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31.12.16

El misterio de María, con mons. Tortolo.

Madre de Dios

Me complace enormemente compartir en la víspera de la Fiesta de María Madre de Dios, un precioso texto de Monseñor Adolfo Servando Tortolo, quien fuera Arzobispo de Paraná en el siglo pasado.

Hay algunas intuiciones del autor que, enraizándose en la Escritura y en la Tradición, se expresan con una originalidad y una potencia inéditas. Creo no equivocarme al decir que el pensamiento mariológico de mons. Tortolo puede ayudar a todos nosotros a quedar cada día más fascinados ante el misterio de María, y su misión como formadora.Tortolo

Les dejo la primera parte de un texto publicado en el libro “La Sed de Dios", Ed. Lumen, 1984. En días sucesivos compartiré la segunda parte, que ahonda en la relación materno-filial que María quiere establecer con cada uno de nosotros.

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María, molde de Dios

Glosa a una homilía de Pablo VI *

 

Al celebrar con sus seminaristas la festividad de la Madonna della Fiducia Patrona del Seminario Mayor de Roma—, Su Santidad Pablo VI expuso en una densa y apretada homilía de qué modo María Santísima integra, y debe integrar, la formación espiritual cristiana.

Texto y contexto tienen carácter doctrinario. La glosa sólo pretende subrayar la importancia de ciertos párrafos en orden a la vida interior más que a la especulación intelectual.

Conviene prenotar que la Fe se ordena a la vida, y la vida se nutre de la Fe, porque es su Principio. El exponente más alto y más real de esta Fe vivificante llámase vida interior. Y la vida interior es la forma más válida y más auténtica del “homo religiosus”.

Por eso los principios informantes de esta vida interior deben tener una absoluta seguridad teológica.

La autoridad del Vicario de Cristo, y tantos siglos de Iglesia que hablan por sus labios, nos dan inconmovible certidumbre en su doctrina.

 

I. “MADRE MÍA, CONFIANZA MÍA”

Luego de un prólogo ocasional, señala el Santo Padre: “Dejemos que la cándida y piadosa expresión: mater mea, fiducia mea”, envuelva la dulce efigie, mientras cada cual piensa en su corazón cómo apropiarse del significado, del valor y del consuelo de las afectuosas y audaces palabras”.

Madre mía, confianza mía. La confianza es hija de la Fe teologal. Toda la Biblia es un argumento vivo sobre la confianza en Dios. Exigida por Dios como algo irrenunciable a sí mismo; exigida como salvoconducto divino para todas las emergencias humanas.

Confiar en Dios es unir lo supremo de Dios y lo íntimo del hombre por un puente misterioso, cuyo nombre es este: confianza.

En su mirar hacia Dios, bañándose en su luz, el pueblo fiel fue concentrando su admirable sentido espiritual hasta cristalizarlo en este lema de simplicidad feliz y vigorosa: Mater mea, fiducia mea.

Las palabras de este lema —lo afirma el Papa— son audaces. Pero esta audacia nace de Dios, es suya. Nace de la intuición sobrenatural y de la fuerza interior. Se afirma victoriosa, no en la quimera, sino en la Fe y el Amor. Son sus alas, aparte de ser su vida.

Lógico, entonces, que el audaz contenido de este lema, sus palabras exigen ser fijadas en el lugar más grande de la espiritualidad y de la vida religiosa, que son propias de la formación cristiana.

No es el lema gramatical sino la concentración teológica del lema, su contenido, el que debe convertirse justamente en base de la vida espiritual.

Afirmar  que María ocupa el lugar más grande de la espiritualidad es afirmar que entra a una con Cristo, aunque diversamente, en esa vida interior donde se conjugan de modo vivencial los grandes Misterios: la Trinidad, Jesucristo, y a continuación María Santísima.

María pasa, de este modo, del orden estático al dinámico, de su actitud de ruego a la co-acción sobrenatural con Cristo. Entra, no al margen, sino en la misma corriente sobrenatural, y la integra, subordinada a Cristo, como elemento de Vida.

 

II.“TÉRMINO FIJO DE ETERNO CONSEJO”

El pensamiento pontificio avanza hacia el centro real de todo Misterio de María.

“No debemos olvidar nunca quien es Maria a los ojos de Dios: termino fijo de eterno consejo. No debemos olvidar nunca quién es Maria en la historia de la salvación: la Madre de Cristo y, por lo tanto, la Madre de Dios, y, por admirables relaciones espirituales, la madre de los creyentes y de los redimidos”.

Quién es María a los ojos de Dios es un misterio. La conducta divina revela, en parte, lo que Ella es para Dios. La frase de Dante, que el Papa cita, es un relámpago de luz que alumbra este misterio.

Término fijo equivale al ordenamiento hacia Ella de la actividad divina ad intra. Es como una marcha interna de Dios  hacia María, marcha interna que otra audacia teológica expresará de este modo: “María es el complemento de la Trinidad”.

“Por eso no en vano -señala el Pontífice-  la Liturgia y la Teología sobreponen el perfil de María a la Sabiduría eterna”. No en vano; no es mera alusión ni lenguaje metafórico. Primera creatura, concebida “ab aeterno” pasa a ser el paradigma de todo el Plan divino ad extra. María es un efluvio siempre manante de Dios, ayer como término hacia el cual, hoy cómo término con el cual se mueve Dios.

De la eternidad pasa al tiempo. Y el tiempo de Dios – Su tiempo-  es la hora de la redención. Ahora la pregunta es ésta: quién es María para Jesucristo.

La redención es el segundo mundo de Dios, más perfecto que el primero. Redimir es mucho más que crear. Y María, presente en la Creación como espejo del poder creador, entra personalmente ahora con título y misión exclusivamente personal en el mundo de la redención.

El nexo que unirá para siempre la predestinación de María  y la Encarnación del Verbo será un acto suyo: su consentimiento personal y libre al Plan de Dios. La manifestación de Dios en carne y sangre, va a ocurrir sobre el contexto vivo de esta Mujer; pero va a ocurrir no de un modo fortuito –imposible en Dios- ni menos aún violento, sino mediante dos actos libres: el de Dios y el de María.

María al pronunciar su Sí, recibe al Hijo de Dios en sus entrañas. Y con Él recibe en sus entrañas el Misterio total de Cristo -el insondable Misterio-  el que comienza a vivir en sus entrañas puras y a recibir vida de su vida.

Desde este instante, el indivisible instante de la Encarnación, su misión de Madre intrínsecamente se desdobla sin sufrir en nada su unidad. Es Madre y Coactora con Cristo en todo el proceso subsiguiente: redención, santificación, consumación.

La redención en su primer acto —la Encarnación— queda ipso facto maternizada. Y, por lo tanto, definitivamente y para siempre marianizada la gracia de Jesucristo. Dos infinitos horizontes: maternización de la redención, marianización de la gracia cubrirán la apretada y extensa red de relaciones admirables entre María Santísima y sus hijos.

 

III. MADRE DE CRISTO

María, marco de Dios y pórtico de Cristo, lo será también para toda la Teología, porque esta es la ciencia de Dios.

“La visión panorámica de la Teología, centrada en la humilde Sierva del Señor, no debe desaparecer nunca de nuestra mirada espiritual si queremos comprender algo verdadero, auténtico, embriagador, de la creatura privilegiada, sobre la que se abre y descansa la trascendencia divina y cobra realidad humana el Verbo de Dios”.

Nuevamente las llamadas geniales del pueblo fiel. Las dos vertientes: eternidad y tiempo, se cruzan en María. Y el más puro sentir teológico ha condensado en una frase la prehistoria, la historia y la metahistoria de María: “genuisti qui te fecit”.

La trascendencia divina asocia a su fecundidad eterna a esta Mujer hija del tiempo. Y la gloria de Dios será convertirse en creatura.

Para la teología, María Santísima no es un hito, es la cumbre donde se asienta Dios.

Gradúa luego el Papa los estadios dc la piedad mariana. Estadio objetivo: de culto e imitación. Estadio subjetivo: dc suplica y de esperanza. La piedad objetiva nos conduce a “celebrar en Ella los misterios del Señor”.

La Maternidad divina es un hecho Único, correlativo de otro hecho Único: la Encarnación. La sobreeminente gracia de la Maternidad divina descansa, entre otras, sobre esta verdad: nadie puede elegir a su propia madre, excepto Dios. Esta elección, inseparable de la predestinación de Cristo, configura la mayor autodonación divina.

Esta autodonación es irrevocable e irá creciendo por el crecimiento y extensión de su vocación materna.

 Entonces “se llega a descubrir su superlativa función en la economía de la salvación…”

 Superlativa función de ayer, de hoy y de siempre, en el orden universal y en el orden particular.

 Su pura relación a Cristo no excluye en Maria una personal misión y acción. María no es a Cristo como la sombra al cuerpo que la proyecta. Es también eso, pero mucho más. Es agente y no paciente. Es instrumento de Cristo, pero  también es Socia y Coactora.

La economía de la salvación abarca la remisión de la culpa y la infusión de la gracia, la gracia santificante y las actuales, la gracia y la gloria. Donde Dios pone su Mano, allí está su Gracia; allí está María.

La Encarnación del Verbo, la asunción mística de toda la humanidad por el mismo Verbo encarnado, la Maternidad divina de María, son un hecho tridimensional.

Por eso cuanto más se estudia el Misterio de Cristo, su relación íntima con todos los hombres, el crecimiento de su  Cuerpo Místico, más esplendente y más universal emerge de la luz de la Fe el misterio de María.

También por eso la verdadera ubicación de María está dentro de la Iglesia y está sobre la Iglesia. Mater Christi, Mater Totius Christi, Mater Corporis Christi.

29.12.16

Juzgadores seriales

dedo acusador

Siguen apareciendo -dos o tres veces a la semana- intentos de desprestigiar a los cuatro cardenales y sus 5 dubia presentadas al Santo Padre en septiembre pasado.

Mejores plumas que yo han analizado ya cómo se va desarrollando esta confrontación. Pero como bien señalaba el padre Santiago Martín -y muchos otros analistas- es evidente y llama mucho la atención la diferencia en el tono de quienes apoyan la presentación de las dubia y quienes, en cambio, las rechazan. La de los primeros es una defensa mesurada y no ofensiva; la de los últimos, en cambio, es agresiva.

Quienes afirman que el Santo Padre hace bien en no responder a las dubia han invertido horas y páginas enteras en descalificar no sólo la presentación de las mismas sino a sus mismos presentadores.

El último intento, de una audacia increíble, ha sido del padre Antonio Spadaro. No sabemos si lo que él afirma es verdaderamente el pensamiento del Papa, pero como no queremos incurrir en lo que ahora señalaremos como negativo, aceptemos que es así. Copio un párrafo de su entrevista, traducida por Secretum meum mihi, que es más que elocuente.

“El Papa distingue entre dos tipos de oposición: Hay oposición que es la crítica de las personas que se preocupan por la Iglesia. Aman la Iglesia. Ellos reamente quieren, en buena conciencia, el bien de la Iglesia.

Pero hay otro tipo de oposición, que es solo la imposición de la propia opinión, que es oposición ideológica.

El Papa escucha a la primera y está abierto al aprendizaje. Pero no presta mucha atención a la segunda clase”

Pues bien, una vez más, alguien muy vinculado al Santo Padre juzga no sólo la acción externa de los presentadores de las dubia -y en ellos la de todos los que las apoyamos-, sino que se atreve a juzgar las intenciones y a cuestionar algo tan sagrado como el amor a la Iglesia.

En el fondo está diciendo: los cuatro cardenales no aman la Iglesia, no quieren su bien y sólo quieren imponer su opinión.

¿Cómo sabe el p. Spadaro lo que con tanta seguridad afirma? ¿Con qué argumentos sostiene que ellos no aman a la Iglesia, siendo que han entregado su vida a ella, y los cuatro son reconocidos ampliamente? ¿Qué elementos en las trayectorias de los cuatro cardenales puede mostrar para sostener su tesis? 

El p. Spadaro considera, quizá, que él SÍ es quien para juzgar. Tal vez posea un don especial de criptognosis, pero desde el lugar que ocupa está dando un testimonio equívoco a la Iglesia entera. Y vuelve a sentar en el banquillo de los acusados a los cardenales sin dar la más mínima razón.

Juzgadores seriales han venido a ser, no concediendo la más mínima chance de redención a quienes osan “oponerse” -el lenguaje dialéctico merecería tratamiento aparte- a sus propuestas de cambio.

¿Por qué lo hacen? No me voy a aventurar a bucear en su psicología ni en el mundo de sus intenciones, porque estaría incurriendo en su mismo error. Yo considero que el p. Spadaro ama a la Iglesia y hace lo que hace con recta conciencia, aunque creo que está equivocado. Sólo señalo la gravedad de los hechos y la necesidad de no caer en esa hostilidad recíproca donde lo emocional prima sobre la reflexión serena y rigurosa, iluminada por la fe.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos trae al respecto una cita preciosa de Ignacio de Loyola, que indudablemente es conveniente aplicar en este momento de la vida eclesial. Y que -al menos desde mi punto de vista personal- están aplicando mucho más quienes apoyan a los 4 cardenales en su pedido de clarificación -no oposición- que quienes se muestran como defensores del Santo Padre.

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (CCE 2478)

Por amor a la Iglesia, en recta conciencia, para que resplandezca la plenitud de la verdad de Cristo -y no las opiniones de los hombres-.

Y para no transformarnos en juzgadores seriales.

26.12.16

La isla de la libertad sin ley

Después de leer las declaraciones de mons John Stowe, publicadas hoy en Infocatólica, y como descripción simbólica de la situación a la que nos está llevando el Magisterio líquido de algunos obispos, quiero compartir un texto que escribí hace unos meses y fuera publicado en el sitio Denzinger-Bergoglio.

Describe la sensación que me embarga ante muchas declaraciones episcopales confusas y, sobre todo, mortales.

Isla

Érase una vez un hombre que habitaba en una lejana y apacible isla. La amaba como a sí mismo, o aún más. Conocía al detalle cada uno de sus rincones, cada centímetro cuadrado de su variada y esplendorosa geografía. Amaba viajar y disfrutar del paisaje. Conocía las llanuras, y también los caminos de cornisa. Sabía reconocer y conducirse por los lugares más bajos, donde la niebla es espesa, y los más altos, donde el frío se hacía sentir.

Como experto viajero, sabía muy bien qué caminos estaban en buenas condiciones y cuáles eran inconvenientes. Sabía muy bien, porque le habían enseñado con total claridad, cuándo podía acelerar, y cuando debía ir a paso de hombre. Reconocía muy bien los callejones sin salida, en los cuales no había que ingresar, porque era prácticamente imposible salir.

 

El sabía todo esto, entre otras cosas, porque la isla había tenido gobernantes muy responsables. En su vida privada, algunos habían sido imperfectos y hasta escandalosos. Pero en el ejercicio de su misión, serios y rectos, hasta el punto de volverse impopulares. Habían tenido la valentía de, incluso, penalizar las conductas imprudentes, siendo este medio –entre otros- muy eficaz para disuadir a algunos audaces.

Conociendo la natural tendencia del hombre a conducir a altas velocidades, e incluso distraídos, o en estado de ebriedad, los distintos gobernantes habían señalizado cada sendero, con precisión y prudencia.

A través de esos carteles indicadores, y de los mensajes que, en letra más pequeña, los acompañaban, nuestro hombre entendió que ninguno de esos carteles era arbitrario. Que todos respondían a una lógica. Que partían de la contemplación de la realidad misma, y en base a ella –a esa realidad inmutable de llanuras, montañas, acantilados, mar, quebradas- ellos habían ido aclarando y explicitando lo que cualquier observador inteligente y de corazón recto podía reconocer.

Supo, además, que la ciudad en la isla tuvo un fundador, que fue el primero en colocar los carteles más importantes, con envidiable exactitud. El fundador fue alguien de una sabiduría superior e infalible, que con notable eficacia marcó las rutas y diseñó los grandes carteles, que aún se conservan, casi con veneración.

cartel

Este fundador solía decir, a modo de broma, cuando alguien lo felicitaba: “es que la isla la hice yo… yo soy su dueño”. En verdad, la conocía tan perfectamente que hasta hacía dudar a quienes lo escuchaban si no sería cierto.

Y por eso, a lo largo de las generaciones, ninguno de los posteriores gobernadores quiso ni pudo quitar esos carteles. A algunos visitantes, procedentes de otras regiones, les parecían demasiado antiguos, y aconsejaban enviarlos al museo. A otros, les chocaba su lenguaje directo, su austera claridad. Y decían “estarían bien como ornamentación, pero creo que ya no deben seguir rigiéndose por ellos”. Pero allí permanecieron, incólumes y solemnes, y a la vez eficaces.

 

Años de cambios

Lo cierto es que este hombre tuvo una extraña enfermedad, por la cual permaneció en coma durante unos años. Nadie supo lo que le sucedió, ni tampoco cómo recobró la conciencia y la vida. A los pocos días de abrir los ojos por primera vez, se sintió tan fuerte como para recorrer su amada isla. Pidió que le trajeran las llaves de su vehículo, y comenzó, rebosante de placer, a viajar.

Pero percibió enseguida un cambio. En primer lugar, las líneas sobre el asfalto. En un largo ascenso hasta la cumbre más elevada, en lugar de una doble línea amarilla, ¡había una blanca, intermitente! Y un cartel, al costado, con una imagen de varios adolescentes sonriendo, enseñaba: “adelantarse en subida puede ser una forma válida de conducir”.

La ruta estaba llena de carteles, llenísima, a tal punto de casi impedir ver el paisaje. Todos tenían brillantes colores, y decían frases tan largas como ambiguas. Con un lenguaje tan extraño que no recordaba haber leído cosas así antes de su enfermedad.

Al llegar junto al acantilado, le sorprendió sobremanera no encontrar el gran cartel –antiguo y majestuoso- que decía “¡PARE! ¡Peligro!”. ¡No estaba más!.

En su lugar, encontró otro –luminoso y atractivo- que decía: “ampliemos la consciencia: también volar por el acantilado puede ser emocionante”. Se detuvo horrorizado, se bajó de su vehículo, y divisó, sobre las rocas, los restos de decenas de vehículos, totalmente destruidos.

No fue capaz de continuar, y enseguida decidió volver a su casa. Por todas partes veía autos, motos, camionetas, camiones, destrozados. Junto a ellos, carteles que decían, una y otra vez: “siga su conciencia, no somos nadie para juzgarlo ni para sustituírsela”.

Autos rotosOtros, que les parecieron tan imbéciles como cínicos, decían: “Viva la libertad. Ya no es posible dictar normas para todos”. Lo más impactante era que estos carteles se habían montado sobre los antiguos, colocados por el fundador.

Llamó a su hijo mayor. Le contó con espanto lo que acababa de ver. El hijo tenía un brazo quebrado, y un cuello ortopédico. Se había accidentado también, conduciendo. Pero sonreía, sonreía siempre.

“Es nuestro nuevo gobierno, papá. Tenemos, al fin, alguien que entiende lo que hay en el corazón del hombre. Alguien que nos comprende, que no nos condena para siempre, que no nos juzga. Afortunadamente, a pesar de las resistencias, han logrado cambiar la isla, la han modernizado. Ya no hay prohibiciones, ya no hay multas ni sanciones. Hasta hemos perdido el miedo a la muerte, y sobre todo, nos hemos liberado del insoportable peso de los antiguos carteles. Cada vez somos menos, pero eso no importa. La isla es nuestra, por primera vez. Ah, y tiene nuevo nombre. Ya no se llama Aletinia eleuteristica sino Eleuterinia anomistica

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