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17.12.17

Diario de María: 24 de diciembre

“No creo que pueda leer lo que estoy escribiendo, y menos que otro pueda entenderlo. Las lágrimas caen incesantemente, lagrimas suaves, dulces, lágrimas de amor.

 

En vano intentaría narrar los sucesos. La jornada fue dura hasta el atardecer, puertas que se cerraban, y el nacimiento que era más y más inminente. Hasta que un alma piadosa se compadeció de nosotros, y nos permitió ocupar la cueva de los animales, que José preparó del mejor modo que pudo.

 

Y a partir de allí, ya nada puedo contar. Siento que lo que ocurrió esta noche no debe ser revelado, y por ello mi silencio. Sólo podría decir que fue como un suave amanecer, como el momento sublime en que el Sol aparece en el horizonte, cambiándolo todo y a la vez sin cambiar nada.

 

Y fue la alegría inconmensurable. Y fue, en ese momento, oír un canto de una dulzura jamás escuchada. El canto del Cielo en la Tierra. De pronto, todo pareció detenerse. Yo siempre di gracias a Yahvé por la paz de mi familia. Pero sólo esta noche supe lo que era la paz.

 

Estábamos solos y a la vez una música celestial lo invadía todo, armonizando nuestro interior y haciéndonos olvidar tanta angustia pasada.

 

Y sobre todo, estaba Él. El Niño más frágil que jamás vi, y a la vez, el más hermoso. Sus deditos apenas formados, sus manitas, sus piecitos… su boca que se arqueaba al bostezar y temblaba al llorar.

 

Y sus ojos… Entre lágrimas incesantes –al igual que José- lo miré por primera vez a los ojos y allí supe lo que era el AMOR.

En esos ojos hay un misterio insondable. Me adentré en esa mirada unos instantes, y me pareció tocar la eternidad. Toda la historia del mundo y aún más allá estaban condensadas en esa mirada infantil e inocente.

 

No puedo decir más. Temo traicionar tanta belleza con tan pobres palabras. Sólo quiero decirles una cosa: no tengan miedo. Él nos AMA, los ama. El es la respuesta a todas nuestras preguntas e inquietudes.

 

Gracias, Yahvé. Y gracias, Emmanuel. Que la paz de esta noche alcance a todo el Orbe, del que tú eres, tú y no otro, el verdadero emperador.”

Diario de María: 22 de diciembre

“Luego de la tormenta -que nos permitió dormir sólo unas pocas horas- retomamos la marcha al amanecer. Nos despedimos del hombre que ayudamos ayer. Ahora podía hablar mejor, y nos dijo que era pescador: su nombre era Zebedeo.

 

Estaba tan agradecido que no cesaba de besar las manos de José, y le decía: “estoy seguro de que tu hijo será un gran hombre, con el padre que tiene".

 

La mañana era fresca y soleada. A medida que nos acercábamos a Jerusalén, el ir y venir de la gente era cada vez más intenso. Yo nunca fui amante de las multitudes: me sentía más a gusto en Nazareth, pero Yahvé lo había querido así.

 

Hoy presentí que realmente faltaba poco para el nacimiento. Durante mi infancia había visto crecer la panza de algunas mujeres en Galilea, y también recuerdo con total precisión los últimos meses de Isabel. Y recuerdo sus dolores, y también lo difícil que fue el parto. Yo, hasta hoy, no he sentido nada, más que un poco de inquietud por un lugar para que nazca.

 

Mientras caminamos, trato de estar atenta a los que me rodean, y sonreir a todos, pero yo sólo pienso en él. ¿Será como los demás niños, o será diferente? ¿Tendré que amamantarlo y cuidarlo, o será independiente? Las palabras del Ángel eran inmensas, pero no me había dicho nada de sus primeros años.

 

¿Tendremos que enseñarle nosotros a caminar, a hablar, a conducirse, como todas los padres con sus hijos? ¿O se manifestará en él alguna sabiduría diversa, poderes especiales? ¿Será un niño comunicativo y alegre, o vivirá absorto en la misión que viene a cumplir?

 

Al mediodía, avistamos la ciudad Santa. Como cada vez, José se puso de rodillas (yo también lo hubiera hecho, pero me insistió en que me quedara sobre mi montura) y entonó con su voz enérgica: “¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!…”

 

Cuando mencionó el palacio de David, recordé la promesa nuevamente. No pude evitar preguntarme: ¿recibiría esta ciudad, la ciudad de David, al Rey que llevo en mis entrañas? ¿No había claudicado ya en su esperanza? ¿No se había prostituido tras otros ídolos, no había entregado su independencia a los poderes extranjeros? ¿Aceptaría, además, a un rey pobre, cuando el dinero parecía haberlo copado todo, inclusive el mismísimo atrio del Templo?

 

Cada vez que veía la Casa de Dios, una alegría grande me invadía. Esta vez no pude evitar llorar, y sentí que mi hijo también lo hacía. Fui incapaz de explicarle a José, pero no era necesario: él siempre me respetaba, casi me veneraba, aunque a mí me provocaba vergüenza cuando lo hacía ante los demás.

 

Buscando un lugar donde pasar la noche -antes del último tramo a Belén- dimos un rodeo por un sitio desconocido para mí, y vi a lo lejos un extraño monte, cuya forma me llamó la atención. Pregunté a José y me dijo: “le llaman Gólgota… porque su forma se asemeja a un cráneo". Como una sombra se cruzó rápidamente delante mío. “Suelen crucificar allí a los esclavos y a los malhechores más peligrosos… los exponen públicamente, para disuadir a otros.” ¿Qué podría llevar a alguien a vivir en el pecado, a atentar contra los demás, a ser un malhechor? ¿Por qué el pecado, por qué la muerte, por qué la crueldad? ¿Cuándo acabará esta historia de sufrimiento?

 

Oh, Señor… que tu ciudad Santa sea siempre el lugar de tu presencia… Que termine el pecado la maldad, que acabe la muerte, que los hombres ya no odien.

 

Oh, Adonai, líbranos de la muerte temporal, y de la muerte eterna”

Diario de María: 21 de diciembre

“Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Lo redescubro cada día, y me admiro más y más de la inmensidad de sus designios. Cada día comprendo mejor que Él SIEMPRE saca bienes de los males.

 

Luego de observar el sábado, salimos muy antes del amanecer desde Jericó. Teníamos previsto llegar a Jerusalén antes del mediodía.

 

Pero cuando estábamos comenzando la subida al ciudad santa, José y yo escuchamos como un gemido, que venía del costado del camino, de junto a unos arbustos. No eran sólo gemidos, eran gritos de dolor. Le advertí a quienes guiaban la caravana, pero nos dijeron que había que apurarse, porque la tormenta podía venir en las primeras horas de la tarde, y no podían detenerse.

 

José no vaciló ni un instante. Siempre fue así de decidido cuando el dolor de otros se le mostraba con claridad. Detuvo el burrito en que yo montaba, y me dijo sencillamente: “no podemos seguir de largo”. Y me condujo junto a él hacia el lugar del que procedían los lamentos.

 

Lo que vimos era horrendo, casi tal como el texto de Isaías lo había descrito. Un hombre tan desfigurado que casi no se lo podía reconocer. José le habló con suave dulzura, tratando de infundirle paz.

 

Sus manos forjadas en el trabajo manual se convirtieron en un breve instante en manos de médico. Lo vi sacar de su alforja primero el poquito de vino que llevaba, con el cual desinfectó las heridas más peligrosas. Luego aplicó un poco de aceite mezclado con unas hierbas –enseñanza de su madre- para suavizarlas y aliviar el dolor. Sin dudar, se quitó el manto, y rompiendo un poco su túnica, le vendó la cabeza.

 

Me miró, y con un simple gesto, me pidió que montara un poco más adelante. Y detrás de mí colocó como pudo al hombre malherido, que, a su manera, sonreía agradecido. Cuando pudo hablar, nos dijo que unos malhechores lo habían asaltado cuando bajaba de Jerusalén a Jericó…

 

La caravana ya iba muy lejos, pero no importaba. La marcha fue mucho más lenta, pero teníamos la certeza de que estábamos haciendo lo correcto.

 

Yo le decía a mi niñito: ¡qué padre tan noble tienes! Cuando crezcas, vas a estar orgulloso de él. Yo te voy a contar cada uno de los gestos de amor de los cuales ha estado llena su vida…

 

Efectivamente, a media tarde –cuando aún Jerusalén no estaba a nuestra vista- la tormenta se situó justo sobre nosotros. Justo llegábamos a una posada muy sencilla, y alcanzamos a cobijarnos allí con José y el hombre malherido.

José estuvo conversando con el dueño de la posada, y vi cuando le dio todo el dinero que teníamos, e incluso le prometió: “lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”.

 

¡Cuánta confianza en Yahvé!

 

Esa noche el Niño durmió muy tranquilo. De modo misterioso, se me ocurría que él iba siendo ya testigo de todo lo que nosotros hacíamos, decíamos o pensábamos. En cierto modo, él, mi Niño, viene a eso… a recogernos del costado del camino y sanar nuestras heridas.

 

Gracias, una vez más, Adonai. ¡Cuánto deseo ver tu Rostro, cuánto deseo ver el Rostro de mi Niño!”

Diario de María: 20 de diciembre

“Hoy hicimos un alto en el camino, ya que fue sábado. Observamos el descanso como nos manda la Ley, y aprovechamos a reponer fuerzas.

 

Providencialmente, habíamos acampado cerca de Jericó, y pudimos asistir a la sinagoga. Una sinagoga muy hermosa, donde pudimos reunirnos con otros miembros de nuestro pueblo. No conocíamos a nadie, y sin embargo, nos sentimos en familia.

 

José me acompañó hasta el lugar que ocupábamos las mujeres, ayudándome a sentarme junto a ellas, para luego ir con los demás hombres.

 

Recitamos el Shemá… Cada vez que lo hice en los últimos tres meses, sentí que el Niño se movía de un modo particularmente intenso. El canto de los salmos y las alabanzas fue de una gran intensidad, un verdadero bálsamo para nuestros oídos, agotados en los últimos días de oír palabras vacías.

 

Se leyó en primer lugar el relato de la muerte de Jacob. Como si fuera la primera vez, escuché absorta la bendición a Judá: “El cetro no se apartará de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia…”

 

Pero no pude evitar las lágrimas cuando llegó el momento de leer a los profetas. El escriba proclamó, con voz potente, el texto de Isaías: “Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano…”

 

¿De quién hablaba el profeta? Los escribas no se ponían de acuerdo. Algunos decían que se refería al Pueblo, a Israel. Otros, al mismo profeta.

 

Sólo hoy pude entender que en realidad se refería al Mesías. Se refería a mi Niño…

 

¿Cómo acertaría yo a explicar la inefable mezcla entre el gozo y el dolor? Gozo, porque los tiempos se habían cumplido. Dolor, porque pude intuir entonces lo que andaba buscando desde hace días…

 

Me abracé fuertemente al Niño todavía en mi seno. ¡Si pudiera protegerle de todo sufrimiento! ¿Por qué tendría que sufrir él, precisamente? Pero fueron sólo unos segundos, hasta poder volver a pronunciar mi promesa, la que di al Ángel: “hágase en mí según tu Palabra". Hoy acepté también que precisamente esta Palabra, la de Isaías, se realizara en nosotros.

 

Las mujeres que me rodeaban me preguntaron si me sentía bien, y les dije que sí, agradeciendo su amabilidad.

 

Cuando José volvió, al final del rito, noté que también él había llorado. No nos dijimos nada, pero esta tarde su abrazo fue diferente.

 

Puede que mañana por la noche estemos llegando a Jerusalén. ¡Qué amable es tu casa, Señor del Universo!. Gracias. Yo soy tu servidora, y en tus manos tengo fijos mis ojos. No me sueltes, sólo eso te pido.”

Diario de María: 19 de diciembre

“Hoy ingresamos en tierra de samaritanos. Como cada año y cada vez que tuve que ir a Judea, me volvió a impactar la hostilidad de estos hacia nosotros, pero menos que la de nuestro pueblo hacia ellos.

Nos detuvimos en el Pozo de Jacob. ¡Cuánto duele pensar que todos descendemos de Abraham, Isaac y Jacob, y que hoy no podemos ni mirarnos a la cara ni dirigirnos una sola palabra amable! Me senté por un momento junto al ancestral pozo, y me pareció descubrir allí, casi “dentro” del mismo, ecos de toda nuestra historia… Desde la partida de José, los largos siglos en Egipto, el retorno a la Tierra, el establecimiento de David y su dinastía… hasta llegar a esa ruptura nefasta, que no sólo nos separó de nuestros hermanos, sino que nos debilitó como Nación.

¡Quién no anhela, entre nosotros, que vuelva a surgir un David, capaz de gobernar nuevamente a las Tribus! ¿Será mi niño el encargado de hacerlo? Así lo dio a entender el Ángel: “El Señor le dará el trono de David su padre…”.

Pero aún no comprendo bien. Si mi hijo debe reinar, ¿por qué Yahvé fue a buscar precisamente a José? ¿No había acaso alguno más preparado, con más poder, con mayor prestigio?

“Reinará sobre la casa de Jacob para siempre… y su reino no tendrá fin”. Las promesas del Ángel resonaron esta tarde en mi interior, con una gran fuerza, sentada junto al pozo.

¿Sería acaso su reinado como los de los reyes de la Tierra? En verdad, no puedo ni imaginarlo empuñando armas, dominando con violencia. No lo imagino con sus manos teñidas en sangre… ¿Existe acaso alguna otra forma de reinar además de las que conocemos?


José me llamó, ofreciéndome un poco de agua fresca, y sacándome de esta especie de ensueño. Es que cada vez que pienso en el Niño, es como que el horizonte se ensancha sin fronteras, hasta el infinito. Es a la vez tan cercano y pequeño –siento sus pataditas y movimientos más minúsculos- y tan inmenso e inefable.

Llevarlo en mi interior casi no me pesa: es más, a veces siento que es Él quien me lleva a mí.

Gracias, Adonai, una vez más, gracias… que venga el reinado de tu Mesías, el Hijo de David y de Jacob”