceptasen sobornos de ellos para favorecerles o mostrarse indiferentes ante sus “ofensas” a los cristianos.

Al igual que Sisebuto antes que él, Chintila fue más allá de las disposiciones conciliares, y emprendió una campaña de conversiones forzadas como las de su predecesor. Se conserva un placitum o documento de una de esas conversiones firmado por los judíos prominentes de Toledo con fecha 1 de diciembre de 638, en el que se comprometen a renunciar a sus antiguas creencias y no celebrar sus ritos, prometiendo lapidar a aquel de entre ellos que se desviase de la fe católica. Es evidente que nada se había aprendido de las lecciones del pasado IV concilio, y la persecución activa a los judíos comenzó de nuevo durante los siguientes 3 años.

Chintila, bien asentado en el trono y debiendo a los obispos su corona, decidió en 640 (tal vez se sintiera enfermo) nombrar a su joven hijo Tulga como heredero. Violaba así explícitamente las disposiciones del canon 75 del IV concilio que le habían permitido a él mismo ser rey, lo que sugiere que una vez afianzado sobre una fuerza patrimonial y familiar propia, ningún noble pensaba en serio respetar el procedimiento reglado de elección monárquica. Como es obvio, este paso le enajenó las simpatías que aun pudiese contar entre nobleza y clero, y reforzó a los refugae que esperaban su oportunidad en el exilio. Chintila murió en diciembre de 640, y el pequeño Tulga fue elevado al trono inmediatamente por la facción familiar, sin respaldo legal. Era obvio que se sostendría el tiempo en que los suyos pudieran defenderle por la fuerza, y ese tiempo no llegó a 14 meses. En abril de 642, un viejo conspirador, el refugae Chindasvinto (Khindaswinths), que contaba la fenomenal edad de 79 años, regresó a España y en Pamplica (Pampliega, actual provincia de Burgos) fue proclamado rey por buena parte de la nobleza. Entró en Toledo en julio de 642, destronando y tonsurando al joven Tulga. Chindasvinto iba a aplicar la única receta que los godos parecían conocer para la estabilidad política: una brutal represión.

Por cierto que, mientras estas cosas acontecían en el extremo occidental del Mediterráneo, en Arabia había muerto Mahoma el 8 de abril de 632 . Fundador de una nueva fe basada en una mezcla del judaísmo y el cristianismo, llamada Islam (sumisión), había logrado unificar política y religiosamente a los árabes. Varios familiares suyos se sucedieron en los años posteriores en el título de califa (o “sucesor”), durante los cuales los árabes musulmanes tomaron Mesopotamia a los persas y Siria, Palestina y Egipto a los romanos.


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2 comentarios

  
Ano-nimo
Luis:

Un artículo muy bueno e interesante; muchas gracias por compartir tus conocimientos con los demás.

Un cordial saludo.
03/03/11 4:32 PM
  
Gabar
Coincido con Ana_MS. Nunca me habían contado tan bien un cachito de nuestra historia.

Saludos.
03/03/11 7:42 PM

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