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28.12.17

Ante el misterio de la Huida a Egipto

Una familia, pequeñita, sencilla, pobre, perseguida por un soberano cruel, soberbio, hedonista…

María y José, con una enorme confianza en Dios que no logra apagar del todo la inquietud, apresuran el paso.

Mil ideas vienen a su mente, especialmente a la de José: “¿Cuál es el sentido de todo esto… por qué tuvo que nacer en Belén, si aquí nos amenazaba la muerte? ¿Y los magos, no se transformarán, finalmente, en nuestra perdición, al advertir a Herodes de Su Nacimiento?” Cada pregunta que iba surgiendo era concluida, inequívocamente, por la oración que María le enseñó desde el día en que se conocieron, la única capaz de devolverle la paz: “Adonai… yo soy tu esclavo, hágase en nosotros tu Palabra".

María, quizá, seguía guardando en su corazón cada suceso. Observaba todo, y a cada paso descubría algún signo de la Providencia. María oía nuevamente, como si estuviera en el Templo: “este Niño será signo de contradicción… una espada atravesará tu alma". Aún así, en medio de la noche exterior y de la noche interior, María iba diciendo: “Mi alma canta la grandeza del Señor… su misericordia se extiende de generación en generación… él derriba a los poderosos y eleva a los humildes”

Y miraba al niño, y le parecía intuir ya algo de su futura misión. “Signo de contradicción… signo de contradicción… será el pastor que reunirá a Israel, pero también el Cordero que ha de inmolarse… será el grano de trigo que muriendo da vida…” Y le susurraba al oído: “no tengas miedo Hijo, yo estaré siempre a tu lado, siempre”

Cuando te sientas perseguido…
Cuando tu vida física o espiritual corra riesgo…
Cuando no entiendas por qué Dios permite algo aparentemente injusto…
Cuando la noche sea muy oscura, fuera, pero sobre todo adentro…

Miralos a ellos, abrazate a María, a José y al Niño.

Y seguí caminando.

24.12.17

Diario de María: 23 de diciembre

“El día de hoy estuvo marcado por un hecho prodigioso. En Jerusalén todos hablaban de un fenómeno celeste que nunca antes se había visto. Una estrella luminosa, de un fulgor extraño y atrayente a la vez, se había visto en la noche anterior. Con José estábamos tan cansados, que no alcanzamos a observarla.

 

Algunos dicen que anuncia bendiciones. Otros, que presagia desgracias. Los más aventurados afirman que es signo de un cambio de época que está por ocurrir.

 

¿Serás tú, Niño mío, el que inaugure esta nueva época? Pienso también que no tuve demasiado interés en ver la Estrella, porque aún resuenan en mis oídos las palabras de Zacarías: “nos visitará el Sol que nace de lo Alto".

 

¡Cuántos viven en tinieblas y sombras de muerte! Estos días en la ciudad he podido percibir más que nunca el avance y la fuerza del pecado… ¡Cuánto odio entre los hombres, qué poca paz en los corazones! ¿Qué hemos hecho con las promesas que recibió nuestro Padre Abraham? ¿Acaso somos para el mundo signo de la Presencia del Señor?

 

Sol naciente, sol que naces de lo alto, para iluminar a los que están en las sombras de muerte… A nuestro alrededor, sin embargo, nadie se da cuenta. Todo transcurre con aparente normalidad, y nosotros con José no queremos que nada parezca extraordinario. Estamos seguros que así lo ha querido Dios.

 

Luego de visitar el Templo, comenzamos a encaminarnos hacia Belén, que queda a poca distancia. Y sucedió lo inesperado. Josías, el hermano de Jacob, padre de José… no quiso recibirnos. Durante todo el viaje teníamos la certeza de que él nos alojaría. No quiso entender razones. Ni darnos explicaciones. Había en él algo misterioso. Sólo nos permitió refugiarnos en un pequeño cobertizo junto a su casa, donde nos acurrucamos bien. La gente que pasaba por las callejuelas nos miraba extrañada: ¿por qué duermen ahí? Ninguno, sin embargo, atinaba a ofrecernos ayuda.

 

Hoy no fue aún el nacimiento, pero sabemos que acaecerá en cualquier momento. Y que no puede suceder allí: necesitamos algo más de privacidad.

 

Por primera vez vi en el rostro de José un rasgo de irritación, sólo momentáneo. Los dos sabemos que hay un plan… nos hemos habituado a nunca preguntar ¿por qué? sino sólo: ¿cómo? La obediencia nos devuelve siempre la paz.

 

Cada día de nuestro camino hemos rezado juntos, pero especialmente hoy: “Adonai, si es posible, que encontremos un lugar digno para que nazca nuestro hijo…Tu Hijo… pero que no se haga nuestra voluntad sino la tuya"”

17.12.17

Diario de María: 24 de diciembre

“No creo que pueda leer lo que estoy escribiendo, y menos que otro pueda entenderlo. Las lágrimas caen incesantemente, lagrimas suaves, dulces, lágrimas de amor.

 

En vano intentaría narrar los sucesos. La jornada fue dura hasta el atardecer, puertas que se cerraban, y el nacimiento que era más y más inminente. Hasta que un alma piadosa se compadeció de nosotros, y nos permitió ocupar la cueva de los animales, que José preparó del mejor modo que pudo.

 

Y a partir de allí, ya nada puedo contar. Siento que lo que ocurrió esta noche no debe ser revelado, y por ello mi silencio. Sólo podría decir que fue como un suave amanecer, como el momento sublime en que el Sol aparece en el horizonte, cambiándolo todo y a la vez sin cambiar nada.

 

Y fue la alegría inconmensurable. Y fue, en ese momento, oír un canto de una dulzura jamás escuchada. El canto del Cielo en la Tierra. De pronto, todo pareció detenerse. Yo siempre di gracias a Yahvé por la paz de mi familia. Pero sólo esta noche supe lo que era la paz.

 

Estábamos solos y a la vez una música celestial lo invadía todo, armonizando nuestro interior y haciéndonos olvidar tanta angustia pasada.

 

Y sobre todo, estaba Él. El Niño más frágil que jamás vi, y a la vez, el más hermoso. Sus deditos apenas formados, sus manitas, sus piecitos… su boca que se arqueaba al bostezar y temblaba al llorar.

 

Y sus ojos… Entre lágrimas incesantes –al igual que José- lo miré por primera vez a los ojos y allí supe lo que era el AMOR.

En esos ojos hay un misterio insondable. Me adentré en esa mirada unos instantes, y me pareció tocar la eternidad. Toda la historia del mundo y aún más allá estaban condensadas en esa mirada infantil e inocente.

 

No puedo decir más. Temo traicionar tanta belleza con tan pobres palabras. Sólo quiero decirles una cosa: no tengan miedo. Él nos AMA, los ama. El es la respuesta a todas nuestras preguntas e inquietudes.

 

Gracias, Yahvé. Y gracias, Emmanuel. Que la paz de esta noche alcance a todo el Orbe, del que tú eres, tú y no otro, el verdadero emperador.”

Diario de María: 22 de diciembre

“Luego de la tormenta -que nos permitió dormir sólo unas pocas horas- retomamos la marcha al amanecer. Nos despedimos del hombre que ayudamos ayer. Ahora podía hablar mejor, y nos dijo que era pescador: su nombre era Zebedeo.

 

Estaba tan agradecido que no cesaba de besar las manos de José, y le decía: “estoy seguro de que tu hijo será un gran hombre, con el padre que tiene".

 

La mañana era fresca y soleada. A medida que nos acercábamos a Jerusalén, el ir y venir de la gente era cada vez más intenso. Yo nunca fui amante de las multitudes: me sentía más a gusto en Nazareth, pero Yahvé lo había querido así.

 

Hoy presentí que realmente faltaba poco para el nacimiento. Durante mi infancia había visto crecer la panza de algunas mujeres en Galilea, y también recuerdo con total precisión los últimos meses de Isabel. Y recuerdo sus dolores, y también lo difícil que fue el parto. Yo, hasta hoy, no he sentido nada, más que un poco de inquietud por un lugar para que nazca.

 

Mientras caminamos, trato de estar atenta a los que me rodean, y sonreir a todos, pero yo sólo pienso en él. ¿Será como los demás niños, o será diferente? ¿Tendré que amamantarlo y cuidarlo, o será independiente? Las palabras del Ángel eran inmensas, pero no me había dicho nada de sus primeros años.

 

¿Tendremos que enseñarle nosotros a caminar, a hablar, a conducirse, como todas los padres con sus hijos? ¿O se manifestará en él alguna sabiduría diversa, poderes especiales? ¿Será un niño comunicativo y alegre, o vivirá absorto en la misión que viene a cumplir?

 

Al mediodía, avistamos la ciudad Santa. Como cada vez, José se puso de rodillas (yo también lo hubiera hecho, pero me insistió en que me quedara sobre mi montura) y entonó con su voz enérgica: “¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!…”

 

Cuando mencionó el palacio de David, recordé la promesa nuevamente. No pude evitar preguntarme: ¿recibiría esta ciudad, la ciudad de David, al Rey que llevo en mis entrañas? ¿No había claudicado ya en su esperanza? ¿No se había prostituido tras otros ídolos, no había entregado su independencia a los poderes extranjeros? ¿Aceptaría, además, a un rey pobre, cuando el dinero parecía haberlo copado todo, inclusive el mismísimo atrio del Templo?

 

Cada vez que veía la Casa de Dios, una alegría grande me invadía. Esta vez no pude evitar llorar, y sentí que mi hijo también lo hacía. Fui incapaz de explicarle a José, pero no era necesario: él siempre me respetaba, casi me veneraba, aunque a mí me provocaba vergüenza cuando lo hacía ante los demás.

 

Buscando un lugar donde pasar la noche -antes del último tramo a Belén- dimos un rodeo por un sitio desconocido para mí, y vi a lo lejos un extraño monte, cuya forma me llamó la atención. Pregunté a José y me dijo: “le llaman Gólgota… porque su forma se asemeja a un cráneo". Como una sombra se cruzó rápidamente delante mío. “Suelen crucificar allí a los esclavos y a los malhechores más peligrosos… los exponen públicamente, para disuadir a otros.” ¿Qué podría llevar a alguien a vivir en el pecado, a atentar contra los demás, a ser un malhechor? ¿Por qué el pecado, por qué la muerte, por qué la crueldad? ¿Cuándo acabará esta historia de sufrimiento?

 

Oh, Señor… que tu ciudad Santa sea siempre el lugar de tu presencia… Que termine el pecado la maldad, que acabe la muerte, que los hombres ya no odien.

 

Oh, Adonai, líbranos de la muerte temporal, y de la muerte eterna”

Diario de María: 21 de diciembre

“Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Lo redescubro cada día, y me admiro más y más de la inmensidad de sus designios. Cada día comprendo mejor que Él SIEMPRE saca bienes de los males.

 

Luego de observar el sábado, salimos muy antes del amanecer desde Jericó. Teníamos previsto llegar a Jerusalén antes del mediodía.

 

Pero cuando estábamos comenzando la subida al ciudad santa, José y yo escuchamos como un gemido, que venía del costado del camino, de junto a unos arbustos. No eran sólo gemidos, eran gritos de dolor. Le advertí a quienes guiaban la caravana, pero nos dijeron que había que apurarse, porque la tormenta podía venir en las primeras horas de la tarde, y no podían detenerse.

 

José no vaciló ni un instante. Siempre fue así de decidido cuando el dolor de otros se le mostraba con claridad. Detuvo el burrito en que yo montaba, y me dijo sencillamente: “no podemos seguir de largo”. Y me condujo junto a él hacia el lugar del que procedían los lamentos.

 

Lo que vimos era horrendo, casi tal como el texto de Isaías lo había descrito. Un hombre tan desfigurado que casi no se lo podía reconocer. José le habló con suave dulzura, tratando de infundirle paz.

 

Sus manos forjadas en el trabajo manual se convirtieron en un breve instante en manos de médico. Lo vi sacar de su alforja primero el poquito de vino que llevaba, con el cual desinfectó las heridas más peligrosas. Luego aplicó un poco de aceite mezclado con unas hierbas –enseñanza de su madre- para suavizarlas y aliviar el dolor. Sin dudar, se quitó el manto, y rompiendo un poco su túnica, le vendó la cabeza.

 

Me miró, y con un simple gesto, me pidió que montara un poco más adelante. Y detrás de mí colocó como pudo al hombre malherido, que, a su manera, sonreía agradecido. Cuando pudo hablar, nos dijo que unos malhechores lo habían asaltado cuando bajaba de Jerusalén a Jericó…

 

La caravana ya iba muy lejos, pero no importaba. La marcha fue mucho más lenta, pero teníamos la certeza de que estábamos haciendo lo correcto.

 

Yo le decía a mi niñito: ¡qué padre tan noble tienes! Cuando crezcas, vas a estar orgulloso de él. Yo te voy a contar cada uno de los gestos de amor de los cuales ha estado llena su vida…

 

Efectivamente, a media tarde –cuando aún Jerusalén no estaba a nuestra vista- la tormenta se situó justo sobre nosotros. Justo llegábamos a una posada muy sencilla, y alcanzamos a cobijarnos allí con José y el hombre malherido.

José estuvo conversando con el dueño de la posada, y vi cuando le dio todo el dinero que teníamos, e incluso le prometió: “lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”.

 

¡Cuánta confianza en Yahvé!

 

Esa noche el Niño durmió muy tranquilo. De modo misterioso, se me ocurría que él iba siendo ya testigo de todo lo que nosotros hacíamos, decíamos o pensábamos. En cierto modo, él, mi Niño, viene a eso… a recogernos del costado del camino y sanar nuestras heridas.

 

Gracias, una vez más, Adonai. ¡Cuánto deseo ver tu Rostro, cuánto deseo ver el Rostro de mi Niño!”