InfoCatólica / Ite, inflammate omnia / Archivos para: Enero 2017, 26

26.01.17

Acompañar, discernir e integrar.

El buen pastorHace ya bastante tiempo, tuve la dicha de vivir, casi paso a paso, la consigna que encabeza este relato, tantas veces repetida en los últimos meses.

Una persona que estaba viviendo en una segunda unión pudo recibir a Jesús Eucaristía… No quise mirarla en ese momento, para no romper la intimidad de ese encuentro único. Pero mientras yo contemplaba fijamente el Sagrario de mi parroquia, sentía sus sollozos de emoción, y gratitud.

Hubo gran alegría en el Cielo, lo sé, y también en mi corazón de sacerdote. Porque no fue fácil el camino. Porque cada alma es un territorio sagrado. Porque a veces el cansancio provoca el desánimo, y las ganas de dejar todo a medias. Pero, por gracia de Dios, pude llegar hasta el final.

Y todo gracias a esta consigna: Acompañar, discernir e integrar.

Acompañar a esta persona, un alma generosa, mucho más que yo, en esta situación que está viviendo. Acompañarla y sonreírle siempre, escucharla cuando me relataba los dolores de su vida familiar, las situaciones difíciles que vive con sus hijos. Acompañarla también durante el tiempo en el cual no comulgaba…

E integrar. Porque es alguien valiosa, porque conoce a muchas personas, porque tiene espíritu de servicio. Y porque estando consciente de su situación, también lo estaba de lo que sí podía aportar a la comunidad, y así lo aportaba. Plenamente integrada, pero sin poder comulgar, hasta ese día.

El punto más difícil fue discernir. Pero el Señor fue obrando. Hace unos meses, me planteó esta situación. Me dijo cómo había llegado a convivir con un hombre casado. Me dijo cuánto deseaba recibir la absolución y la comunión.

Le dije que como ministro de Dios no podía hacer más que seguir las enseñanzas de Jesús. Y que él había dicho: “que el hombre no separe lo que Dios ha unido” y “el que se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio”. Que no podía recibir la absolución estando en situación de pecado. Que todo acto sexual fuera del matrimonio era pecado mortal. Y que sólo había un camino: vivir como hermano y hermana. Que le pidiera a Dios la fuerza, que luego de rezar mucho se lo propusiera a su compañero actual. Y que no dejara de acercarse a charlar e incluso a confesar sus pecados, aún sin poder recibir la Comunión.

Traté de decirle todo con claridad y firmeza. Suaviter in modo, fortiter in re, como nos solía decir nuestro recordado profesor al hablarnos de la formación de los jóvenes. Con una sonrisa. Escuchando y mirando a los ojos.

Hasta que ese día llegó. A su compañero le resultaba difícil, no entendía, pero aceptó. Ella regresó al confesionario, consciente de la importancia del momento. En su conciencia –rectamente formada, según la Palabra de Cristo y el Magisterio de la Iglesia- estaba claro que el adulterio es un pecado grave. Pero también que ella estaba decidida a no tener ya intimidad.

Recibió la absolución –luego de años- con lágrimas abundantes, y una sonrisa sentida-. Le dije que le daría la comunión en privado, en un día y hora acordados. Que lo hacíamos así para evitar el escándalo, y para que nadie pensara que la Iglesia había cambiado su enseñanza, y que el Matrimonio ya no era para siempre.

Le dije también que si en el paso del tiempo y por fragilidad ocurría que volvían a tener intimidad –que ojalá nunca sucediera- si estaba arrepentida de corazón y se confesaba, podría regresar a confesarse. Que Dios veía su corazón y la veracidad de su propósito de enmienda.

Me agradeció, una vez más.

Luego de comulgar no me dijo nada, ni yo tampoco: regresé a mi casa, y la dejé sola con Jesús Eucaristía en su corazón. Pero en mi interior experimentaba, creciente y suave, la alegría del Buen Pastor: “Alégrense conmigo, esta oveja estaba perdida y ha sido hallada”

Recordando esta experiencia, puedo decir con toda convicción:

Que no es necesario mutilar la doctrina ni contradecir a Cristo para ser misericordiosos: La oposición “doctrina-misericordia” pasará a ser el vergonzante botón de muestra de la confusión eclesial actual.

Que la Verdad resplandece por sí misma, y que cuando la persona tiene buena voluntad y es humilde, las exigencias del Evangelio son completamente evidentes, y, a la vez, alcanzables.

Que es mentira que sólo cambiando la disciplina sobre los sacramentos seremos una Iglesia Samaritana, sino todo lo contrario.

Que los fieles laicos, si se les enseña bien, si se les predica con amor… no se alejan de Cristo, sino al revés: aumenta en ellos el deseo de unirse a Él.

 

Y todo gracias a que pude –sólo por gracia de Dios- acompañar, discernir e integrar.