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6.12.18

El Señor reciba de tus manos... (Respuestas - XXII)

     1. Tras haberse lavado las manos (signo del “deseo de purificación interior”: IGMR 76, y el lavatorio es obligatorio, no opcional), el sacerdote en el centro del altar extiende las manos e invita a orar, poniéndose todos los fieles de pie (de pie “además desde la invitación Oren, hermanos”… IGMR 43). Así va a cerrarse todo el rito del ofertorio, la preparación de las ofrendas y dones eucarísticos, ya dispuestos para el sacrificio.

  La fórmula, bien clásica, con la que el sacerdote se dirige a los fieles es:

 Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

    También puede hacerlo con una de estas fórmulas aprobadas para el Misal romano en lengua española:

 En el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, oremos a Dios, Padre todopoderoso.

 Orad, hermanos, para que, llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso.

   Los fieles, que ya se pusieron en pie, responden al unísono:

 El Señor reciba de tus manos este sacrificio,

para alabanza y gloria de su nombre,

para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia.

       2. Con esta respuesta, todos los fieles cristianos van a unirse al sacerdote en la ofrenda del sacrificio de Jesucristo. Son las manos del sacerdote las que lo ofrecen, pero lo hace en nombre de todos y por todos. Los fieles cristianos no están ausentes de este sacrificio, ni privados de él, ni siquiera son meros asistentes o espectadores pasivos, mudos, inertes (cf. SC 48). La ofrenda del altar es de todo el pueblo santo y se sacrifica por manos sacerdotales. Así la Eucaristía es el sacrificio de toda la Iglesia, como lo recordaba la monición sacerdotal: “este sacrificio, mío y vuestro”.

  Distinto en grado y esencia es el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial (cf. LG 10) pero cada uno, según su propia modalidad, se ve envuelto, implicado, en el sacrificio del altar:

   “El sacerdote, en cuanto ministro del sacrificio es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, los que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

    3. En el pan y el vino presentados, ofrecidos, preparados para la gran plegaria eucarística, están representados todos los fieles; son aglutinantes de todos y cada uno de los oferentes y del pueblo santo.

    Y que los granos de trigo formando un solo pan y las uvas pisadas haciendo el vino representan a cada uno de los fieles, es un lugar común en la Tradición de la Iglesia. Ya san Pablo escribía: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque que comemos todos del mismo pan” (1Co 10,17). La Didajé, igualmente, lo dice jugando con esa imagen: “Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno, así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino” (9,3). Como también, muy expresivamente, el gran san Agustín:

    “En este pan se nos indica cómo debéis amar la unidad. ¿Acaso este pan se ha hecho de un solo grano? ¿No eran, acaso, muchos los granos de trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban separados; se unieron mediante el agua después de haber sido triturados. Si no es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto que llamamos pan. Lo mismo os ha pasado a vosotros… Llegó el bautismo y habéis sido como amasados con el agua para convertiros en pan” (Serm. 227).

    “Lo mismo sucede con el vino: antes estuvo en muchos cestos de vendimia, y ahora en un único recipiente; forma una unidad en la suavidad del cáliz, pero tras la prensa del lagar. También vosotros habéis venido a parar, en el nombre de Cristo, al cáliz del Señor después del ayuno y las fatigas, tras la humillación y el arrepentimiento; también vosotros estáis sobre la mesa, también vosotros estáis dentro del cáliz. Sois vino conmigo: lo somos conjuntamente; juntos lo bebemos, porque juntos vivimos” (Serm. 229,2).

    Cada uno está incluido en la ofrenda eucarística que se ofrece a Dios y se convierte en Oblación junto con Cristo. Son superfluas otras ofrendas –libros, sandalias, carteles, relojes, etc.- cuando ya, cada uno de los participantes, pone su vida y su ser en el altar, significados en el pan y en el vino: “El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

   Además de cada uno de los fieles, en el pan y el vino se recapitula la creación entera así como toda la vida de los hombres, con sus gozos y angustias:

   “En realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y en el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 47).

   Más que llevar añadidos superfluos y cosas que son símbolos –muy forzados- se trata de ofrecer pan y vino ofreciéndonos nosotros mismos, un verdadero sacrificio espiritual de nuestras existencias; por eso el sacerdote dirá: “este sacrificio mío y vuestro”, o en la otra fórmula: “llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, ofrezcamos…” y todos responderán: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio…”

     4. Aquí se realiza un culto nuevo que es existencial y no externo a uno mismo: ofrecer ofreciéndonos, una liturgia espiritual que engloba la vida cotidiana y la ofrece a Dios junto con Cristo:

    “La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latría. A este respecto, las palabras de San Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios… En esta exhortación (cf. Rm 12,1) se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 70).

   Por ello, cada fiel deposita espiritualmente en el altar su propia ofrenda contenida en el pan y en el vino. Presenta su cuerpo, su ser entero, su vida misma; presenta los sacrificios espirituales de sus trabajos, sus luchas, su combate cristiano, su apostolado, sus actos de vida cristiana y sus obras de misericordia, sus penitencias y mortificaciones… ¡todo, absolutamente todo! Éstos son los verdaderos sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios como Cristo no ofreció cosas al Padre, sino a Sí mismo: “me has dado un cuerpo… Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5). Como Cristo, así los cristianos se donan al Padre y entregan sus sacrificios espirituales: “todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él [el sacerdote], ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

    Por manos del sacerdote se ofrecen los fieles a Dios por Cristo, se unen a la ofrenda eucarística, se incorporan a su sacrificio. Ya lo recordaba la constitución Sacrosanctum Concilium: “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él” (SC 48). Ésta es la participación activa de los fieles que, sin duda, no hay que confundir con intervenciones directas, llevando cualquier cosa al altar o leyendo una monición.

    “Orad hermanos… El Señor reciba de tus manos…” Este acto es espiritual, al ofrecernos junto con Cristo, transformando la vida entera en un culto espiritual agradable a Dios, en un sacrificio existencial y santo. A ello exhortaba Juan Pablo II: “la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio” (Dominicae Cenae, 9).

    Todo esto se contiene en ese diálogo sacerdotal con los fieles: “Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro…” Como seguía explicando Juan Pablo II:

   “Este valor sacrificial está ya expresado en cada celebración por las palabras con que el sacerdote concluye la presentación de los dones al pedir a los fieles que oren para que “este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”. Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial” (Dominicae Cenae, 9).

     5. “Para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.

     El sacrificio de Jesucristo en la cruz, perpetuado y hecho presente en el sacrificio eucarístico, se eleva a Dios para su gloria y su alabanza: es la gran adoración, el verdadero culto de adoración a Dios, más perfecto, en espíritu y verdad.

    “Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115) dice el salmo, anunciando proféticamente la Eucaristía: “alzaré la copa de la salvación” (Sal 115). Ésta sí es la ofrenda pura para gloria de Dios, como profetizó Malaquías: “el Señor recibirá ofrenda y oblación justas. Entonces agradará al Señor la ofrenda” (Mal 3,3-4) y así ofrecerán al Señor una ofrenda pura “desde donde sale el sol hasta el ocaso” (Mal 1,11).

     La Iglesia ofrece el sacrificio del altar para alabanza y gloria de Dios ya que es la ofrenda verdadera, pura y perfecta. Las oraciones sobre las ofrendas del Misal romano se hacen eco de este aspecto: “para que nuestra celebración sea para tu gloria y tu alabanza”[1], “Señor, que esta oblación, en la que alcanza su cumbre el culto que el hombre te tributa, restablezca nuestra amistad contigo”[2].

   “Para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”. Todo el bien de la Iglesia se contiene en la Eucaristía (cf. PO 5); al celebrarla y ofrecerla pedimos por el propio bien de los oferentes, para que sirva eficazmente a quienes toman parte de él. Este deseo se expresa tanto en la oración sobre las ofrendas como también en la oración de postcomunión: “dígnate, Señor, aceptar la ofrenda de tu pueblo: que ella nos santifique y nos alcance lo que ahora imploramos de tu misericordia”[3]; “Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa, para los que cumplen tu santa voluntad”[4]; “esta Eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar en el amor”[5].

    “Y el de toda su santa Iglesia”. En virtud de la comunión de los santos, ni la liturgia ni la celebración eucarística son un asunto privado, grupal, circunscrito sólo a los fieles concretos que celebran en ese momento, sino que es eclesial, incluye a toda la Iglesia y se celebra en comunión con la Iglesia del cielo y de la tierra.

    Se ofrece el sacrificio, pero no sólo por el bien de los oferentes sino también “de todo tu pueblo santo” (PE IV), ofrenda que es “de tus siervos y de toda tu familia santa” (Canon romano). Se ofrece por el bien de toda la Iglesia ya que es el sacrificio de toda la Iglesia: “Oh Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la Antigua Alianza; recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[6]; “por el único sacrificio de Cristo, tu Unigénito, te has adquirido, Señor, un pueblo de hijos; concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia”[7].

    Con esa conciencia clara, lúcida, respondemos al sacerdote (“Orad, hermanos…”) y nos disponemos a entrar en la gran plegaria eucarística.

    6. Por último algún dato de la historia de la liturgia sobre este diálogo del sacerdote y los fieles.

     Esta monición sacerdotal, “Orate fratres”, que aparece en todos los libros litúrgicos medievales, desde el siglo VIII, tenía la forma de una humilde petición: el sacerdote rogaba a los demás sacerdotes presentes que pidiesen por él para llevar adelante, santamente, la gran plegaria de consagración. No se respondía nada. Recuerda también otro momento en que los sacerdotes pedían por sí mismos: en el Canon romano suplicaban unos por otros: “y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia…”

      Ya en el siglo X, según explica Amalario, el sacerdote se dirigía ya a los fieles para “que fuese digno de ofrecer al Señor la oblación de todo el pueblo”. Las fórmulas varían: “Orad por mí”, “por mí pecador”, “por mí, misérrimo pecador”… Avanzando el tiempo, señal de que pedía la oración a todos, está la expresión “orate, fratres et sorores”, “orad, hermanos y hermanas”.

    Y la respuesta, con distintas versiones, mencionaba siempre cómo los fieles le deseaban que el Señor recibiera de sus manos el sacrificio para bien de toda la santa Iglesia.

 



[1] OF, XXX T. Ordinario.

[2] OF, 23 diciembre.

[3] OF, I T. Ordinario.

[4] OF, VI T. Ordinario.

[5] OP, Viernes V Pascua.

[6] OF, XVI T. Ordinario.

[7] OF, XXI T. Ordinario.