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9.11.17

Inclinaciones, postura para participar (X)

Prosiguiendo con los gestos y posturas corporales, veremos cómo su variedad permiten expresar en cada momento los sentimientos interiores, el afecto y la devoción, celebrando la liturgia. El cuerpo se expresa en la liturgia a la vez que permite crear disposiciones internas para un culto verdadero.

 Así, participar es estar de pie, sentados, de rodillas… según lo requiere cada parte de la liturgia. Esta participación es sencilla e implica estar atentos y conscientes en la celebración litúrgica, buscando además la unidad en gestos, posturas, palabras y oraciones de todo el pueblo cristiano.

 

            d) Inclinaciones

  La liturgia lleva al hombre a inclinarse ante Dios, reconociéndole y adorándole. No es la postura erguida, de dura cerviz que le cuesta inclinarse ante Dios, sino la del hombre que se inclina, que adora, que se hace pequeño porque él mismo es pequeño ante la grandeza de Dios.

  Es, pues, un modo de adorar al Señor. El criado de Abraham, al encontrar a Rebeca, “se inclinó en señal de adoración al Señor” (Gn 24,26). Los levitas, a petición del rey Ezequías alabaron al Señor con canciones de David, “lo hicieron con júbilo; se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,30).

 Es también un modo reverente de saludar a alguien superior o más importante, o simplemente una deferencia cortés, como Abraham ante los hititas para dirigirles su discurso (Gn 23,7) o los hijos de Jacob ante José en Egipto que “se inclinaron respetuosamente” (Gn 43,28). Betsabé saluda al rey David inclinándose ante él y luego postrándose (cf. 1R 1,16) y Betsabé es saludada con una inclinación por su hijo el rey Salomón (1R 2,19). Ya aconseja el Eclesiástico: “Hazte amar por la asamblea, y ante un grande baja la cabeza” (Eclo 4,7).

  Inclinarse es siempre signo de condescendencia, de bondad. Dios mismo se inclina hacia el hombre que le grita en el peligro: “Inclinó el cielo y bajó, con nubarrones debajo de sus pies” (Sal 17,10); “él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal 39,2). Dios se inclina, como una madre hacia su pequeño, cuidando a Israel: “fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer” (Os 11,4).

El orante suplica que Dios se incline o que incline su oído a la súplica: “inclina el oído y escucha mis palabras” (Sal 16,6), “inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme” (Sal 30,3), “inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado” (Sal 85,1).

 Un hombre bueno, imitando la condescendencia de Dios, inclinará su oído ante el pobre que le suplica: “Inclina tu oído hacia el pobre, y respóndele con suaves palabras de paz” (Eclo 4,8). Jesús mismo, viendo a la suegra de Simón con fiebre, “inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre” (Lc 4,39) y propone al buen samaritano como modelo, que se acerca al hombre herido, lo toma en sus brazos y lo monta en su propia cabalgadura (cf. Lc 10,34).

 Y quien se resiste a inclinarse, es el de dura cerviz, el orgulloso y altanero, que se resiste a Dios y que es incapaz de inclinarse hacia quien sufre con un corazón duro.

 Estos valores, este sentido claro, tan visual, posee la inclinación en la liturgia: es adoración y reconocimiento de Dios, es saludo reverente, es humildad y docilidad. Bien hechas las distintas inclinaciones, provocan un clima espiritual, subrayan la sacralidad de la liturgia; sin embargo, omitir las inclinaciones, hacerlas precipitadamente y sin hondura, empobrecen el aspecto no sólo ritual, sino también espiritual, de la liturgia.

  Todos los fieles participan en la liturgia cuando se inclinan profundamente en el Credo a las palabras “Y por obra del Espíritu” hasta “y se hizo hombre” (IGMR 137).

   Si por causas justificadas –estrechez del lugar, o por enfermedad- están de pie en la consagración, harán inclinación profunda cuando el sacerdote adora cada especie con la genuflexión: “Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).

 En el momento de acercarse a comulgar, todos deben expresar la adoración al Señor, con una inclinación profunda y después acercarse al ministro: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

Por último, y como elemento habitual, en la oración super populum (cada día de Cuaresma) y en la bendición solemne a la que se responde con triple “Amén”, el diácono (o el sacerdote si no hay diácono) advierte “Inclinaos para recibir la bendición” (IGMR 186) y todos participan inclinándose para la bendición final.

 Además, todos cuantos pasan por delante del altar (o del Obispo) para proclamar una lectura, o para hacer la colecta, etc., hacen inclinación profunda o en el momento de entregar las ofrendas al Obispo o sacerdote, hacen inclinación.

  Hay dos tipos de inclinaciones, pensando sobre todo en el sacerdote y los ministros, la inclinación de cabeza y la inclinación profunda (de cintura). El Misal prescribe:

 “Con la inclinación se significa la reverencia y el honor que se tributa a las personas mismas o a sus signos. Hay dos clases de inclinaciones, es a saber, de cabeza y de cuerpo:

 a) La inclinación de cabeza se hace cuando se nombran al mismo tiempo las tres Divinas Personas, y al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y del Santo en cuyo honor se celebra la Misa.

 b) La inclinación de cuerpo, o inclinación profunda, se hace: al altar, en las oraciones Purifica mi corazón y Acepta, Señor, nuestro corazón contrito; en el Símbolo, a las palabras y por obra del Espíritu Santo o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; en el Canon Romano, a las palabras Te pedimos humildemente. El diácono hace la misma inclinación cuando pide la bendición antes de la proclamación el Evangelio. El sacerdote, además, se inclina un poco cuando, en la consagración, pronuncia las palabras del Señor” (IGMR 275).

  También se hace inclinación profunda antes y después de incensar (al sacerdote, a los fieles, a la cruz) exceptuando las ofrendas en el altar.

 Y es costumbre antiquísima de la Iglesia, que hoy mantienen algunas Órdenes monásticas, saludar al Santísimo en el Sagrario con una inclinación profunda (no simplemente con la cabeza), ya que éste es el gesto más tradicional de la liturgia; el Catecismo lo recuerda:

“En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor” (CAT 1378).

 Estas inclinaciones, tanto las que hacen los fieles como las que realizan los ministros en el transcurso de la liturgia, son un medio de participación de todos.

 

 

26.10.17

De rodillas, postura para participar (IX)

c) De rodillas

  En la liturgia, hay distintos momentos en que todos los fieles se ponen de rodillas. Es un modo de participación exterior, activa, en que el cuerpo nos ayuda a vivir las realidades interiores. Así, de rodillas, se pide perdón, se ruega, se hace penitencia y de rodillas también se adora.

 Por eso participar es también ponerse de rodillas en los momentos que la liturgia prescribe.

  Una súplica intensa y urgente queda reforzada con la actitud humilde de quien se arrodilla, humillándose, para lograr ser escuchado (cf. 2R 1,13). Es también el gesto de quien invoca a Dios, le suplica, eleva sus preces: Salomón reza una larga plegaria ante el altar del Señor “donde había estado arrodillado con las manos extendidas hacia el cielo” (1R 8,54); Daniel, “se ponía de rodillas tres veces al día, rezaba y daba gracias a Dios como solía hacerlo antes” (Dn 6,11); Ana se postra ante el Señor pidiendo un hijo (1S 1,19; 1,28).

 Ante Jesús mismo, el padre del paralítico implora la curación de su hijo “cayendo de rodillas” (Mt 17,14-15) y también del leproso que pide su sanación “suplicándole de rodillas” (Mc 1,40), así como un jefe de los judíos “se arrodilló ante él” pidiendo la curación de su hija a la que, finalmente, resucitó porque ya había fallecido (cf. Mt 9,18-26). El mismo Cristo, en su angustia ante la muerte, reza de rodillas al Padre en Getsemaní (cf. Lc 22,41) y el apóstol Pedro reza de rodillas antes de resucitar a Tabita (cf. Hch 9,40). En la playa de Tiro, antes de despedirse Pablo y embarcar, todos se arrodillan y rezan (cf. Hch 21,5).

  La petición de perdón, suplicando misericordia, se hace también de rodillas, como gesto penitencial elocuente y claro. Esdras invoca así el perdón de Dios: “con mi vestidura y el manto rasgados, me arrodillé, extendí las palmas de mis manos hacia el Señor, mi Dios, y exclamé: ‘Dios mío estoy avergonzado y confundido…’” (Esd 9,5-6; 10,1). Junto a las lamentaciones y el ayuno, postrarse de rodillas es uno de los gestos penitenciales ante Dios (2M 13,12). De rodillas tiene mayor fuerza la súplica del perdón, como aparece en la parábola en que el rey ajusta cuentas con dos de sus criados y uno de ellos, después, no tiene misericordia con el otro (cf. Mt 18,21-34).

  La adoración está vinculada espontáneamente al gesto de arrodillarse, de modo que uno se empequeñece ante la grandeza de Dios, a quien se reconoce como Único y Santo. La adoración busca un modo de expresarse ante Dios y la liturgia lo ha hallado, en el rito romano, y en la piedad personal, mediante la postura de rodillas.

  Cuando pasa el Señor y cubre con su mano a Moisés, éste “cayó de rodillas y se postró” (Ex 34,8) ante la majestad de Dios y el pueblo entero “se postró en señal de adoración” ante la promesa de liberación de Dios (Ex 4,31). El profeta Elías sube hasta el monte Carmelo buscando al Dios vivo e implorando la lluvia, “para encorvarse hacia tierra, con el rostro entre las rodillas” (1R 18,42). Doblar las rodillas ante Dios es reconocer su señorío, sin embargo doblarlas ante los ídolos es hacerse esclavo de ellos y recibir el rechazo de Dios (cf. 1R 19,18).

  En adoración, el pueblo está de rodillas mientras se ofrece el holocausto, y terminado éste, el rey y los sacerdotes también se postran: “toda la comunidad permaneció postrada hasta que se consumió el holocausto; se cantaban cánticos y sonaban las trompetas. Consumido el holocausto, el rey y su séquito se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,28-29). Ante Dios “se doblará toda rodilla” (Is 45, 23), ante El “postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro” (Sal 94). A Dios le adora el pueblo de Israel postrándose ante Él (Jdt 6,18; 13,17).

 En la Iglesia, quienes participen en la asamblea litúrgica y oigan los cantos, vean las profecías, escuchen el don de lenguas, etc., caerá de rodillas adorando a Dios, postrado, reconociendo la presencia de Dios (cf. 1Co 14,24-25). San Pablo, “dobla sus rodillas” (Ef 3,14) ante el Padre por su designio de salvación y la revelación que nos ha entregado y al nombre de Jesús, exaltado a la derecha del Padre, “toda rodilla se doble” (Flp 2,10), como fue adorado por los Magos que “de rodillas” le entregaron sus dones: oro, incienso y mirra (Mt 2,11); después de la tempestad calmada, los discípulos en la barca “se postraron ante él diciendo: ‘Realmente eres Hijo de Dios’” (Mt 14,33) reconociendo su divinidad. En el cielo, la liturgia celestial del Apocalipsis, los veinticuatro ancianos de rodillas, se postran, adorando (cf. Ap 4,10; 5,8).

  La Iglesia naciente asumió pronto la postura de orar de rodillas:

“Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado [en Getsemaní]. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos, al arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa in Coena Domini, 5-abril-2012).

 Todos estos significados se entrecruzan y se realizan en la liturgia.

   En el rito romano y sólo en este, la piedad desembocó en adoptar la forma de rodillas para la adoración en el momento central de la Misa, la consagración, después de muchos siglos, como un elemento nuevo. A raíz de las controversias eucarísticas del siglo XI y el incremento de la piedad eucarística en el s. XIII, la inclinación profunda de los fieles, que era y es el signo más tradicional, fue muy poco a poco sustituida por la postura de rodillas en la consagración; el ordo missae de Burcardo (1502) pide a los fieles que se arrodillen y de ahí pasó, fácilmente al Misal de san Pío V.

  Ahora, en el rito romano, de rodillas participamos en la Misa durante la consagración, y es obligatorio para todos los fieles y ministros (diáconos, acólitos):

“estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración. Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).

 También se puede estar de rodillas para recibir la Comunión:

 “No está permitido a los fieles tomar por sí mismos el pan consagrado ni el cáliz sagrado, ni mucho menos pasarlo de mano en mano entre ellos. Los fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según lo haya determinado la Conferencia de Obispos. Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

  En los demás ritos occidentales y sobre todo orientales, tanto en  la consagración (la plegaria eucarística entera) como en la comunión, los fieles están de pie, pero con inclinaciones profundas de adoración, siguiendo el uso más tradicional y primitivo.

  Una acción litúrgica propia y original del rito romano es la exposición del Santísimo y la bendición eucarística, de tanta raigambre y beneficio espiritual Su carácter de adoración y culto a Jesucristo presente real y sustancialmente se expresa con la postura de rodillas. Cuando se expone el Santísimo, los fieles están arrodillados y transcurrido el tiempo de la adoración, el sacerdote o diácono se acerca, hace genuflexión sencilla y a continuación, de rodillas, inciensa el Sacramento; tras rezar una oración, hace genuflexión e imparte la Bendición con el Santísimo. Todos mientras permanecen de rodillas (cf. RCCE 97).

El Viernes Santo, todos se arrodillan cuando se desvela la cruz en tres veces, en señal de adoración[1].

Y de rodillas se cantará “Et incarnatus est” en el Credo del día de la Natividad del Señor y de la Anunciación[2], adorando el Misterio, así como de rodillas estarán todos, en silencio, cuando leída la Pasión el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, se llega al versículo en que Jesús expira[3].

 Distinto sentido tiene estar de rodillas penitencialmente. La Iglesia conoció desde el principio este uso, y lo prohibió expresamente en los domingos y en todo el tiempo pascual. Y oró de rodillas en señal de penitencia y aún hoy continúa. El sacramento de la Penitencia, al menos en el momento de la absolución en la Forma A, se recibe de rodillas, mientras el sacerdote impone las manos al recitar la fórmula de la absolución. También en la Forma B, celebración comunitaria de la penitencia con confesión y absolución individual, cuando todos juntos piden perdón a Dios antes del Sacramento, el diácono invita a todos a ponerse de rodillas (o profundamente inclinados) para recitar el “Yo confieso…” y las peticiones de perdón o letanías penitenciales (RP 27).

En cierto sentido es igualmente penitencial, en el rito romano, el inicio de la acción litúrgica de la Pasión del Señor en el Viernes Santo; mientras el sacerdote se postra por completo en el suelo, delante del altar, en profundo silencio –no hay canto de entrada-, todos los fieles se ponen de rodillas y oran a Dios: “El sacerdote y los ministros, hecha la debida reverencia al altar, se postran rostro en tierra; esta postración, que es un rito propio de este día, se ha de conservar diligentemente por cuanto significa tanto la humillación “del hombre terreno", cuanto la tristeza y el dolor de la Iglesia. Los fieles durante el ingreso de los ministros están de pie, y después se arrodillan y oran en silencio”[4].

 También la oración común y súplica se expresa con la postura arrodillada: las letanías de los santos en las Ordenaciones y profesiones religiosas se cantan estando todos de rodillas –y los candidatos postrados por completo en el suelo- excepto los domingos y los cincuenta días de Pascua[5]. La serie de oraciones en el Viernes Santo, después de la lectura de la Pasión, son un vestigio, un testigo, del modo en que el rito romano desarrolló la oración de los fieles u oración universal. Un diácono enunciaba la intención, a continuación se invitaba a la oración silenciosa de rodillas (“Pongámonos de rodillas”, “Flectamus genua”), transcurrido un lapso de tiempo se invitaba a ponerse de pie (“Poneos en pie”, “Levate”), y el sacerdote rezaba la oración[6]. Lo mismo habría que decir, antiguamente, para los dípticos de la Misa hispano-mozárabe donde se recitaban y los fieles se arrodillaban reforzando la plegaria común.

  La postura arrodillada concentra la súplica interior y la recepción del Don de Dios. De rodillas recibe el candidato la imposición de manos del Obispo en la ordenación y de rodillas permanecerá mientras se reza la plegaria de ordenación[7]. Los nuevos profesos de rodillas permanecerán mientras se reza la solemne plegaria de profesión[8] e igualmente en el rito de consagración de vírgenes[9]. Los nuevos esposos, en el sacramento del Matrimonio, después del Padrenuestro se pondrán de rodillas y el sacerdote con las manos extendidas sobre ellos recitará la solemne plegaria de bendición nupcial[10].

  ¿Qué es participar y cómo logramos que todos participen? Entre otras cosas, con las posturas corporales durante la celebración. Así, participar, es también ponerse de rodillas en los momentos en que la liturgia lo prescribe y no quedarse de pie.

 Será también un modo de participación más intenso para quienes reciben un sacramento (ordenación, matrimonio, penitencia…) o una consagración (profesión, consagración de vírgenes…) sin necesidad de buscar e introducir elementos añadidos para que “participen más”. Orar de rodillas, pedir perdón de rodillas o adorar juntos de rodillas son elementos para la participación de los fieles en la liturgia de manera interior y exterior, activa, consciente.

 



[1] Caeremoniale episcoporum (: CE), 321. 322.

[2] CE, 143.

[3] CE, 273.

[4] Cong. Culto Divino, Carta sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales, n. 65.

[5] Cf. CE, 507, 529, 580…

[6] “La Conferencia Episcopal pueden establecer una aclamación del pueblo antes de la oración del sacerdote o determinar que se conserve la tradicional monición del diácono: Pongámonos de rodillas, y: Podéis levantaros, con un espacio de oración en silencio que todos hacen arrodillados” (MR, Viernes Santo, n. 11).

[7] CE 509-510; 531-533.

[8] CE 762. 783.

[9] CE 733.

[10] Ritual del Matrimonio, n. 81. 112.

19.10.17

Más posturas corporales para participar (VIII)

b) Sentados

  La postura de estar sentados, juntos, a la vez, es otro modo de participar activamente en la liturgia y es expresión de nuestro interior orante.

Es una postura relajada, cómoda, que tiende a que podamos recogernos mejor y estar disponibles para una escucha atenta. Favorece el silencio. Sentados también esperamos y aguardamos la salvación que siempre nos viene de Dios, nunca de nosotros mismos.

 Sentados lloraban ante el Señor los hijos de Israel: “los hijos de Israel y todo el pueblo subieron a Betel. Allí lloraron sentados ante el Señor. Aquel día ayunaron hasta el atardecer” (Jue 20,26), “sentados ante Dios” (Jue 21,2).

  Quienes gobiernan (1R 1,46; 22,10; Est 5,1), quienes juzgan, como ancianos (Rut 4,4) o como jueces (Ex 18,13; Jr 26,10; Ez 8,1; Hch 16,15; Mt 27,19; Hch 25,6),  y quienes enseñan están sentados como expresión de su autoridad “en la cátedra de Moisés” (Mt 23,2). Reinar es estar sentado en el trono como señorío y dominio (1R 1,48; 3,6; Prov 20,8).

  Dios mismo está sentado en su trono para juzgar (cf. 1R 22,19; Is 6,1; 40,22; Mt 23,22), “el Señor se sienta como rey eterno” (Sal 28,10), “Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46) “sentado sobre querubines, vacile la tierra” (Sal 98).

  Jesús será el verdadero Hijo de David, que “se sentará en el trono de David, padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre” (Lc 1,26ss).  Junto al Señor, el Cordero degollado, están sentados los veinticuatro ancianos que reinan junto a Él (Ap 4,4; 11,16). Cristo está sentado a la derecha del Padre (Mc 16,19; Col 3,1): el Señor triunfante (Ap 3,21; 7,10; 21,5). Y vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos: “se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones” (Mt 25,31).

  Para enseñar como maestro y para estar atentos como discípulos, la postura sentada es la más expresiva; en un caso, el del maestro, por autoridad delante de los discípulos; en el otro caso, para escuchar atentamente, dócilmente.

  Como auténtico Maestro, Jesús enseña sentado a sus apóstoles en casa (Mc 9,35) y en una montaña (Mt 24,3), y se sienta en el monte para predicar a sus discípulos (Mt 5,1); sentado en la barca, enseña a la multitud que está en la orilla (Mt 13,1-3) y sentado en la montaña va curando a la multitud de enfermos que le acercan (Mt 15,29s). En la sinagoga, Jesús enseña, predica, sentado (Lc 4,20).

  Alrededor de Jesús, la multitud estaba sentada pendiente de sus palabras (Mc 3,32) y ejemplo y tipo de docilidad y escucha obediente será María, hermana de Marta, que “sentada a junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Lc 10,39).

 Los apóstoles mismos se sientan el sábado en la sinagoga para escuchar la ley y los profetas antes de intervenir, anunciando a Jesucristo (Hch 13,14). El paralítico de Listra escuchaba sentado hablar a Pablo (Hch 14,9) así como los fieles de Tróade (Hch 20,9).

 En la liturgia hoy tanto los fieles como el sacerdote se sientan en diversos momentos de la liturgia participando así de la acción común, pero con valor y sentido distintos.

  Los fieles en la liturgia están sentados para orar, meditar en silencio o escuchar más atentamente las lecturas bíblicas y la homilía. Dice la Ordenación del Misal:

“En cambio, estarán sentados mientras se proclaman las lecturas antes del Evangelio y el salmo responsorial; durante la homilía y mientras se hace la preparación de los dones para el ofertorio; también, según las circunstancias, mientras se guarda el sagrado silencio después de la Comunión” (IGMR 43).

En la Liturgia de las Horas, todos estarán sentados durante la salmodia, para la escucha de las lecturas, para la homilía y además, en el Oficio de Vigilias, para los cánticos. En las demás celebraciones sacramentales, permanecerán los fieles sentados durante los escrutinios o interrogatorios (Profesión solemne, Ordenación, matrimonio).

 Fundamentalmente, sentados escuchamos las Palabras divinas, las lecturas de la Escritura, por las que Dios continúa hablando a su pueblo y Cristo sigue anunciando el Evangelio[1]. La Palabra de Dios debe ser acogida con fe y docilidad, en clima meditativo: “La liturgia de la palabra debe celebrarse de tal manera, que favorezca la meditación; por eso se ha de evitar toda clase de prisa, que impide el recogimiento. El diálogo entre Dios y los hombres, que se realiza con la ayuda del Espíritu Santo, requiere breves momentos de silencio, adecuados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de Dios sea acogida interiormente y se prepare una respuesta por medio de la oración” (OLM 28); sin duda, estar sentados es lo más conveniente para esta interiorización.

“Por medio de la palabra de Dios escuchada y meditada, los fieles pueden dar una respuesta llena de fe, esperanza y amor, de oración y de entrega de sí mismos, no sólo durante la celebración de la Misa, sino también en toda su vida cristiana” (OLM 48).

 Los fieles reproducen aquello mismo que María hizo en Betania: estar a los pies del Señor, sentados, para escuchar su Palabra.

 Por su parte, aquel que preside, obispo o sacerdote, reproducirá a Cristo Maestro que sentado en medio de sus hermanos, enseña, instruye y exhorta. La sede del sacerdote -¡y cuánto más la cátedra del Obispo!- posee un valor simbólico, no meramente funcional: es algo más que un asiento para que se siente como todos. La sede es el signo del mismo Cristo, Cabeza y Maestro, que un día vendrá con gloria y se sentará para juzgar a vivos y muertos.

 “La sede del sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecuado es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio u otra circunstancia lo impidan, por ejemplo, si por la gran distancia se torna difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea congregada, o si el tabernáculo está situado en la mitad, detrás del altar. Evítese, además, toda apariencia de trono. Conviene que la sede se bendiga según el rito descrito en el Ritual Romano, antes de ser destinada al uso litúrgico.

Asimismo dispónganse en el presbiterio sillas para los sacerdotes concelebrantes” (IGMR 310)

  La sede del sacerdote debe tener su relieve, destacada, sin que quede ocultada por el altar, sino elevada. Además es única, y, por tanto, es reprobable la costumbre de disponer tres sillones exactamente iguales juntos; como signo de Cristo Cabeza y Maestro, la sede del sacerdote es única en su forma y realce, y los demás concelebrantes y ministros deben disponer de asientos funcionales, discretos. “La sede (cátedra) del obispo o del sacerdote debe significar su oficio de presidente de la asamblea y director de la oración” (CAT n. 1184).

 En la sede, el sacerdote eleva las oraciones a Dios, moderando la oración de los fieles, entona la alabanza divina (el Gloria) y también en la sede puede, y es más significativo, realizar la homilía, ya sea sentado o de pie: “El sacerdote celebrante dice la homilía desde la sede, de pie o sentado, o desde el ambón” (OLM 26). En la sede, al final de la Misa, recita la última oración e imparte la bendición.

 Por su parte, el Obispo en su cátedra realiza las grandes acciones sacramentales como ungir con el santo crisma en la Confirmación, o el rito de Ordenación ya sea de diáconos, ya sea de presbíteros.

   Algo tan sencillo como sentarse, juntos, a la vez, es ya participar en la acción litúrgica: primero por el valor de las posturas comunes de todos, que expresan la unidad, y segundo por lo que suponen y conllevan de oración, meditación, recogimiento, escucha y disponibilidad ante la Palabra (lecturas y homilías), ante la presencia de Cristo (después de comulgar), ante la oración eclesial (la salmodia en la Liturgia de las Horas).

 



[1] Cf. SC 33.

5.10.17

Gestos y posturas corporales para participar (VII)

La participación de todos los fieles en la santa liturgia ha de ser también exterior, activa. Todos toman parte con las diversas posturas y algunos gestos, según los distintos momentos de la liturgia, para unirse al Misterio que se celebra también de forma externa, significativa. La participación no es sólo un sentimiento interior de devoción o recogimiento como tampoco es la continua intervención, el movimiento, los inventos para que “muchos participen” añadiendo moniciones, ofrendas, etc… Benedicto XVI, elegantemente, escribía:

“Pero no hemos de ocultar el hecho de que, a veces, ha surgido alguna incomprensión precisamente sobre el sentido de esta participación. Por tanto, conviene dejar claro que con esta palabra no se quiere hacer referencia a una simple actividad externa durante la celebración” (Exh. Sacramentum caritatis, n. 52).

 Las mismas posturas, que todos adoptan unánimemente en la celebración litúrgica, son expresión clara de participación, de modo que estar de pie, sentado, de rodillas o trazar el signo de la cruz o hacer una inclinación, etc., son formas de participación de todos. Así lo interior se hace también exterior, manifestación del corazón que se adhiere a la liturgia:

 “Los fieles cumplen su función litúrgica mediante la participación plena, consciente y activa que requiere la naturaleza de la misma liturgia; esta participación es un derecho y una obligación para el pueblo cristiano, en virtud de su bautismo.

Esta participación:

a) Debe ser ante todo interior; es decir, que por medio de ella los fieles se unen en espíritu a lo que pronuncian o escuchan, y cooperan a la divina gracia.

 b) Pero la participación debe ser también exterior; es decir, que la participación interior se exprese por medio de los gestos y las actitudes corporales, por medio de las aclamaciones, las respuestas y el canto” (Instrucción Musicam sacram, n. 15).

  Una visión panorámica de la participación del pueblo cristiano en la liturgia la señala la Ordenación General del Misal al decir: “Formen, pues, un solo cuerpo, al escuchar la Palabra de Dios, al participar en las oraciones y en el canto, y principalmente en la común oblación del sacrificio y en la común participación de la mesa del Señor. Esta unidad se hace hermosamente visible cuando los fieles observan comunitariamente los mismos gestos y posturas corporales” (IGMR 96).

 a) de pie

 Es la postura clásica de la oración cristiana, de hijos rescatados que pueden estar de pie ante Dios orando, sin temor servil ni esclavitud humillante. Así se representan en las catacumbas la imagen del orante y de la orante: de pie, manos extendidas en forma de cruz. Orar de pie es un signo o memoria del Señor resucitado que no yace en el sepulcro, sino que vence y está levantado, de pie, sobre la muerte y el pecado.

 De pie, asimismo, se recibe a quien va a entrar, como signo de honor, respeto y veneración, y de pie se escucha el saludo de quien es superior o su breve discurso y quedarse sentado sería una descortesía, gesto de poca educación. De pie se está como servidores del Señor, atentos a lo que Él, sentado, pueda indicar: Abraham sirve a los tres ángeles en la encina de Mambré y mientras están sentado comiendo, permanece en pie (cf. Gn 18,8).

Elías debe esperar de pie, ante la gruta, el paso del Señor (cf. 1R 19,11-13). Ante el Señor, los reyes y príncipes de la tierra se pondrán en pie (cf. Is 49,7) como homenaje y reconocimiento. De pie debe ponerse Ezequiel para escuchar las órdenes del Señor y recibir la visión (cf. Ez 2,2); de pie están miles y miles, mientras el Señor se sienta en su trono (cf. Dn 7,9-10; 16); el ejército celestial rodea el trono de Dios permaneciendo de pie a derecha e izquierda (cf. 2Cron 18,18).

  Ester habla de pie ante el rey para interceder por su pueblo (cf. Est 5,2; 8,4) como elocuente tipo de la oración cristiana. Salomón ora de pie ante el altar del Señor (2Cron 6,12ss). En la asamblea litúrgica de Israel, “todos los de Judá, con sus pequeños, mujeres e hijos, permanecían en pie ante el Señor” (2Cron 20,13). El rey, de pie ante el Señor, ratifica y se compromete a seguir la Alianza (cf. 2Cron 34,31). La muchedumbre, en aquel día solemne del retorno del exilio, se pone en pie para recibir el libro de la Ley que Esdras abre sobre un estrado de madera (cf. Neh 8,5).

 Ante el trono y el Cordero hay una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de pie, cantando (cf. Ap 7,9) y ante el trono estarán de pie los muertos, pequeños y grandes, cuando se abra e libro de la vida (cf. Ap 20,12).

 El Señor estará en pie, dominando, gobernando y pastoreando a Israel (cf. Mq 5,3). Cristo resucitado se aparece de pie a María Magdalena (Jn 20,14) como vencedor que se ha acostado, dormido y que se puede levantar sobre la muerte, y de pie, en medio de los apóstoles, se presenta Jesús en medio del Cenáculo (cf. Jn 20, 19). Esteban ve a Jesús, de pie, a la derecha de Dios (cf. Hch 7,55-56), reconociendo su señorío y divinidad. Es Cristo el Cordero que está de pie delante del trono (Ap 5,6), el Cordero “que estaba de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabados en la frente su nombre y el nombre de su Padre” (Ap 14,1).

 La Iglesia celebró de pie la liturgia: de pie el sacerdote eleva las oraciones a Dios y así pronuncia la gran plegaria eucarística, sacrificial, porque de pie se ofrece el Sacrificio; y de pie asisten y oran los fieles[1].

 En razón del tiempo pascual y los domingos, los fieles nunca se arrodillarán ni para las oraciones ni para las letanías de los santos sino que permanecen en pie sin ningún signo penitencial: orar de pie es lo propio del tiempo pascual (y de los domingos). El Concilio de Nicea determinó:

 “Sobre el rezar de rodillas.

Ya que hay algunos que se arrodillan en los días domingo y en el tiempo de pentecostés [hoy diríamos “en tiempo pascual"] para que en todos los lugares haya un perfecta uniformidad, le parece bien a este santo concilio que las oraciones a Dios se hagan de pie” (cn. 20).

 Por eso los cristianos no deben ayunar durante este tiempo pascual ni orar de rodillas (Tertuliano, De corona, 3). O san Basilio Magno: “No sólo porque hemos resucitado con Cristo y debemos buscar las cosas de arriba traemos a nuestra memoria, estando de pie mientras oramos en el día consagrado a la resurrección, la gracia que nos ha sido dada sino porque ese día parece ser en cierto modo la imagen del siglo venidero” (De Spir. Sanc., 27,66). En el Occidente cristiano, será san Ireneo de Lyon el que enseñe que “la costumbre de no arrodillarnos durante el día del Señor es un símbolo de la resurrección por la que, gracias a Cristo, hemos sido liberados de los pecados y de la muerte, que por él fue destruida”[2].

 Durante la celebración eucarística, se participa estando de pie en los siguientes momentos, a tenor del Misal:

 “Los fieles están de pie

-desde el principio del canto de entrada, o bien, desde cuando el sacerdote se dirige al altar, hasta la colecta inclusive;

-al canto del Aleluya antes del Evangelio;

-durante la proclamación del Evangelio;

-mientras se hacen la profesión de fe y la oración universal;

-además desde la invitación Orad, hermanos, antes de la oración sobre las ofrendas, hasta el final de la Misa” (IGMR 43), excepto durante la consagración y después de la Comunión, como veremos en su momento.

 Si atendemos a la Liturgia de las Horas, Todos los participantes estarán de pie:
a) durante la introducción del Oficio (Invitatorio) y la invocación inicial de cada Hora (Dios mío, ven en mi auxilio);
b) mientras se dice el himno;
c) durante el cántico evangélico (Benedictus, Magnificat, Nunc dimittis);
d) mientras se dicen las preces, el Padrenuestro y la oración conclusiva

e) también estarán de pie al canto del Te Deum[3] y, en el oficio de Vigilias, a la lectura del Evangelio dominical[4].

En las celebraciones sacramentales, todos estarán de pie en el rito sacramental (consentimiento matrimonial, imposición de manos, unción del altar, etc.) y durante la plegaria solemne (plegaria de ordenación, dedicación de iglesias, etc.).

 Vigilantes y orantes, de pie recibimos al Señor, le escuchamos, oramos y asistimos a la Gracia del Misterio que se hace presente en el Sacramento, en cada Sacramento.

 

 



[1] El mismo Canon romano dice “et omnium circumstantium”, es decir, y “de todos los que están de pie alrededor”, aunque la traducción oficial mutila el sentido: “y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega…”. El antiguo testimonio del apologeta san Justino lo avala: “Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia con todas sus fuerzas preces y acciones de gracias, y el pueblo responde «Amén»” (I Apol., 67).

[2] S. Ireneo, Fragm. 7 de un tratado sobre la Pascua (PG 6,1364-1365).

[3] Cf. Caeremoniale episcoporum, 216.

[4] Cf. IGLH 263-264.

21.09.17

Y cantando se participa (VI)

Cantando en misa

Participar es cantar. He aquí otra afirmación muy sencilla de lo que es la participación en la liturgia por parte de los fieles. Se participa cantando y eso es lo mismo que decir que se participa rezando mediante el canto, sin necesidad de intervenir realizando algún servicio litúrgico. Todos pueden llegar a este grado de participación uniendo la voz y el corazón a los cantos de la liturgia. Basta cantar con todos los fieles aquello que es propio de todos, o responder cantando al sacerdote en las partes cantadas (saludos, aclamaciones) o unirse con silencio y recogimiento al coro en los cantos que sólo éste ejecuta.

Potenciar la solemnidad, la oración y el canto en la liturgia, es cultivar un gran medio de participación activa de todos para unirse al Misterio. Todo buen coro es un servicio grande para que todos participen, porque participan todos cantando, no sólo el coro. Es un ejercicio de servicio que el coro apoye y lleve adelante el canto para que todos se unan, aunque algunos cantos los realice solamente el coro en ciertos momentos de la liturgia:

“Entre los fieles, los cantores o el coro ejercen un ministerio litúrgico propio, al cual corresponde cuidar de la debida ejecución de las partes que le corresponden, según los diversos géneros de cantos, y promover la activa participación de los fieles en el canto” (IGMR 103).

Así el coro está al servicio y en función de todos los fieles, del canto de todos los fieles, favoreciendo la participación orante, y no entendiendo o viviendo la liturgia como un concierto donde todos callan para escuchar a los intérpretes (como tantas Misas-concierto, bellísimas musicalmente[1] o, por el contrario, tantos cantos sentimentales más propios de veladas de campamento que sólo el coro juvenil conoce) o eligiendo los cantos al margen de la liturgia (como las paráfrasis, por ejemplo, del Sanctus o del Padrenuestro que alteran la letra), o simplemente con cantos que únicamente conoce el coro reduciendo al silencio a todos.

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