Diario de María: 20 de diciembre

“Hoy hicimos un alto en el camino, ya que fue sábado. Observamos el descanso como nos manda la Ley, y aprovechamos a reponer fuerzas.

 

Providencialmente, habíamos acampado cerca de Jericó, y pudimos asistir a la sinagoga. Una sinagoga muy hermosa, donde pudimos reunirnos con otros miembros de nuestro pueblo. No conocíamos a nadie, y sin embargo, nos sentimos en familia.

 

José me acompañó hasta el lugar que ocupábamos las mujeres, ayudándome a sentarme junto a ellas, para luego ir con los demás hombres.

 

Recitamos el Shemá… Cada vez que lo hice en los últimos tres meses, sentí que el Niño se movía de un modo particularmente intenso. El canto de los salmos y las alabanzas fue de una gran intensidad, un verdadero bálsamo para nuestros oídos, agotados en los últimos días de oír palabras vacías.

 

Se leyó en primer lugar el relato de la muerte de Jacob. Como si fuera la primera vez, escuché absorta la bendición a Judá: “El cetro no se apartará de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia…”

 

Pero no pude evitar las lágrimas cuando llegó el momento de leer a los profetas. El escriba proclamó, con voz potente, el texto de Isaías: “Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano…”

 

¿De quién hablaba el profeta? Los escribas no se ponían de acuerdo. Algunos decían que se refería al Pueblo, a Israel. Otros, al mismo profeta.

 

Sólo hoy pude entender que en realidad se refería al Mesías. Se refería a mi Niño…

 

¿Cómo acertaría yo a explicar la inefable mezcla entre el gozo y el dolor? Gozo, porque los tiempos se habían cumplido. Dolor, porque pude intuir entonces lo que andaba buscando desde hace días…

 

Me abracé fuertemente al Niño todavía en mi seno. ¡Si pudiera protegerle de todo sufrimiento! ¿Por qué tendría que sufrir él, precisamente? Pero fueron sólo unos segundos, hasta poder volver a pronunciar mi promesa, la que di al Ángel: “hágase en mí según tu Palabra". Hoy acepté también que precisamente esta Palabra, la de Isaías, se realizara en nosotros.

 

Las mujeres que me rodeaban me preguntaron si me sentía bien, y les dije que sí, agradeciendo su amabilidad.

 

Cuando José volvió, al final del rito, noté que también él había llorado. No nos dijimos nada, pero esta tarde su abrazo fue diferente.

 

Puede que mañana por la noche estemos llegando a Jerusalén. ¡Qué amable es tu casa, Señor del Universo!. Gracias. Yo soy tu servidora, y en tus manos tengo fijos mis ojos. No me sueltes, sólo eso te pido.”

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