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30.11.17

Una segunda homilía más los avisos interminables

¿Segunda homilía?

Lo fáciles que son las cosas y lo difícil y enrevesado que nos gusta volverlas. Bastaría leer y obedecer las rúbricas de la Ordenación General del Misal Romano para tener una liturgia mucho más cuidada y no la anarquía que muchas veces se ve y se padece.

En concreto, antes de la bendición final de la Misa se puso de moda en algunos soltar una segunda homilía. Pretenden a veces hacer un “resumen” de la Misa, como si la Misa fuera una catequesis o clase pedagógica que hubiera que inculcar con un resumen o síntesis. ¡No! Estamos en el ámbito de la celebración, no de la catequesis, no de la formación, no de la clase de teología. Y sin embargo, antes de la bendición, algunos empuñan con denuedo el micrófono para una intervención que es una segunda homilía, repitiendo conceptos ya dichos en la homilía después del Evangelio o añadiendo todo aquello que antes se le olvidó decir. El fruto es escaso. Todos de pie, sabiendo que no es el momento, apenas prestamos atención.

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23.11.17

Procesiones para participar en la liturgia (XI)

e) Procesiones

  La liturgia es también movimiento, y por tanto, dentro de ella, la procesión es un movimiento expresivo, significativo. Siempre somos un pueblo en marcha, peregrino, hacia Dios[1]: “La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga” (LG 8).

En procesión caminan los ministros al altar, precedidos por el incensario, la cruz y los cirios y el Evangeliario en procesión, señalando la meta: el altar, el encuentro con Dios, la dimensión peregrina de la Iglesia. Igual procesión –siempre que se pueda- es la que todos realizan al inicio de la Vigilia pascual, una vez bendecido el fuego y encendido el cirio, entrando en el templo por el pasillo central, ya con las velas encendidas en las manos, precedidos del cirio pascual, como columna de fuego que guía en la noche.

  Procesión llena de solemnidad es aquella en que mientras se canta el Aleluya, el diácono porta el Evangeliario hasta el ambón acompañado de cirios e incienso humeante, disponiendo así a todos los fieles a escuchar al Señor mismo por su Evangelio.

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16.11.17

¡Qué menos que cantar el sacerdote los textos propios!

  El canto no es un añadido de la liturgia, sino que pertenece a su misma naturaleza. Es expresión de solemnidad, de oración ferviente, de amor al Señor. Así se potencia la vida y la espiritualidad litúrgicas.

 Sería una gran reducción pensar que el canto es algo que atañe sólo al coro parroquial y que hay canto en la Misa si hay coro, y si no, no se canta. Porque antes que los cantos que debe entonar el coro, hay otros elementos que de por sí se pueden cantar y que pertenecen al sacerdote, haya coro parroquial o no lo haya.

 Dice la Ordenación General del Misal Romano:

 40. Téngase, por consiguiente, en gran estima el uso del canto en la celebración de la Misa,atendiendo a la índole de cada pueblo y a las posibilidades de cada asamblea litúrgica. Aunque no sea siempre necesario, como por ejemplo en las Misas feriales, cantar todos los textos que de por sí se destinan a ser cantados, hay que cuidar absolutamente que no falte el canto de los ministros y del pueblo en las celebraciones que se llevan a cabo los domingos y fiestas de precepto.

Sin embargo, al determinar las partes que en efecto se van a cantar, prefiéranse aquellas que son más importantes, y en especial, aquellas en las cuales el pueblo responde al canto del sacerdote, del diácono o del lector, y aquellas en las que el sacerdote y el pueblo cantan al unísono.

 El primer nivel de canto, la mayor importancia, son aquellas partes en que el pueblo responde al canto del sacerdote y aquellas en que sacerdote y fieles cantan juntos. Hasta aquí todo clarísimo.

 Es lo que ya decía la Instrucción Musicam sacram cuando establecía diversos niveles en el canto. En el primer grado, Musicam sacram señalaba, en el n. 29:

a)      En los ritos de entrada: el saludo del sacerdote con la respuesta del pueblo. La oración [colecta].

b)      En la liturgia de la Palabra: las aclamaciones al Evangelio.

c)      En la liturgia eucarística: La oración sobre las ofrendas. El prefacio con su diálogo y el Sanctus. La doxología final del canon. La oración del Señor –Padrenuestro- con su monición y embolismo. El Pax Domini. La oración después de la comunión. Las fórmulas de despedida.

   Estos son los primeros y principales elementos, lo menos que se podría cantar en una solemnidad. No dependen del coro, sino del ejercicio ministerial: es el sacerdote, y el diácono, que cantan y reciben la respuesta de los fieles. Y esto se puede hacer en cualquier Misa dominical. Lo que no es comprensible es que siempre, absolutamente, el sacerdote abdique de la posibilidad del canto y todo se reduzca a lo que haga el coro.

  Es extraño, desde el punto de vista litúrgico, celebrar una Misa solemne, con coro y órgano, y que el obispo o el sacerdote no canten los saludos, ni las oraciones, ni el prefacio, ni la doxología… Es realmente algo anómalo.

  Lo mismo que, si no hay coro parroquial, ya por ello no haya canto alguno durante la Misa dominical. ¿Es que los textos propios que corresponden al sacerdote no se pueden cantar? ¿Acaso el canto del ofertorio o de la comunión es más importante e imprescindible que cantar el prefacio un domingo?

   Sugiero que, al menos, en los domingos del Tiempo Ordinario, el sacerdote cante –repito, haya coro o no- algunas de las partes que le corresponden:

-El Prefacio y el Santo

-Las palabras de la consagración (con la notación musical en el Apéndice del Misal)

-La aclamación: “Este es el Sacramento de nuestra fe”.

-La doxología: “Por Cristo…”

 ¡Qué menos que eso!

 Los domingos de tiempos fuertes, sumarle, al menos, las tres oraciones de la Misa: colecta, ofrendas y postcomunión.

En las solemnidades, ir añadiendo más elementos: el canto del saludo inicial de la Misa, las aclamaciones del Evangelio…

 Mejoraría, sin duda, la calidad de nuestras celebraciones litúrgicas, lograría que todos cantasen respondiendo (y eso es participar) y no vincularíamos el canto sólo a la posibilidad de que haya o no un coro parroquial.

9.11.17

Inclinaciones, postura para participar (X)

Prosiguiendo con los gestos y posturas corporales, veremos cómo su variedad permiten expresar en cada momento los sentimientos interiores, el afecto y la devoción, celebrando la liturgia. El cuerpo se expresa en la liturgia a la vez que permite crear disposiciones internas para un culto verdadero.

 Así, participar es estar de pie, sentados, de rodillas… según lo requiere cada parte de la liturgia. Esta participación es sencilla e implica estar atentos y conscientes en la celebración litúrgica, buscando además la unidad en gestos, posturas, palabras y oraciones de todo el pueblo cristiano.

 

            d) Inclinaciones

  La liturgia lleva al hombre a inclinarse ante Dios, reconociéndole y adorándole. No es la postura erguida, de dura cerviz que le cuesta inclinarse ante Dios, sino la del hombre que se inclina, que adora, que se hace pequeño porque él mismo es pequeño ante la grandeza de Dios.

  Es, pues, un modo de adorar al Señor. El criado de Abraham, al encontrar a Rebeca, “se inclinó en señal de adoración al Señor” (Gn 24,26). Los levitas, a petición del rey Ezequías alabaron al Señor con canciones de David, “lo hicieron con júbilo; se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,30).

 Es también un modo reverente de saludar a alguien superior o más importante, o simplemente una deferencia cortés, como Abraham ante los hititas para dirigirles su discurso (Gn 23,7) o los hijos de Jacob ante José en Egipto que “se inclinaron respetuosamente” (Gn 43,28). Betsabé saluda al rey David inclinándose ante él y luego postrándose (cf. 1R 1,16) y Betsabé es saludada con una inclinación por su hijo el rey Salomón (1R 2,19). Ya aconseja el Eclesiástico: “Hazte amar por la asamblea, y ante un grande baja la cabeza” (Eclo 4,7).

  Inclinarse es siempre signo de condescendencia, de bondad. Dios mismo se inclina hacia el hombre que le grita en el peligro: “Inclinó el cielo y bajó, con nubarrones debajo de sus pies” (Sal 17,10); “él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal 39,2). Dios se inclina, como una madre hacia su pequeño, cuidando a Israel: “fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer” (Os 11,4).

El orante suplica que Dios se incline o que incline su oído a la súplica: “inclina el oído y escucha mis palabras” (Sal 16,6), “inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme” (Sal 30,3), “inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado” (Sal 85,1).

 Un hombre bueno, imitando la condescendencia de Dios, inclinará su oído ante el pobre que le suplica: “Inclina tu oído hacia el pobre, y respóndele con suaves palabras de paz” (Eclo 4,8). Jesús mismo, viendo a la suegra de Simón con fiebre, “inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre” (Lc 4,39) y propone al buen samaritano como modelo, que se acerca al hombre herido, lo toma en sus brazos y lo monta en su propia cabalgadura (cf. Lc 10,34).

 Y quien se resiste a inclinarse, es el de dura cerviz, el orgulloso y altanero, que se resiste a Dios y que es incapaz de inclinarse hacia quien sufre con un corazón duro.

 Estos valores, este sentido claro, tan visual, posee la inclinación en la liturgia: es adoración y reconocimiento de Dios, es saludo reverente, es humildad y docilidad. Bien hechas las distintas inclinaciones, provocan un clima espiritual, subrayan la sacralidad de la liturgia; sin embargo, omitir las inclinaciones, hacerlas precipitadamente y sin hondura, empobrecen el aspecto no sólo ritual, sino también espiritual, de la liturgia.

  Todos los fieles participan en la liturgia cuando se inclinan profundamente en el Credo a las palabras “Y por obra del Espíritu” hasta “y se hizo hombre” (IGMR 137).

   Si por causas justificadas –estrechez del lugar, o por enfermedad- están de pie en la consagración, harán inclinación profunda cuando el sacerdote adora cada especie con la genuflexión: “Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).

 En el momento de acercarse a comulgar, todos deben expresar la adoración al Señor, con una inclinación profunda y después acercarse al ministro: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

Por último, y como elemento habitual, en la oración super populum (cada día de Cuaresma) y en la bendición solemne a la que se responde con triple “Amén”, el diácono (o el sacerdote si no hay diácono) advierte “Inclinaos para recibir la bendición” (IGMR 186) y todos participan inclinándose para la bendición final.

 Además, todos cuantos pasan por delante del altar (o del Obispo) para proclamar una lectura, o para hacer la colecta, etc., hacen inclinación profunda o en el momento de entregar las ofrendas al Obispo o sacerdote, hacen inclinación.

  Hay dos tipos de inclinaciones, pensando sobre todo en el sacerdote y los ministros, la inclinación de cabeza y la inclinación profunda (de cintura). El Misal prescribe:

 “Con la inclinación se significa la reverencia y el honor que se tributa a las personas mismas o a sus signos. Hay dos clases de inclinaciones, es a saber, de cabeza y de cuerpo:

 a) La inclinación de cabeza se hace cuando se nombran al mismo tiempo las tres Divinas Personas, y al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y del Santo en cuyo honor se celebra la Misa.

 b) La inclinación de cuerpo, o inclinación profunda, se hace: al altar, en las oraciones Purifica mi corazón y Acepta, Señor, nuestro corazón contrito; en el Símbolo, a las palabras y por obra del Espíritu Santo o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; en el Canon Romano, a las palabras Te pedimos humildemente. El diácono hace la misma inclinación cuando pide la bendición antes de la proclamación el Evangelio. El sacerdote, además, se inclina un poco cuando, en la consagración, pronuncia las palabras del Señor” (IGMR 275).

  También se hace inclinación profunda antes y después de incensar (al sacerdote, a los fieles, a la cruz) exceptuando las ofrendas en el altar.

 Y es costumbre antiquísima de la Iglesia, que hoy mantienen algunas Órdenes monásticas, saludar al Santísimo en el Sagrario con una inclinación profunda (no simplemente con la cabeza), ya que éste es el gesto más tradicional de la liturgia; el Catecismo lo recuerda:

“En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor” (CAT 1378).

 Estas inclinaciones, tanto las que hacen los fieles como las que realizan los ministros en el transcurso de la liturgia, son un medio de participación de todos.

 

 

2.11.17

El ambón

El ambón: La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que, durante la liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fieles” (Catecismo de la Iglesia, nº 1184).

En la iglesia ha de haber, de conformidad con su estructura y en proporción y armonía con el altar un lugar elevado y fijo (no un simple atril), dotado de la adecuada disposición y nobleza, que corresponda a la dignidad de la palabra de Dios… El ambón debe tener amplitud suficiente, ha de estar bien iluminado… Después de la celebración, puede permanecer el leccionario abierto sobre el ambón como un recordatorio de la palabra proclamada (SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Ambientación y arte en el lugar de la celebración, 1987, nº 15).

La identidad de nuestras iglesias cristianas tiene, además del altar y de la sede, un tercer elemento, cuya importancia significativa puede parangonarse con los dos ya mencionados: el ambón o lugar de la Palabra.

El uso postconciliar que ha aumentado el número de lecturas bíblicas y el mayor uso de las Escrituras ha influido en la mentalidad bíblica de las asambleas litúrgicas. Pero esta adquisición de lo que representa la Palabra en la liturgia debe manifestarse también, no sólo en la forma de proclamar las lecturas, sino incluso en la materialidad del lugar desde donde éstas se leen en asamblea litúrgica.

Características del ambón

1. El ambón es un lugar, no un mueble. No son tolerables un facistol, o un pequeño atril que se mueve y se cambia de lugar. Establece más bien la actual liturgia que sea un lugar, amplio para estar incluso dos lectores, cuyo caso típico sería la lectura de la Pasión (cronista y sinagoga):

Ha de haber un lugar elevado, fijo… que corresponda a la dignidad de la palabra de Dios[1].

De la misma manera que a través de la visión constante de la mesa del Señor se ha de ir captando cómo todo el anuncio evangélico tiende al festín pascual, profecía de la fiesta eterna, así la presencia destacada y permanente de un lugar elevado ante la asamblea debe ir recordando al pueblo que cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es el mismo Señor el que está hablando a su pueblo (SC 7). Con ello irá calando en la comunidad que la liturgia cristiana tiene dos partes imprescindibles: la palabra y el sacramento; a estas dos partes corresponden el lugar de la palabra y la mesa del Señor.

2. No es un mueble que se quita y se pone. No se traslada a un rincón cuando acaba la celebración. Queda en su sitio igual que el altar, destacando los dos polos de la celebración, los dos polos de la vida cristiana.

3. Con suficiente separación de la sede y del altar. Pegado a la sede pierde relieve. Los espacios en el presbiterio deben ser amplios y cómodos, que se distingan visualmente.

4. Debe ser fijo. Pegado al suelo, de material noble. Si no hay más remedio que tener un atril, que sea digno, encima de una tarima, con una alfombra, paños, flores… es un lugar privilegiado de la presencia del Señor.

5. Visibilidad. Durante la liturgia de la Palabra la asamblea no sólo debe oír bien al lector, sino también verlo con facilidad. Debe tener, al menos, un escalón propio, que sea un lugar elevado, que se domine a la asamblea bien, y que el lector no quede oculto tras la atrilera con el leccionario.

6. Adornado. El ambón merece cariño y cuidado: paños según los colores litúrgicos, flores… El adorno más expresivo del ambón, cuando éste es una construcción fija, lo constituye el candelabro del cirio pascual. Éste, en efecto, debe colocarse siempre junto al ambón, nunca cerca del altar. Evidentemente, que, si seguimos esta opción, aunque el candelabro permanezca habitualmente junto al ambón, el cirio, en cambio, sólo estará allí durante la Pascua. Este aparecer sólo durante los días de Pascua la columna con su cirio puede ser una manera muy expresiva de significar que la Iglesia tiene su centro en Pascua y que en ningún otro tiempo se siente plenamente realizada como durante la cincuentena pascual.

Para un uso expresivo del ambón

Lo más propio para el ambón es

a) proclamar los textos bíblicos: las lecturas bíblicas, el canto del salmo responsorial.

b) El canto del Pregón Pascual es el único texto no bíblico que, desde la más remota antigüedad se canta desde el ambón.

Menos propio, aunque permitido:

a) Hacer la homilía. Lo más expresivo es desde la sede, pero se puede hacer desde el ambón, aunque se corre el riesgo de equiparar la homilía con la misma Palabra de Dios.

b) Las preces: es preferible “otro lugar", tal vez un atril auxiliar. Pero también el diácono las puede hacer desde el ambón.

Nunca en el ambón (pero sí desde un atril auxiliar, discreto y pequeño):

a) Las moniciones: son palabras de la asamblea a la misma asamblea. Su lugar no es el sitio de la única Palabra.

b) Dirección de cantos

c) Avisos al pueblo.

d) Oraciones presidenciales

e) Rosario, viacrucis, devociones, ejercicios del triduo, etc…

 



[1] En esta misma óptica, el reciente documento “Conciertos en las iglesias” insiste en que el ambón no debe retirarse de su lugar cuando el Ordinario permite usar excepcionalmente una iglesia para un concierto. (cf. ORACIÓN DE LAS HORAS, febrero, 1988, pág. 49.).