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17.08.18

Aleluya I (Respuestas XII)

1. El Aleluya en las Escrituras

   Aleluya es el canto de los redimidos, Aleluya es la alegría del corazón ante el Señor.

    Con unas pocas sílabas se contiene y se manifiesta júbilo, gozo, alegría, fe, exultación. Es palabra hebrea que la liturgia ha mantenido en su lengua original sin traducirla, como también ha hecho con “Amén” y con “Hosanna”.

    Aleluya se considera una palabra sagrada. Se prefirió mantenerla en su lengua original. San Agustín así lo explica: “hay palabras que por su autoridad más santa, aunque en rigor pudieran ser traducidas, siguen pronunciándose como en la antigüedad, tales como son el Amén y el Aleluya” (De doc. chr., 11). El gran Padre hispano, san Isidoro de Sevilla, también explica porqué no se tradujo:

 “No es en manera alguna lícito ni a griegos ni a latinos ni a bárbaros traducir en su propia lengua, ni pronunciar en otra cualquiera, las palabras Amén y Aleluya… Tan sagradas son estas palabras, que el mismo san Juan dice en el Apocalipsis que, por revelación del Espíritu Santo, vio y oyó la voz del ejército celestial como la voz de inmensas aguas y de ensordecedores truenos que decían: Amén y Aleluya. Y por eso deben pronunciarse en la tierra como resuenan en el cielo” (Etim. VI, 19).

  Otro testimonio más, en este caso, de san Beda el Venerable: “Este himno de divina alabanza, por reverencia a la antigua autoridad, es cantado por todos los fieles en todo el mundo con una palabra hebrea” (Hom. in Dom. post Asc., PL 94,185).

 Se compone de dos partes: “Hallel” y “yah”, correspondientes a “Hallel”, que significa “alabad” y “yah”, del nombre Yahvé. “Alabad al Señor” o “Alabad a Dios”, y al decirlo, aleluya, ya se está alabando con el canto y el júbilo de corazón.

 Abundan los ejemplos en las santas Escrituras, desde el Antiguo Testamento hasta su último libro, el Apocalipsis; unas veces como aclamación, “aleluya”, y otras veces, como en muchos salmos, viene traducida: “alabad al Señor”. Hasta en los momentos de mayor aflicción, incluso en el destierro, la promesa que levanta de nuevo la esperanza es poder cantar “aleluya” al Señor, por ejemplo, en el cántico de Tobías: “las puertas de Jerusalén entonarán cantos de alegría y todas sus casas cantarán: Aleluya, bendito sea el Dios de Israel” (Tb 13,17).

 ¡Aleluya! ¡Alabad al Señor! Así tenemos el conjunto de salmos del Hallel (o Aleluya) que se cantaba en la Cena pascual de Israel, y que Jesús mismo cantó: “Después de cantar el himno, salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30; Mc 14,26). Comienza con el salmo 112: “Alabad siervos del Señor”, y sigue hasta el salmo 135, el himno pascual, el último salmo que se cantaba en la Cena pascual.

 El mismo Salterio concluye con tres salmos aleluyáticos, como broche de oro y colofón glorioso. Así el salmo 148: “Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto”; después el salmo 149: “Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza”, para concluir con el gran Aleluya que es el salmo 150, y empieza cada versículo con “aleluya”: “Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza”.

 Hay salmos, en el Salterio mismo, cuya primera palabra es “Aleluya”, aunque se haya omitido en la Liturgia de las Horas para poder cantarlos siempre y en todo tiempo litúrgico. Por ejemplo: “Aleluya. Dad gracias al Señor, aclamad su nombre” (Sal 104), “Aleluya. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 105; 106), “Aleluya. Dad gracias al Señor de todo corazón” (Sal 110), “Aleluya. Dichoso quien teme al Señor” (Sal 111), “Aleluya. Alabad, siervos del Señor” (Sal 112), “Aleluya. Cuando Israel salió de Egipto” (Sal 113A), y así podría proseguirse la enumeración.

 En el cielo, la alabanza festiva y la adoración de los ángeles y los santos y los redimidos es un jubiloso Aleluya según revela el Apocalipsis:

 Oí después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre; cantaban: «Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos…»

Y repitieron: «Aleluya…»

Se postraron los veinticuatro ancianos y los cuatro vivientes rindiendo homenaje a Dios, que está sentado en el trono, y diciendo: «Amén. Aleluya.»

Y salió una voz del trono que decía: «Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes.»

Y oí algo que recordaba el rumor de una muchedumbre inmensa, el estruendo del océano y el fragor de fuertes truenos. Y decían:

«Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura -el lino son las buenas acciones de los santos-. (Ap 19,1-6).

      Refleja este texto, sin duda, la praxis de la primera Iglesia que cantó el Aleluya en su liturgia. Lo había heredado de la liturgia sinagogal, en la que participaban habitualmente Cristo (Mt 12,9; Mc 1,21; 3,1; 6,2, etc.; “como era su costumbre”, Lc 4,16), y los Apóstoles (Hch 13,16; 14,1; 17,10; 18,4) y lo cantaban.

   Con normalidad, la Iglesia asumió el canto del Aleluya para el culto cristiano. “Cantad y salmodiad”, como san Pablo exhortaba (cf. Ef 5,19; Col 3,16) significaba cantar “Aleluya”, como san Agustín interpreta: “Estad atentos los que sabéis cantar y salmodiar en vuestros corazones a Dios, dando gracias siempre por todas las cosas y alabad a Dios, pues esto significa Aleluya” (Enar. in Ps. 110, 1).

2. Los testimonios sobre el Aleluya

     Pronto se hizo muy querido por el pueblo cristiano que lo entonaba con alegría.

    Tertuliano narra cómo los fieles no dejan de intercalar el Aleluya en sus salmos y oraciones:

“Los más diligentes a la hora de orar suelen añadir, en las oraciones, el aleluya y ese tipo de salmos a cuyas estrofas deben responder los que se encuentran reunidos. Y es, ciertamente, una óptima costumbre todo cuanto mira a ensalzar y honrar a Dios, como es esto de presentarle una oración sobreabundante a modo de rica víctima” (De orat., 27).

   Además, el Aleluya acompañaba en todo momento la vida del fiel cristiano. San Jerónimo describe cómo en los cenobios fundados por santa Paula, las consagradas eran llamadas al Oficio divino con el cántico del Aleluya (cf. Ep. 108, ad Eustochium). También este Padre narra cómo Paula, siendo una niña pequeña, saltaba al cuello de su abuelo cantando el Aleluya (Ep. 107, ad Laetam), y que “Christi Alleluia” era la palabra que comenzó a balbucir.

  No sólo las vírgenes consagradas viviendo en el cenobio, sino los fieles cristianos en sus trabajos y labores agrícolas, como atestigua el mismo san Jerónimo:

   “Vayas adonde vayas, el labrador, esteva en mano, canta el aleluya; el segador, chorreando de sudor, se recrea con los salmos, y el viñador, mientras poda las vides con su corva hoz, entona algún poema davídico. Tales son las cantinelas de esta tierra; éstas son, como se dice vulgarmente, las canciones amatorias, esto silba el pastor, éstas son las herramientas de cultivo” (Ep. 46,12).

   Sidonio Apolinar da testimonio de los navegantes cristianos que cantaban el Aleluya deseando volver a su patria: “Mientras los navegantes entonan el Aleluya ya parece oírse su eco en la playa” (Ep. 10, Ad Hesp.).

   Tanto era el afecto por el Aleluya y su incidencia en la vida cristiana que se inscribía en las puertas tanto de las casas como de los propios templos. Lo encontramos en algunas casas de Antioquía: “Icthis Alelouia”, o “Alelouia”. San Paulino de Nola mandó inscribir en el frontispicio de la basílica de san Félix: “Alleluia novis balat ovile choris” (Ep. 32,5).

   Es signo distintivo de la fe el Aleluya. Una vez que san Agustín de Canterbury ha evangelizado Inglaterra, san Gregorio Magno, feliz con el éxito de la misión, explica el logro evangelizador escribiendo: “La lengua de Britania que no sabía sino pronunciar palabras bárbaras, acaba de aprender a cantar el Aleluya hebreo en las alabanzas divinas” (Mor. In Iob, 27,11).

   El Aleluya es confesión de fe en la victoria de Cristo y acompañaba al cristiano durante su vida, hasta su muerte incluso. Luego pareció desentonar en los oficios exequiales que se tiñeron sólo del aspecto de tristeza y sufragio, y, por tanto, sin Aleluya. Pero la tradición cristiana sí tenía el Aleluya en el momento del último tránsito y oficio exequial.

   San Jerónimo narra cómo en la muerte de Fabiola todo el pueblo romano fue convocado, cantaron salmos, y “el sublime Aleluya llenando los templos hacía estremecer sus artesonados áureos” (PL 22,697). También, dos siglos más tarde, se hizo lo mismo en los funerales de santa Radegunda (Vita Radegundis, 28). Costumbre ésta que permaneció vigente en la liturgia bizantina que canta Aleluya en los ritos exequiales. Pero también en el ámbito de la liturgia romana se practicaba así, como dice el Sacramentario Gregoriano: “Incipit officium pro defunctis. In primis cantatur psalmus In exitu Israel cum antiphona vel Alleluia” (Gr-H  ). En el rito hispano-mozárabe, el canto inicial dice: “Tu es portio mea, Domine, Alleluia. In terra viventium, Alleluia, Alleluia…”

   Los oficios exequiales no se concebían como un llanto desesperado sino como canto a la victoria de Cristo a la que se asociaba el hermano que había fallecido. El clima pascual era predominante, y el Crisóstomo fustiga los llantos exagerados:

   “Dime, ¿no son unos atletas estos difuntos conducidos al resplandor de teas encendidas y al canto de himnos? ¿No glorificamos y damos gracias a Dios por coronar a aquél que ya ha partido y que ya ha colocado cabe sí, exento de todo temor? No busques otra explicación a estos himnos y estos salmos. Todo ello es propio del que está alegre: ‘¿Está alguno alegre? Cante salmos’” (In ep. ad Heb., hom. 4).

    También el Pseudo-Dionisio:

    “Los parientes del difunto… le proclaman bienaventurado por haber finalmente llegado al premio final de la lucha, y dirigen cánticos de acción de gracias al autor de la victoria pidiendo para sí mismos semejante gracia” (De eccl. hier., c. 7).