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14.08.17

DESPUÉS DE LA TORMENTA (del p. Diego de Jesús)

Como nos tiene ya acostumbrados, el p. Diego de Jesús nos regaló una intensa e imponente meditación del Evangelio dominical. Pueden encontrarlas cada semana en la página de facebook Monasterio del Cristo Orante


Jesús y PedroDemasiado calma la tarde, pensé. La demasía presagiaba justamente su opuesta: la inminente tempestad. Como en la música, como en el alma, antes de la tormenta hay una quietud peculiar, que poco tiene que ver con la dichosa paz, sino más bien con la inhalación profunda que antecede al grito y al clamor.

En el prado verde de la multiplicación de los panes, la desconcentración vista de arriba, describía una estrella policroma de tres puntas: por un vértice, sobre un fondo esmeralda, se volvía el cuantioso gentío a sus casas; por el otro flanco, en grises y ocres, el Maestro, como un sediento y solitario alce, trepa el monte inerte en busca de plegaria y soledad. Y nosotros doce, sobre un azul profundo, nos internábamos mar adentro, por mandato del Señor.

Cae la tarde en Palestina. Variopinta en sus tonos; no sólo los del suelo, sino los del cielo. Sobre el oeste abundan, confusos, los rosados y naranjas como un cosmos aún ruborizado por el exceso de panes y peces. Pero desde el sur arremete otro escenario: en plomos y peltres avanzan inmensos nubarrones como enrulados rollos de forraje ensilado, o lanosos carneros oscuros dando cabriolas, al son de un ritmado tronar como de pezuñas sobre el pedernal. El agua seguía plana y calma, haciendo caso omiso a lo inminente; sólo mutó su inofensivo celeste al belicoso cobalto. 
Pensé qué poco afecto tengo por esta suerte de calma, tan turbia, incluso cínica, incapaz de decir una verdad de puño como lo hace el trueno. Esa nauseosa tranquilidad que el mundo vende como paz y bienestar y sólo es antesala de tempestades en ciernes.

La embarcación era grande y cómoda. Reinaba un gran silencio en el grupo, todavía atontado por la tarde mágica en la pradera. Las miradas se perdían lejos, recordando gestos y palabras del Maestro. También la mía, flagelada de mar, procuraba guardar en trazos indelebles esos canastos de pan caliente, ese mimbre rebalsando luminosos peces de alabastro… Mientras el redoble de tambores iba aumentando su volumen. 
La inmensa mar respira profundo, en creciente agitación…

También la noche prospera y como avanza una mancha de tinta sobre el papel, el negro fue ganándolo todo. La manada de densos nubarrones llegó hasta nosotros y se agolpó como si un invisible corral los retuviera allí, sobre nuestras cabezas… 
Y como baja la mano el director de orquesta para desatar el compás inicial, con furia se abalanzó el viento, con furia el oleaje, furia en la lluvia torrencial, furiosos los truenos y relámpagos; todos juntos, en un sinfónico y estremecedor Confutatis, descargaron su vertiginosa música sobre nosotros. Ensordecedoras fusas y semicorcheas ritmaban el enojo divino reventando sus melladas olas sobre la inerme barcaza. Sólo una mente retorcida podría disociar la escena de la desatada Ira de Dios. Vehemente, elocuente, evidente, en aquel violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra.

Nuestra cáscara de nuez trepaba las inmensas olas, como un águila remonta a su ratón y casi de modo vertical, como desde un pináculo, era arrojada con furia a las raíces del orbe. La violencia de la impetuosa tempestad tenía, no obstante, la paradójica condición de enojo y amor, disgusto y compasión: nos arrancaba hasta desgarradoras alturas para luego recogernos suavemente en lo más cóncavo de su abismo. El mar, el siempre mar, abraza y acaricia, reta y castiga, aprisiona y libera. Todo en un solo movimiento envolvente. Como hace Dios…

Y me pareció que sería el final. Mientras la muchedumbre del milagro ya estaría durmiendo plácidamente en sus casas, y el Señor, ocupado en las cosas de Su Padre… esta docena de discípulos no contaríamos el cuento.
En amuchados segundos recordé que habíamos sido enviados a esa tormenta por mandato del Señor. Con vértigo caí en la cuenta de que había sido adrede. Pensé: se quiere deshacer de nosotros. Para elegir a otros doce y empezar de nuevo. Y bien que haría, pensé; bien que haría…

Y fue lo último que pensé, cacheteado por voraces lenguas de agua cuyos graves estampidos contrastaban con el rechinar agudo del viento huracanado. Las macabras venas blancas del mar, como telarañas, procuraban atraparnos. Vi en un instante el cementerio completo de los náufragos de las noches oscuras al correrse el espumoso velo del negro olvido sobre el oscuro océano. Sentí terror. No por la muerte inevitable, sino por ese sórdido mundo submarino, dominio del Enemigo.

La destrozada barcaza, dócil a la indomable singladura, está a la deriva. Ante cada nueva embestida, nos aferrábamos a los escombros náuticos, protegiéndonos mutuamente entre gritos y sogas y jirones de velas; sales, algas, heridas y sangre; y el látigo de Poseidón destrozándonos las carnes.

Lo que sigue es ocioso describirlo: el oleaje se calmó. Como un dragón cansado o herido. No así el viento ni la tormenta. Ni los rayos y truenos. Parecía una sinfonía desincronizada. Tampoco había amainado la negrura de la cerrada noche sin luna. 
Y llego ahora al centro de mi relato: en medio de la impenetrable oscuridad, muy a lo lejos, avanzaba hacia nosotros a paso señorial, sobre el oscuro mar, una blanquísima figura, que no lográbamos identificar. 
Al caos y el temor de la tormenta siguió la confusión y el terror ante esa suerte de espectro que parecía surgido del cementerio de náufragos.
Confieso, sin jactancia, que mientras la figura iba acercándose pensé: es Él, es Jesús. No quería refundar la Iglesia… o sí, pero con nosotros mismos. Nos ha zarandeado como se criba el grano, como se elimina la escoria.

Era abrupto el contraste del mar calmo y la tormenta furibunda. Entre medio de rayos y truenos y ensordecedores vientos cruzados se acercaba, solemnísimo, Nuestro Dios y Señor, sobre la blanda arcilla azul, hacia los asustados náufragos.

Pedro dijo lo que luego, por siglos he repetido al comulgar: mándame ir a Ti. 
Ven, dijo el Señor, experto en estampar monosílabos más densos que toda la verba humana junta. 
Todos lo vimos apearse del barco en ruinas y caminar hacia el Señor, entre refusilos y estruendos. Lo vimos afirmarse sobre el blando desierto azul; lo vimos vacilar, lo vimos flaquear y hundirse. Lo vimos clamar y ser rescatado. Imaginé por un instante a todo el cementerio de náufragos colgados de ese arrancón del abismo, con que el Brazo poderoso levantaba al Hombre de poca fe…

Cuando al fin el Señor subió a la barca tuve la espejada sensación de que era la barca a la deriva la que finalmente tocaba con su proa el malecón; que el naufragio llegaba a su fin al ser devueltos a tierra por las fauces del abismo. Cuando lo cierto era inverso: el Señor tomaba posesión de la barca, del abismo y del mar.

La noche se iba agotando. Los primeros rosados empezaban a pincelar el oriente. La procelosa tormenta, ahora sí, había concluido. Un silencio majestuoso reinaba en el cielo, en la barca y debajo de ella. 
Y allí estábamos, sobre la ajada cubierta, los doce hirsutos y salitrosos discípulos del Amo del mar. Agotados. 
Uno por uno, hechos de andrajos y heridas, nos fuimos postrando a sus Pies. La escena no podía ser más bella. Y por eso, más cierta. La destrozada barca volvía a tener mástil y vela mayor: era el mismo Señor, impecable, flameante y erguido. Rodeado de doce ovillados adoradores malheridos. 
Alguien musitó Qué bien estamos aquí. El Mellizo murmuraba entre sollozos Señor mío y Dios mío. Otro, con voz más sentenciosa, agregó: Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres Dios…

Como se despegan los párpados, del horizonte salió el primer rayo del sol. Que atravesó un grueso gotón de lluvia que pendía de un remo astillado como usurpada bandera enemiga. 
Yo no pude o no supe articular sonido. Ni atinaba a levantar la vista del inmaculado Empeine. Sí recuerdo bien haber entendido para siempre que “eso”, exactamente esa experiencia que nos embargaba a todos, eso era la Paz que el mundo no puede dar. 
No era la insulsa calma. No era la anodina tranquilidad. Es el gozo después de la tormenta.

Y conmovido oré en silencio: bendita tormenta, Señor; bendito huracán, benditas olas, bendito naufragio; bendita crisis y desolación, bendito aprieto, bendito zarandeo que hace posible este Tabor en alta mar. Sin tus pruebas y enojos, sin tu violenta criba, oh Dios, no hay modo de rendirse gozoso a tus Pies. 
Bendito seas, Señor de las tormentas, que sin ellas jamás habría “después de la tormenta”.

5.08.17

El privilegio de ser cura

Este 4 de agosto, fiesta del Santo Cura de Ars, fue muy especial.

No sólo porque estuve todo el día fuera de la parroquia (intercambiamos Misas con el padre Walter, mi vecino, con motivo de la novena de San Cayetano, sin percatarnos a tiempo que era el día del párroco) sino sobre todo porque por la mañana despedimos a un hermano en el sacerdocio, el padre Raúl Rodríguez..

Reconozco que tengo gustos exóticos, pero debo admitir que las Misas exequiales, las misas de “cuerpo presente", y en especial la de los sacerdotes, me encantan.

Será tal vez porque en el Seminario de Paraná despedimos a varios curas mayores, velándolos durante la noche, cantando y rezando, celebrando la Eucaristía con su cuerpo exánime en el mismo sitio donde nosotros, pichones, estábamos todavía gestando nuestra consagración… La procesión llevando el cuerpo del difunto por el “camino de pinos” hasta el cementerio sacerdotal, las últimas palabras de despedida, la paladita de tierra que cada uno arrojaba sobre el ataúd, el “Más cerca oh Dios de tí” y la “Salve Regina"… todo tiene como un sabor mágico y misterioso, como un sabor a eternidad.

Esta mañana despedíamos al padre Raúl quien, con casi 70 años, y ya “jubilado” de sus tareas en el obispado castrense, había dicho “SÍ” al pedido del Obispo con la disponibilidad de un recién ordenado. Cuando la mayoría de los hombres y mujeres se “jubilan", su “júbilo” fue ejercer el sacerdocio, hasta que la enfermedad mortal se apoderó de su cuerpo, mas no de su alma de sacerdote.

Pensaba mientras miraba su rostro pálido y sus manos inertes estrechando la cruz en cuántas veces esos labios habían pronunciado las palabras de la Cena y de la Absolución, y cuántas veces esas manos habían ungido y bendecido.

La inmensa mayoría de las personas a las cuales él ayudó en su ministerio no estaban físicamente allí. Sin embargo, “flotaba” en el ambiente, en ese ambiente de serena y alegre congoja, la sensación de que todos sus “hijos” espirituales, de una u otra manera, se hacían presentes.

En fin, flotaba la serena y luminosa certeza, la esperanzada certeza, de que ninguna de sus acciones hechas por amor -como las de todo cristiano- habían caído en saco roto. No. Todas habían “caído” en el Libro de la Vida, el Corazón de Dios.

Morirse luego de haberse dado hasta el final es, sin duda, una enorme alegría.

Pero, a la vez, descubría esta mañana que hay una alegría mayor que la de amar y darse: la alegría de SER AMADOS y ELEGIDOS sin mérito de nuestra parte. Es una alegría más perfecta porque más humilde. Porque es gratuita. Es regalada.

Y me daba cuenta de que muchas veces pienso y actúo como un tonto o, como me gusta decir, como un salame.

¿A quién se le ocurre ponerse triste o reclamarle a Dios que, por ejemplo, viene poca gente a Misa…? ¡Salame!, con el sólo hecho de tener el privilegio de tener a Jesús entre tus manos y recibirlo, todas las oscuridades se deben llenar de luz!

Hoy volví a darme cuenta de que ese sólo hecho, el maravilloso milagro de poder prestarle mi Voz al Rey de Reyes, el inconcebible privilegio de que el Padre me “obedezca” y envíe al Espíritu al altar, es más que suficiente, es infinitamente suficiente, para alegrar mi corazón en el tiempo y en la eternidad.

Y que no tengo derecho a estar triste, jamás, aunque las cosas lleguen a salir al revés… El milagro de tenerlo entre mis manos basta para ordenar y acomodarlo todo en su sitio. La certeza jubilosa de ese amor perfecto… debe invadirlo todo.

Por eso me da un poco de gracia cuando alguien habla de los sacerdotes como “compadeciéndonos", o tal vez como si fuéramos “víctimas” de una vida inhumana… cuando en realidad somos los más mimados del Padre Dios y de María.

Y todo el ministerio sacerdotal con todas sus alegrías y satisfacciones, condimentadas con alguna cruz, no es más que el despliegue y desenvolvimiento del amor loco de Cristo… que mueve la primera ficha del dominó, y hace caer todas las demás.

Por eso y por tantas cosas más, gracias, gracias, gracias… a Dios y a todos los que nos ayudan y permiten ser curas.

3.07.17

Algunas pistas para aprovechar la presencia de Jesús en el Sagrario

Los textos pertenecen a mi libro “7 Canastas", publicado en Ediciones Logos, y publicados hace un tiempo en Infocatolica en la sección Opinión.

Sagrario

El gran abandonado

Existe en la Iglesia una renovada sensibilidad hacia los ancianos. El Papa Francisco ha hablado muchas veces, con gran incisividad, sobre el terrible drama que significa para muchos de ellos ser “depositados” en hogares y dejados allí. Gracias a Dios, hay grupos y movimientos laicales y eclesiales que se organizan para llevar, algunas veces a la semana, compañía a esos viejitos.

También hoy existen niños abandonados por sus padres, que viven en hogares, cuidados por personas que muchas veces los sirven bien, y otras no tanto. Y existen, gracias a Dios, grupos de jóvenes o adultos que periódicamente los van a acompañar, o familias que los invitan a vivir, los fines de semana, en el calor de un hogar.

 

Pero hay un drama aún mayor, que es causa de muchos otros males para la sociedad y también para la Iglesia.

Me refiero al drama de Jesús Abandonado en el Sagrario.

Me refiero al hecho incomprensible de que durante tantas horas, tantos días y meses y años, Jesús vivo, presente en la Eucaristía, esté solo.

Me refiero a la ilógica conducta que tenemos tantas veces los creyentes de dedicar muchos minutos e incluso horas a la semana a cultivar nuestra inteligencia, a cuidar nuestro cuerpo, a desarrollar vínculos de amistad, a perfeccionarnos en algún arte… y dediquemos poco o casi nada a estar con Jesús en el Sagrario.

 

Y ¿por qué es un drama? ¿Acaso necesita Él de nosotros?

En sentido estricto, no. Si necesitara de nosotros, no sería Dios.

Pero el Dios que nosotros adoramos no es sólo un frío “motor inmóvil” ni una “causa primera” que origina el mundo.

No. Es un Dios que ama apasionadamente. Un Dios celoso. Un Dios con un Corazón Humano. Un Dios que dijo una vez y repite siempre: “quédense conmigo”.

Jesús sufre el abandono en los Sagrarios, ¡claro que sufre! Sufre la ingratitud, el olvido, la tibieza de aquellos por quienes lo ha dado todo… “y sólo recibe a cambio ingratitudes y desprecios”.

 

Pero principalmente Jesús sufre porque sabe que nosotros lo necesitamos. Sufre porque lejos del Sagrario nuestras barcas -como la de los discípulos cuando remaban en medio de la tormenta- amenazan con hundirse.

Sufre porque nos ve también a nosotros tantas veces profundamente solos y vacíos, aún rodeados de mucha gente e inmersos en una frenética actividad.

Sufre porque nos ve “afligidos y agobiados”, y Él está ahí esperándonos, y nosotros buscamos reposo en otros corazones y no en el Suyo.

 

El Abandono de Jesús en el Sagrario es un drama mayor que el de los abuelos y los niños, entre otras cosas, porque si fuéramos más los que visitáramos al Señor… habría menos abuelos solos, y menos familias rotas, y menos corazones heridos.

Porque en el Sagrario la vida se renueva y el corazón se restaura. Allí encontramos las fuerzas para perdonar y volver a empezar, hallamos paz y esperanza para seguir cargando la Cruz.

 

En el Sagrario, en fin, Ese que está tantas veces Abandonado es capaz de llenar tus soledades de su Presencia. De consolarte y fortalecerte para que puedas llevar a otros su consuelo y fortaleza. De “sacarte la mochila” que llevás cada día, o -si es imposible dejarla- llevarla junto con vos.

Jesús Abandonado es el lugar donde, con absoluta confianza, podés “abandonarte”, sabiendo que nunca te dejará caer.

Abandonate a Jesús Abandonado.

 

 

Un silencio muy laborioso y elocuente

 

Tal vez me preguntes: ¿Y qué tengo que hacer cuando voy al Sagrario?

Podría responderte: “Nada. El que hace es Él”. Porque, como dijo una vez “mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”.

Jesús, en el Sagrario, es como un alfarero, o un escultor. Está activo y casi ansioso de que el humilde barro o la dura piedra se pongan delante Suyo, para comenzar la obra.

Estar delante de Él es ya comenzar a ser diferentes. Porque así como quien se pone delante del Sol, sin hacer nada, recibe sus rayos y en ellos la luz y el calor, así sucede también con este Sol que nace de lo alto.

Con una condición: que no te cubras, que no interpongas entre Él y vos nada de nada. Tenés que ir con el alma descubierta, y tenés que abrir de par en par el corazón, para que su poder entre hasta lo más íntimo de tu intimidad.

Cuando hay un lugar muy oscuro, y de pronto entra la Luz, puede ser desagradable al principio, porque se comienzan a ver cosas que antes pasaban desapercibidas. Pero tenés que animarte, tenés que dar el paso.

También los ojos acostumbrados a las tinieblas son casi heridos por la luz del Sol, y sin embargo, para ella han sido creados, no para la penumbra. Estar ahí, muchas veces, delante del Sol, llenará de luz tu mirada interior, y vas a poder ver el mundo con ojos nuevos.

 

Pero hay algo de Jesús en el Sagrario que impresiona: su silencio. Es la Palabra eterna, es la Sabiduría del Padre, encierra el Sentido del Universo, y calla. O, mejor dicho, habla de un modo tan sutil y delicado, que sólo quienes se disponen pueden escuchar.

¡Cuánto tenemos para aprender del silencio de Jesús en el Sagrario! ¡Cómo hemos llenado de palabras huecas nuestras vidas! Hasta parece que hemos perdido la capacidad de hacer silencio.

Y ésta, sin embargo, es una maravillosa cualidad, que debemos reencontrar.

 

Porque hay muchas situaciones de nuestra vida donde lo mejor es callar.

Callar -como Jesús- cuando seamos atacados injustamente, y veamos que hablar y defendernos, en lugar de solucionar el conflicto, lo agrave.

Callar -como Jesús- cuando la Cruz venga a nuestra vida, y no sepamos qué decir, y surjan en nuestro interior mil preguntas… pero sólo el silencio nos ayude a dejarnos modelar por el Señor.

Callar -como Jesús- para darle espacio al hermano que necesita expresarse, para oír no sólo las palabras de su voz sino también los latidos de su alma.

Callar -como Jesús- para recuperar la mirada contemplativa sobre la Creación y sobre las realidades cotidianas, donde, si estamos atentos y en silencio interior, lo descubriremos con facilidad.

Callar -como Jesús- cuando nos toque poner el hombro al hermano que está padeciendo, como nuevos cireneos, y donde las palabras sobran, y es mucho más elocuente la presencia.

 

Todo lo sabemos en teoría, pero, ¡cuánto nos cuesta vivir el silencio virtuoso!

Aprendámoslo del elocuente silencio de Jesús en el Sagrario.

 

 

El Sagrario y el Evangelio

Jesús está en silencio en el Sagrario, y sin embargo, poco a poco, ese silencio será sonoro. Porque el mismo Jesús que está ahí, prisionero por amor, es el que caminó por Galilea, y predicó en el Monte, y en la sinagoga de Cafarnaúm, y en el atrio del Templo, y desde lo alto de la Cruz, y junto a la tumba vacía.

Por eso para quienes creemos en la presencia de Jesús en el Sagrario, el Evangelio no es Palabra muerta. No es un libro de historia, no consiste en una serie de narraciones del pasado ni son anécdotas de un héroe lejano.

Las palabras del Evangelio son absolutamente actuales. Y en ningún lugar resuenan con tanta fuerza transformadora como delante del Sagrario.

 

Por eso, cuando vayas a visitarlo, podés llevarte el Evangelio, y escuchar cada frase del Señor como saliendo de allí… desde su Corazón al tuyo.

Podés imaginar -porque están ahí, verdaderamente- sus ojos clavados en vos. Y podés imaginar también el tono de su voz, dulce y fuerte al mismo tiempo. Que te dice, por ejemplo:

“No temas: serás pescador de hombres”, serenando tu corazón ante la conciencia de tu fragilidad.

“Lázaro, ven afuera…”, invitándote a salir de la tumba del pesimismo y la desconfianza.

“Si crees, verás la Gloria de Dios”, exhortándote a tener una fe más profunda.

“Ustedes son la sal de la tierra”, confiándote una misión y concediéndote a la vez su propio sabor.

“No te inquietes por lo que vas a comer o cómo vas a vestir”, guiándote por el camino del abandono en su Providencia.

“Perdoná, y serás perdonado”, recordándote que tenés que abrir tu corazón a la misericordia con el prójimo para poder recibirla.

“Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”, animándote a tener una nueva mentalidad.

“Conviértete…”

“Ve a decir a mis hermanos…”

“Yo estoy contigo hasta el fin del mundo…”

 

Así, formado por esa Palabra viva y eficaz, tu vida cristiana se llenará de vigor.

Y las Palabras de Cristo se transformarán en tuyas. Y sin darte cuenta, hablarás como Él, iluminarás cada situación con el Evangelio, encontrarás el sentido sobrenatural a cada centímetro de tu recorrido en esta tierra.

Te irás conviertiendo, con la Gracia del Señor, no sólo en un Sagrario Viviente, sino en un Evangelio viviente. Quizá el único que muchos de tus conocidos podrán leer.

 

 

Un lugar para llorar y para reír.

Pero quizá te sucede que, cuando estás solo, no puedes aguantar un minuto sin que las lágrimas acudan a tus ojos. Porque quizá venís conteniendo una angustia o soportando una situación en la que querés mantenerte fuerte, aunque por dentro estés quebrado.

Y quizá te pasa que te cuestionás, pensando: “¡Qué vergüenza, todos me van a ver!”, y eso te aleja del Sagrario.

Dejame decirte con toda claridad: el que te hace creer que no podés ir al Sagrario a llorar es el Mandinga.

Es más, voy a decirte algo: el Sagrario es el mejor lugar del mundo para llorar.

Porque no es lo mismo llorar en tu casa, solo, como “guardándote” ese dolor, sin que puedas desahogarte.

Porque ni siquiera es suficiente buscar alivio en el prójimo. Claro que lo necesitamos, y nos hace mucho bien, porque una palmada o un abrazo amigos tienen un enorme poder consolador.

Pero es sobre todo el Señor, Jesucristo Resucitado, quién puede, ya desde ahora, “enjugar las lágrimas de tus ojos”.

 

Porque, además, las lágrimas humanas asumen un aspecto nuevo cuando son iluminadas por la lamparita del Sagrario. Como en esos días de lluvia al atardecer, cuando las nubes se pintan de rojo o anaranjado, y adquieren una nueva belleza.

Las lágrimas humanas encuentran el lugar ideal para ser dejadas en ese Horno ardiente  de Caridad que es su Sagrado Corazón.

 

Pero quizá te suceda lo contrario. Quizá estás viviendo una etapa hermosa en tu vida, donde todo va sobre rieles, con viento a favor. Los logros se suceden, las metas se van alcanzando una tras otra.

También entonces: andá al Sagrario. Compartí esa alegría con tu Amigo. Regocijate con Él, como cuando eras chico y habías hecho un gol y lo contabas a todos los tuyos, o te habías sacado una buena nota en un examen difícil y lo compartías con quienes amabas.También tiene “derecho” de verte bien, ¿no te parece?

Algunas veces, estando con el Maestro, podés recibir el gran regalo de una intensa consolación. Y entonces, tu corazón se ensancha, y tu mirada se ilumina, y hasta se dibuja una sonrisa en tus labios. Casi tenés ganas de reír con fuerza, o de gritar a los cuatro vientos: “¡Es verdad, existe y está Vivo, yo me lo encontré!”

No reprimas tu sonrisa, no dejes de reír ante Él. Esa alegría brilla aún más cuando se refleja en la Luz del Señor.

 

Esa alegría es la que necesita el mundo: una alegría estable, con sólidos cimientos. Una alegría que brota desde el eterno plan de Dios, y llega a los hombres a través del Corazón Eucarístico de Jesús.

 

 

Adorando.

Y si todavía te cuesta comprender qué hacer ante Jesús, cómo adorarlo y reverenciarlo, el cuerpo viene en tu ayuda.

Porque no rezamos sólo con el alma: también nuestra dimensión material adora y alaba.

Y ningún gesto expresa tan profundamente la adoración como el ponerse de rodillas. Ya al hacerlo, te sentís más cerca suyo.

Porque arrodillarse te revela tu verdad de creatura. Arrodillarse significa aceptar que Él es todo, Él es El que Es. Y que nosotros somos nada, somos los que no somos.

 

Para adorar, de rodillas, podés recordar a algunos que lo hicieron en vida de Jesús.

Imaginá a José, de rodillas, junto al Pesebre, adorando al Niño recién nacido, absorto, casi conteniendo la respiración.

Imaginá a los Magos venidos de Oriente, cansados del largo viaje, rebosantes de alegría por haber llegado a la meta, postrándose y adorando.

Imaginá a María, en Egipto y en Nazareth, arrodillada junto a la cuna del Niño, besándolo y acariciándolo.

Imaginá a Pedro, arrodillado a los pies de Jesús luego de la pesca milagrosa, pasmado por semejante milagro, consciente de su fragilidad.

Imaginá a la mujer cananea, arrodillada a los pies de Jesús, acurrucada casi como un cachorrito, pidiendo la curación de su hija como quien pide las migajas que caen de la mesa.

Imaginá a María de Betania, poco antes de la muerte de Jesús, arrodillada ante su Amigo, ungiendo sus pies con el caro perfume y secándolo con sus cabellos.

Imaginá a María Magdalena, arrodillada junto a María, que tiene a Jesús muerto en sus brazos, y se abraza a Él con gran dolor. Imaginala luego de la resurrección, también a sus pies.

Imaginá a Esteban, el primer mártir, que puesto de rodillas es lapidado, mientras contempla a Cristo a la derecha del Padre.

 

Todos ellos están ahí, junto a vos, en ese momento de oración. Se arrodillan y adoran a Jesús en la Eucaristía, al igual y todavía mejor que como lo hicieron en la tierra.

Acordate siempre: nunca sos más grande que cuando estás así.

 

 

El remedio contra toda idolatría

(de Benedicto XVI, en Corpus Chisti de 2008)

 

Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy.

Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad:  quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea.

Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).

Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios.

Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve.

La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose:  se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.

 

30.06.17

Número de seminaristas, ¿termómetro de la Iglesia?

Cuentan que el siempre provocador Castellani solía afirmar en sus tiempos: “En Buenos Aires faltan 50 curas y sobran 100”.

Probablemente yo estaría, para Castellani, en el grupo de los que “sobran”.

No obstante, recordé la mordaz afirmación cuando, días pasados, se debatió en diversos foros la cuestión del número de vocaciones y de la incidencia positiva o negativa de un Papa u otro en el “surgimiento” de las mismas. En los comentarios surgían todo tipo de aseveraciones, algunas muy acertadas y equilibradas, casi siempre reduccionistas y en algunos casos desde un desconocimiento completo de lo que es el proceso de selección y discernimiento.

Entre todas las afirmaciones, me parecieron bastante improcedentes aquellas que vinculaban el crecimiento o declinación del número de seminaristas a la influencia –y, por tanto, a la fecundidad- de un papado. A mi juicio, esto es erróneo, e intentaré mostrar por qué.

Vocaciones y vocaciones

Yo pensé durante mucho tiempo que el simple “número” de aspirantes al sacerdocio era un indicador necesariamente positivo de una diócesis o de una congregación.

Pero a medida que me fui adentrando un poco más, por mi propia experiencia en el Seminario, por el acompañamiento luego a otros jóvenes que ingresaban en la vida consagrada y por el conocimiento de algunas realidades eclesiales con desarrollos verdaderamente sorprendentes, me fui dando cuenta de que la cosa no era tan sencilla.

Algunos Seminarios, por ejemplo, tuvieron en sus períodos de apogeo una cantidad enorme de ingresos. Cuando uno indagaba un poco sobre el proceso previo de discernimiento, se daba cuenta de que esta había sido prácticamente inexistente. Bastaba el deseo del joven y una carta de un párroco entusiasmado para que el muchacho, pocos meses –o incluso semanas- después de pensar por primera vez en el sacerdocio, vistiera una elegante sotana. El párroco, orondo, llegaba algunas veces a jactarse ante su comunidad de los frutos de su pastoral juvenil y de cómo Dios los bendecía con vocaciones.

 

Otro fenómeno que descubrí tiempo después es que en ciertas congregaciones –y quizá también en algunas diócesis- la pastoral vocacional se realizaba con métodos poco respetuosos de la libertad de los sujetos. Así, hubo quienes afirmaron –e incluso escribieron- que “aunque el pensamiento de la vocación viniera del Demonio, hay que seguirlo”(sic). Otros predicadores, en el delicado contexto de unos Ejercicios Espirituales, afirmaron con rotunda claridad que “si alguien se plantea la posibilidad de ser sacerdote, es seguro porque tiene vocación”. Añadiendo algunas veces a esta temeraria afirmación “si alguien tiene vocación y no la sigue, se pone en riesgo o, más aún, casi firma el decreto de su condenación eterna”. Progresivamente fui descubriendo historias de seminaristas que estuvieron muchos años en la casa de formación y de sacerdotes que se ordenaron por puro miedo a condenarse, estando por dentro completamente aterrados y no siendo felices –pero sí mostrándolo- de su vocación.

 

Muchas de estas “vocaciones” mal discernidas o sostenidas bajo presión concluyeron con sus protagonistas abandonando pronto o más tarde bien su camino de formación, bien su vida sacerdotal o consagrada, algunas veces con escándalo y muchas con una cuota de resentimiento difícil de resolver.

 

¿A dónde quiero llegar?

No tengo una respuesta completa sobre este asunto, pero sí puedo afirmar –como lo han hecho antes de mí muchos otros-

# Que no es el número de seminaristas o novicios un indicador fiable para medir la vitalidad de una iglesia.

# Que no se puede juzgar a la distancia la autenticidad de un carisma o la santidad de un líder o de la fecundidad de una diócesis o congregación, sin conocer de primera mano quiénes, cómo y por qué están esos jóvenes en su camino.

# Que cada historia es diferente y cada camino de santidad es único.

# Que es necesario corrernos de un paradigma eficientista, centrado en las cifras y en lo visible.

# Que un criterio más certero sería, a mi juicio, analizar la vida sacerdotal o consagrada en el lapso de unos 10 o 15 años, y estudiar si se perciben equilibrio psíquico y espiritual, alegría en el ministerio o servicio, fidelidad verdadera. Esto es imposible hacerlo a nivel global.

#  Que la cuestión de las vocaciones y de la vocación es un verdadero misterio, que no se puede resolver estadísticamente. Y que debemos cumplir incesantemente –aunque no exclusivamente- con el único mandato que Jesús nos dejó al respecto: “pidan al dueño del campo que envíe obreros a su mies”.

Para que así, estén los que deben estar. Y no suceda que, como decía el jesuita argentino, “falten muchas vocaciones… pero sobren demasiadas”

12.06.17

Transustáncianos (preparándonos para el Corpus Christi)

Juan Pablo II

Este artículo lo publiqué hace unos meses en la sección “Opinión", cuando aún no era bloguero en Infocatólica.Sería feliz si sirviera a alguno como preparación para la Gran Solemnidad de Corpus que nos aprestamos a celebrar.

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A raíz de algunas polémicas de la actualidad, especialmente en relación con el diálogo ecuménico y la oportunidad o no de usar ésta o aquella expresión, he podido constatar un proceso que en mi propio pensamiento y vida espiritual había estado ocurriendo.

Recordé, en primer lugar, que el milagro de la «transustanciación» (es decir, de la transformación de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y toda la sustancia del vino en su Sangre) me había fascinado ya desde mi adolescencia, cuando en mi grupo de jóvenes estudiamos el Catecismo. La precisión del lenguaje, la búsqueda de palabras que pudieran expresar con la mayor justeza posible la fe de la Escritura y la Tradición, me atraían y me impulsaban a una profundización cada día mayor.

Durante los estudios filosóficos en el Seminario, leí con avidez y fruición la «Mysterium Fidei» de Pablo VI, buscando entender el valor y alcance de sus afirmaciones, frente a algunas corrientes de la teología «católica», que parecían atenuar la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía.

Durante la teología, el estudio de las controversias eucarísticas medievales, y la búsqueda afanosa de la Iglesia de vocablos y conceptos capaces de ubicarse en el centro virtuoso entre dos extremos fue sencillamente apasionante. Tratar de «meterme» en la mente de los que afirmaban una cosa y su contraria, evaluar personalmente el impacto que tales afirmaciones tenían para la vida eclesial fue, como en todo proceso de formación, una fuente de transformación personal interior.

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