2.10.12

Recordando el Vaticano II (II): Nunca un Concilio estuvo mejor preparado

1959-1962: LOS PREPARATIVOS DEL CONCILIO

RODOLFO VARGAS RUBIO

En el verano de 1959, Roma era un hervidero y no solo por efecto del calor: tanto el sínodo romano como el concilio ecuménico se hallaban ya en marcha. En lo que al concilio se refiere, el día de Pentecostés, 17 de mayo, el Beato Juan XXIII había nombrado una “comisión antepreparatoria”, encargada de los prolegómenos necesarios para la preparación en sí de los esquemas que servirían de base de discusión en el aula conciliar. Esta comisión estaba presidida por el cardenal secretario de estado Domenico Tardini (que tenía a su cargo también la congregación romana para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios) y tenía por secretario a Mons. Pericle Felici, auditor de la Sacra Rota. En ella estaban representados todos los dicasterios de la Curia a través del secretario (o equivalente) de cada uno de ellos.

Su trabajo consistía en trazar en establecer de una manera general la temática del concilio a través de una consulta universal con el objeto de averiguar los vota (expectativas) y consilia (pareceres) de las instancias católicas más representativas sobre las más diversas cuestiones tocantes a la vida de la Iglesia. Asi, se realizó la encuesta bajo la forma de cartas, enviadas: el 29 de mayo, a los dicasterios de la Curia Romana; el 18 de junio, a los obispos residenciales y a los ordinarios de todo el mundo, y el 18 de julio, a las facultades de teología y derecho canónico de todas las universidades católicas. A finales del verano comenzaron a llegar las respuestas, que eran ordenadas y clasificadas por tema (según los criterios tradicionales de la teología y del derecho canónico) para después escribir las propuestas en forma sintética en schedule (fichas).

Se trató de un verdadero y propio sondeo de opinión (además, sin limitaciones de ninguna especie), al estilo de los que hoy en día son ya cosa corriente en la sociedad moderna, que -en esto como en otras cosas- no es tan pionera como cree. Ya el Beato Pio IX había lanzado esta especie de encuesta para preparar el Vaticano I y, de hecho, la comisión establecida por Pio XII para su frustrado concilio tuvo en cuenta ese material. A propósito, en una de las sesiones generales de la comisión antepreparatoria se recordó que en el Santo Oficio obraba toda la documentación de los trabajos de 1948-1951, cuya utilidad no era poca. Hay que decir que la labor desarrollada fue, a la par que ímproba, prolija, impecable y eficiente.

Esta primera fase previa al concilio se prolongó hasta el 8 de abril de 1960, fecha en la que el cardenal Tardini presentó al Beato Juan XXIII los resultados de los trabajos en un extenso documento: “Cuestiones a plantear en el futuro concilio ecuménico”. Comprendia los siguientes capítulos: De veritate sancte custodienda (Sobre la verdad, que santamente se ha de guardar), De sanctitate et apostolatu clericorum et fidelium (Sobre la santidad y apostolado de los clerigos y los fieles), De ecclesiastica disciplina (Sobre la disciplina eclesiástica), De scholis (Sobre las escuelas) y De Ecclesice unitate (Sobre la unidad de la Iglesia). El Papa dio por terminados los trabajos de la comision y la disolvio.

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17.09.12

Recordando el Vaticano II (I): Un anuncio no tan novedoso

PÍO XI Y PÍO XII YA ACARICIARON LA IDEA DE UN CONCILIO ECUMÉNICO

RODOLFO VARGAS RUBIO

El 28 de octubre de 1958 el cardenal Roncalli se convertía en Papa con el nombre de Juan XXIII. Con su aspecto cándido y bonachón de párroco de pueblo y su rotundidad canonical, Juan XXIII era lo más opuesto que podia imaginarse al principesco y estilizado Pio XII. Pero que nadie se llame a engaño: Roncalli no era ningún -como dicen los italianos- sprovveduto (alguien sin recursos). Se había entrenado con provecho en el servicio diplomático de la Santa Sede y había aprendido a negociar y a tratar con todo tipo de políticos y dirigentes religiosos. Su experiencia al frente del importante patriarcado de Venecia le había dado el sentido del gobierno espiritual y de la administración material. El sumo pontificado no le vino grande y se mostró como un Papa decidido y celoso de la dignidad de su altísima investidura.

Pues bien, el 25 de enero de 1959, al concluir el octavario por la unidad de los cristianos en la basílica de San Pablo Extramuros, reunió Juan XXIII en consistorio extraordinario a los diecisiete cardenales presentes y les comunicó su decisión “temblando de emoción pero con humilde resolución” de convocar un sínodo diocesano para Roma y un concilio ecuménico para la Iglesia universal. Ninguno de los purpurados emitió palabra, demudados como quedaron ante lo súbito e inesperado del anuncio, produciéndose lo que el propio Papa recordaría mas tarde como “un silencio piadoso e impresionante”. Al cardenal Tardini, secretario de Estado, le comunicó que el concilio se llamaría “Vaticano II” y no sería una continuación del Vaticano I (suspendido sine die -no clausurado- por el Beato Pio IX en 1870, ante la ocupación piamontesa), sino una asamblea distinta, que iba a promover en la Iglesia el aggiornamento (puesta al día), consistente en una renovación enraizada en la autentica Tradición y que debía fomentar incluso la unidad de todos los cristianos.

La idea de un concilio ecuménico no podía ser, empero, una absoluta novedad para la Curia Romana, ya que había sido contemplada como una posibilidad por Pio XI en 1922 y por Pio XII en 1948. En su primera encíclica Ubi Arcano Dei de 23 de diciembre de 1922, el papa Ratti manifestó que la idea de un concilio le vino en ocasión del Congreso Eucarístico de Roma y el centenario de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide durante ese su primer año de pontificado. En dichos eventos pudo ver a cientos de obispos del mundo entero reunidos en torno al Romano Pontífice delante de la tumba de Pedro.

Según sus propias palabras, “esa reunion fraternal, tan solemne por el gran número y la alta dignidad de los obispos que estaban presentes, lleva nuestros pensamientos a la posibilidad de otro encuentro similar, de todo el episcopado aquí, en el centro de la unidad católica, y de los muchos y eficaces resultados que de una tal asamblea se seguirían para el restablecimiento del orden social tras los terribles trastornos por los que acabamos de pasar”.

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30.08.12

Las tensiones entre la iglesia y el fascismo (1931-1939)

LAS TORTUOSAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO EN TIEMPOS DE MUSSOLINI

Las divergencias entre la Iglesia y el fascismo italiano -que ya desde sus comienzos mostraba sin disimulo su anticlericalismo propugnando en 1919 la incautación de los bienes eclesiásticos-, brotaron de forma violenta al comienzo de los años 20: En 1921 y 1922 comenzaron los episodios de ataques por parte de escuadrillas fascistas a algunas organizaciones católicas y en 1923 asesinaron a golpes a un sacerdote, don Giovanni Minzoni. Pero los ataques duraron poco en su forma más virulenta de esta primera etapa y ya en noviembre de 1922, en un discurso de Mussolini a miembros de su partido, hacía ver el error de atacar frontalmente a los católicos, por la mala imagen que daba ante la opinión pública. Una vez llegado al poder en octubre de 1923, el fascismo intentó congraciarse con la Iglesia ordenó el volver a colgar los crucifijos en las aulas de los colegios y en enero de 1923, conversaciones entre representantes del gobierno y la secretaría de Estado del Vaticano buscaron un modus vivendi pacífico que llevaría, con el paso de los años, a la firma en 1929 de los Pactos Lateranenses.

Pero las profundas diferencias, que habían sido silenciadas pero no eliminadas, volvieron a aflorar poco después de la firma por parte de Pío XI y Mussolini. Nacían los roces de las pretensiones monopolistas del régimen en materia de educación (que se oponían a las reivindicaciones de la Iglesia, confirmadas por Pio XI en la encíclica Divini illius magistri, publicada en 1929 seis meses después de la firma de los Pactos) y de la creciente injerencia del régimen en toda la vida italiana con la creación de un clima artificial de exaltación de la violencia y de la guerra y, después de 1936, de la servil imitación del nazismo y de su racismo.

Se trataba, en definitiva, no solo de defender los acuerdos de 1929, con los privilegios concedidos a la Iglesia y el apoyo, ya anacrónico, del brazo secular, no solo de la libertad de la Acción Católica, sino también de los derechos fundamentales de la persona humana y de combatir una vez más, como en el Syllabus de Pio IX, la concepción del Estado ético. La Iglesia, defendiendo su libertad, defendía de hecho al mismo tiempo los derechos naturales del hombre, la libertad del individuo y de la familia frente al Estado; esta doble perspectiva esta casi siempre presente y yuxtapuesta en los documentos pontificios. Lógicamente la divergencia tenía que ir agrandándose hasta hacerse insalvable a medida que el fascismo manifestaba con mayor claridad sus pretensiones totalitarias.

El temperamento de ambos jefes, fuerte y decidido como es sabido, tenía que agudizar necesariamente la situación. Entre los dos luchadores, Pio XI, lento en sus palabras y en sus gestos, cauto en sus intervenciones largamente meditadas y firmísimo en sus resoluciones, aparece muy superior a Mussolini, tan dispuesto a las declaraciones precipitadas e inclinado al exhibicionismo como mudable en sus intenciones y en sus líneas de acción. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado fascista, raramente del todo cordiales y marcadas siempre por una reserva reciproca (en la base el clero se dejo envolver algunas veces en el entusiasmo nacionalista, especialmente durante la guerra de Etiopia), tuvieron dos momentos de fuerte tensión: en 1931 por las amenazas contra la Acción Católica y en 1938-39 por las primeras aplicaciones de las leyes raciales que, prescindiendo de otros aspectos, violaban uno de los puntos del concordato.

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18.08.12

Obispos y sacerdotes en el nuevo mundo

CLAROS Y OSCUROS EN EL CLERO DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

Son abundantes los estudios históricos acerca de muchas de las personalidades más relevantes del episcopado americano en el periodo español o de las mismas diócesis interesadas, pero ante una impresión de conjunto podemos resumir algunas ideas, en las que en general coinciden historiadores y tratadistas. El episcopado hispanoamericano de la época colonial, en general, es digno, religioso, celoso de las almas, de su clero y de la Iglesia, y contribuye apreciablemente a la buena marcha de los asuntos eclesiásticos y civiles. Algunos descuellan por su cultura, erudición, formación teológica o jurídica, por su amor a las artes y ciencias, y aun desempeñan cargos civiles.

Una buena parte, especialmente durante los primeros tiempos, proviene de las órdenes religiosas, cuya reforma, donde hizo falta, había sido ya acometida oportunamente en España desde los tiempos de los Reyes Católicos, y se perfecciona durante la restauración católica que siguió al concilio de Trento. Era muy frecuente que el presentado para el episcopado hubiese ido directamente a Indias antes de haber recibido las bulas, y allí, a instancias del Consejo de Indias y del rey, que “rogaba y encargaba” al cabildo catedral correspondiente a que le aceptaran como subdelegado suyo mientras llegaban las bulas pontificias, gobernaba la diócesis hasta que pudiera ser consagrado obispo. Era una de las curiosidades del ejercicio del Patronato.

Se le entregaba una copia del real patronato para que lo cumpliera con exactitud. Basta ver el índice del libro primero de la Recopilación de Indias, dedicado todo él a asuntos religiosos, para caer en la cuenta de la parte tan importante que dedica la legislación a lo relacionado con el episcopado, y de la manera de introducirse en cuestiones eclesiásticas, en algunas de ellas de modo exclusivo, de la autoridad civil. Consejos, exhortaciones, órdenes, aun amenazas, aunque en lenguaje generalmente mesurado, todo entra en aquellas leyes.

En Nueva España, por ejemplo, descollaron durante el siglo XVI tres insignes obispos: Don fray Juan de Zumarraga, don Pedro Moya de Contreras y don Vasco de Quiroga; en Méjico, los dos primeros; el tercero, en Michoacán. Los demás no fueron en conjunto de tanta altura. No conocían demasiado las lenguas indígenas y a algunos les acusan de ser influidos por sus parientes o de promover pleitos. Durante el siglo XVII, el episcopado mejicano, tal vez mas uniforme fuera de pocas excepciones, parece más mediocre, no reúne concilios a pesar de los deseos manifestados por Felipe III en 1621, se acomodan más al patronato (tal vez por haberse ya impuesto la costumbre), tienen choques con algunos virreyes por interpretaciones del patronato, edifican catedrales y templos y puede decirse que son dignos del honor que reciben del pueblo cristiano. Las cosas se han estabilizado más y no hay tantos choques. Veinticuatro de ellos han nacido en América, la mayoría en México, proporción bastante elevada para aquellos tiempos. Algo parecido puede decirse de los del siglo XVIII, de los que cuatro fueron virreyes durante algún tiempo. A veces aparecen con demasiado fasto, dan muestras de servilismo ante el poder, tienen más comunicación con Roma, enviando sus relaciones “ad limina”.

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31.07.12

Teresa de Jesús: Conversión y reforma

Tres años después de su ingreso en el monasterio de la Encarnación, que fue el 2 de noviembre de 1535, la joven monja Teresa de Cepeda y Ahumada cayó gravemente enferma: “Diome aquella noche un mal que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos. En esto me dieron el Sacramento de la Unción y cada hora o momento pensaban expiraba y no hacían sino decirme el Credo, como si alguna cosa entendiera. Teníanme a veces por tan muerta, que hasta la cera me hallé después en los ojos”.

Entre tanto vivía en un estado de tibieza, de enfriamiento en la oración, de mucho trato con seglares en los locutorios y poco recogimiento, aunque ella misma confiesa que nunca llegó a cometer pecado grave: “Estando en muchas vanidades, aunque no de manera que, a cuanto entendía, estuviese en pecado mortal en todo este tiempo más perdida que digo”. Así pasó Teresa su vida en la Encarnación por unos 20 años, luchando entre el amor de Dios y los atractivos del mundo: “Pasé este mar tempestuoso casi veinte años, con estas caídas y con levantarme y mal pues tornaba a caer y en vida tan baja de perfección, que ningún caso hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros”.

Pero el corazón de Teresa no tenía paz, poco a poco se iba haciendo más fuerte el deseo de mayor perfección y entonces sufría en ver la relajación de la vida monástica en la Encarnación. En este tiempo, la santa, que contaba casi 40 años, interpretó varios acontecimientos como llamadas personales de Dios. En cierta ocasión, cuando estaba atendiendo a una visita en el locutorio, sintió que el Señor la miraba enojado: “Representóseme Cristo delante con mucho rigor, dándome a entender lo que aquello le pesaba… Yo quedé espantada y turbada, y no quería ver más a la persona con la que estaba”. Otra vez le hizo reflexionar la presencia de un sapo de gran tamaño en el locutorio y en algunos sermones le parecía que el Señor la llamaba a grandes voces.

Más definitiva para Teresa fue la experiencia que acaeció cierto día cuando, al entrar en su oratorio y ver allí la imagen de Cristo, se siente dolorida por lo mal que ha pagado tanto amor y, entre lágrimas, le suplica fortaleza para no ofenderle más: “Era de un Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrójeme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle”. Este suceso le afectaría hondamente y le llevaría a tomar un nuevo rumbo, encaminándose hacia la santidad. A partir de entonces comienza no sólo a ver sino a escuchar al Señor, que le dirá: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”.

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16.06.12

¿Por qué no hemos de creerles a ellos?

LOS MUCHOS JUDÍOS QUE MOSTRARON SU APRECIO A PÍO XII

RODOLFO VARGAS RUBIO

Antes de que se pusiera en marcha la campaña de calumnias y denigración contra Pío XII con el estreno en 1963 de la pieza teatral Die Stellvertreter (El Vicario) de Rolf Hochhuth (y alimentada por los sectores liberales y rupturistas del Catolicismo), la opinión que de este papa se tenía era generalmente muy buena; también en el mundo hebreo, cuyas personalidades más destacadas alabaron sin ambages al que consideraban un benefactor de las víctimas de la persecución nazista y del holocausto. Es altamente significativo el que aquella generación de testigos de primera mano –a los que nadie tenía que contar lo que pasó porque o lo vivieron ellos directamente o lo supieron de los propios sobrevivientes– sean unánimes en su apreciación positiva de la figura de Eugenio Pacelli. Cientos y cientos de judíos desfilaron durante años por el Palacio Apostólico Vaticano para darle las gracias por la ayuda que consideraban haber recibido de la Iglesia y de su jefe visible. ¿Por qué no vamos a creerles? Hay quien aduce hoy que los que lograron salvarse de morir quedaron tan traumatizados que su visión de los hechos quedó distorsionada y por eso no se dieron cuenta del verdadero papel del Papa ante la Shoah, pero como muy bien apunta el R.P. Pierre Blet, este torpe argumento invalida también el testimonio de esas personas sobre sus propios padecimientos o la crueldad nazi.

Reflexionemos un poco sobre algunos datos interesantes. El Estado de Israel se constituyó en 1948. Ya antes contaba con servicios secretos de una grandísima eficacia informativa y logística. Desde 1951 actúa el Mossad (Hamosad Lemodi’ín Uletafkidim Meyujadim), es decir el Instituto Central de Operaciones y Estrategias Especiales. En 1953, esta organización se apoderó del discurso de Nikita Kruschev en el que éste criticaba a Stalin, cosa inaudita si se tiene en cuenta que se hubo de burlar a la MVD y a la MGB, departamentos soviéticos de inteligencia y de policía política, impenetrables e implacables, antecesores inmediatos de la KGB y que se hallaban bajo la dirección del siniestro y omnipotente Lavrenti Beria. Algunos años después, en 1964, el Mossad volvería a asombrar con el golpe maestro que fue la localización y secuestro del nazi Adolf Eichmann, llevado desde Argentina a Israel, donde fue juzgado y ejecutado como criminal de guerra. Pues bien, ¿no cabe pensar que si el Estado de Israel hubiera tenido dudas sobre la actuación de Pío XII en los años negros de la persecución habría hecho funcionar su maquinaria de inteligencia para poner en evidencia al Papa? Sin embargo, no fue así. Y ello porque ante el prácticamente unánime reconocimiento de las víctimas directas e indirectas del holocausto a la labor benéfica de la Iglesia a su favor, hubiera parecido insensata una iniciativa del género. Pero aun si se llevó ésta a cabo es claro que nada se halló que pudiera incriminar a Pacelli; de otro modo, ya se habría publicado a los cuatro vientos.

Consideremos ahora de quién vino el primer ataque frontal a la memoria del Pastor Angelicus. No vino de un judío, ni de una víctima de las leyes antisemitas, ni de un sobreviviente de los campos de exterminio. Vino de un alemán de pura cepa, que ni siquiera estuvo en el frente porque tenía catorce años apenas cumplidos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Todo lo que podía saber sobre la persecución contra los judíos y su exterminio en lo que se llamó eufemísticamente “la solución final” le vendría sólo de oídas y aun así se podría poner en duda, ya que el pueblo alemán experimentó después del conflicto una amnesia colectiva: nadie se había enterado, nadie podía imaginarse, se cumplían órdenes sin preguntar, etc. Quizás fue precisamente para exorcizar ese complejo de culpa de los alemanes por lo que Hochhuth escribió El Vicario. Era fácil encontrar un chivo expiatorio en un pontífice romano al que, en los tiempos que corrían, no estimaban los sectores más avanzados del catolicismo y de cuya supuesta pasividad se habían quejado católicos insospechables como Paul Claudel y François Mauriac. La calumnia nació, pues, fuera del ámbito judío y fue ajena por completo al de las víctimas de la Shoah, es decir los principales y directos interesados en el asunto.

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7.06.12

Pedro Damián, cardenal benedictino y precursor de la reforma gregoriana

Vigoroso denunciador de los males de su época y gran contemplativo

Pedro Damián, ermitaño y hombre de Iglesia

Juan de Lodi, que fue su fiel compañero durante sus últimos años, escribió la vida del que considera el ermitaño más famoso e influyente de su siglo. Nació -refiere- en Ravena, en el seno de una familia acomodada, en 1007. Perdió a sus padres cuando tenía unos dos años; educado duramente por uno de sus hermanos mayores, su infancia fue miserable e infeliz, pero Pedro superó el trauma dedicándose intensamente al estudio. Primero en Ravena, mas tarde en Faenza y en Parma, fue un estudiante ejemplar. Empieza a enseñar con gran éxito: tiene muchos discípulos y gana mucho dinero. Y con la preparación que consiguió, en esas mismas ciudades italianas del Norte, tuvo facultades para criticar el comportamiento de los clérigos seculares así como de los monjes. Tanto el trafico de dinero como el despliegue de riquezas de la jerarquía y de los monasterios le resultaban ofensivos, y le impulsaron a buscar una alternativa a la vida monástica de su tiempo. Tenía veintitantos años cuando atravesó una crisis que le condujo finalmente a la soledad. En efecto, conoció casualmente a dos ermitaños de Fonte Avellana, que le escucharon con mucha caridad y le hablaron del abad Romualdo. Lleno de agradecimiento, el joven quiso regalarles un vaso de plata. Ellos se negaron cortes y rotundamente a aceptarlo. Pedro reflexionó: aquellos hombres eran “verdaderamente libres, verdaderamente felices", cuenta Juan de Lodi.

Pedro Damián quiso ser libre y feliz, como ellos. Decidido a abrazar la vida monástica, no llamó, como Romualdo, a las puertas de una abadía rica y tradicional, sino que se dirigió directamente al eremitorio de Fonte Avellana. Hacia 1035, cuando ingresó, Fonte Avellana era un eremitorio modesto, de orígenes oscuros, como suelen serlo los de las colonias de ermitaños. Los autores suponen que se fundó en el último decenio del siglo x y suelen atribuir su fundación a san Romualdo o a Landolfo, su discípulo. El primer documento que le concierne es el privilegio de exención de la autoridad episcopal y de protección apostólica concedido por Silvestre II (999-1003). Al llegar Pedro Damian se componía de un pequeño oratorio en torno al cual se levantaban, sin orden ni concierto, unas pocas celdas, en medio de un bosque salvaje.

Era una comunidad pobre y prácticamente desconocida, por lo que el nuevo ermitaño debió descollar enseguida, aunque solo fuera por su formación literaria y sus conocimientos. Ordenado sacerdote, salía a predicar y enseñar en diversos monasterios. En 1043, fue elegido prior y hacia 1045-1050, compuso una regla para los ermitaños de Fonte Avellana y diversos tratados, casi todos relacionados directamente con la vida monástica.

En adelante seguirá dedicándose con asiduidad a esta actividad literaria, además de fundar otros eremitorios. Pero no por ello dejó de interesarse por el bien de la Iglesia de su tiempo: Preocupado por la pésima situación espiritual de algunos sectores eclesiásticos, e impulsado por el emperador Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador. Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, ua especie de Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal.

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21.05.12

Cuando los obispos de Roma se marcharon a Avignon

EL DESTIERRO DE AVIGNON

Tras el breve pontificado de Benedicto XI, que trató de defender como pudo la memoria de Bonifacio VIII, lacerada por todo tipo de acusaciones procedentes de Francia, en Perugia y después de once meses de cónclave fue elegido en 1305 el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, que no era cardenal y que en el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso había mantenido cierta neutralidad. Tomó el nombre de Clemente V, su coronación tuvo lugar en Lyon, en presencia de Felipe IV el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara la presión del rey y la debilidad del papa. Ni siquiera bajó a Italia y en 1309 se dirigió a Avignon donde estableció su residencia y donde su sucesor, Juan XXII (1316-1334), elegido tras casi dos años y medio de cónclave, se instaló definitivamente, entre otras razones porque en Roma sus enemigos políticos, azuzados como se verá por Luis de baviera, le habían declarado herético y buscaban la convocatoria de un concilio.

Desde este año hasta 1377 los Papas permanecieron en esta ciudad donde Benedicto XII (1334-1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma y Papa de buenas costumbres, que no permitió el nepotismo que tan común fue en aquella época, años después edificará un imponente palacio para que sea digna morada de los pontífices. Clemente VI (1342-1352), abad benedictino mucho menos riguroso y tendente al dispendio, compró el territorio de Avignon a la reina Juana de Nápoles para que, por lo menos formalmente, residiesen los Papas en territorio propio.

Tras el pontificado del más austero Inocencio VI (1352-1362) que contrastó con su fastuoso predecesor, llegó el momento de Urbano V, el cual recogiendo los frutos de la labor restauradora del cardenal Gil de Albornoz, que había restablecido cierto orden en el Estado de la Iglesia, e insistido por las insistencias de la virtuosísimas Santa catalina de Siena, santa Brígida de Suecia y el menos virtuoso Petrarca, entre otros, volvió a Roma y allí permaneció por espacio de tres altos, de 1367 a 1370, pero la inestabilidad política y la inseguridad de la península le animaron a volver a Avignon. Por fin, su sucesor Gregorio XI, movido una vez más por las suplicas de Catalina de Siena, por las necesidades objetivas de la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra, que hacía muy poco segura su permanencia en Francia, en 1377 traslado definitivamente la sede pontificia a Roma.

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1.05.12

Bonifacio VIII: El triste final de un Papa (y 2)

HISTORIA CONTROVERTIDA CON FINAL DRAMÁTICO

Para comprender en conflicto central y dolorosísimo del pontificado de Bonifacio VIII, hay que recordar que en la edad media los reyes cristianos se comprometían, por el juramento de su consagración, a respetar todos los derechos y a reprimir todas las injusticias; existían entre rey y pueblo relaciones jurídicas que aquel no podía violar; no era justa la ley que fuese contra el bien común, y los reyes eran responsables del ejercicio de su poder ante Dios, ante el pueblo y, en ciertos casos, ante los papas. Pero muchos legistas proclamaron que el soberano de una nación debe ser el princeps en el sentido romano de la palabra, fuente y origen de toda ley, y, como jefe del Estado, debe disponer de todos los medios apropiados para proteger el bien de todos, el honor y la libertad de todos. En nombre de este bonum commune, no le reconocían límites a su poder, ni en lo militar, ni en lo judicial, ni en lo legislativo, ni en lo administrativo; ya se ve que la intrusión regalista en el campo religioso era facilísima.

En su afán absolutista de poseer bajo su dominio directo todos los territorios franceses, Felipe IV el Hermoso se apoder6 de la Gascuña, propiedad de Eduardo I de Inglaterra, su vasallo. En 1294 estalló la guerra entre los dos monarcas, y fueron inútiles las tentativas de Bonifacio VIII y de sus legados en pro de la pacificación. La flota inglesa sembraba el terror en las costas de Francia desde la Rochela hasta Bayona. Eduardo I, que, apoyado también en los legistas, aspiraba a una gran monarquía unitaria, pidió una contribución para sufragar la guerra a la nobleza y al clero. Como las circunstancias eran apuradas, no hubo dificultad en concedérsela. El arzobispo de Canterbury, de acuerdo con el episcopado, ofreció al rey la decima parte de las rentas eclesiásticas sin contar con el papa. Lo mismo hizo en Francia, y con más rigor, Felipe IV, tratando de acumular a expensas del clero el oro que necesitaba para la guerra.

Era frecuente que los papas concediesen a los reyes cristianos el diezmo de los beneficios eclesiásticos cuando se preparaba una cruzada contra los infieles o en otras ocasiones de verdadera necesidad, pero sin licencia del pontífice, ningún tributo podía imponerse a los prelados, abades, párrocos, etc. Felipe el Hermoso ya en 1292 había suplicado a Nicolás IV autorización para exigir nuevos diezmos a las iglesias y el papa se había opuesto decididamente. Ahora el rey echó mano de todos los medios que estaban a su alcance. Los cistercienses en 1294 concedieron generosamente el diezmo de dos años, pero ante nuevas extorsiones del rey, creyeron de su deber apelar, en nombre propio y de todo el clero francés, al papa Bonifacio VIII.

Un antiguo cisterciense, el abad Simón de Beaulieu, obispo de Palestrina, entonces en legado apostólico en Francia, ordenó a los arzobispos de Reims, Sens y Rouen convocar en Paris un concilio nacional el 22 de junio de 1296. Pero antes que dicho concilio se celebrase, el 24 de febrero de 1296 Bonifacio VIII fechaba la bula Clericis laicos, no dirigida especialmente contra el rey de Francia, sino redactada en términos generales contra las injerencias abusivas de la autoridad laica en el campo eclesiástico. Y, a fin de poner coto a las intrusiones de los príncipes, fulminaba la excomunión contra todos los laicos que sin autorización de la Sede Apostólica exigiesen del clero cualquier tasa o tributo.

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7.04.12

Bonifacio VIII, un pontificado prometedor con final desastroso (I)

LOS COMIENZOS, LLENOS DE ESPLENDOR

Al tratar del discutido Bonifacio VIII nos introducimos en una época tormentosa y trágica de la historia de la Iglesia. Su pontificado, que pudo ser la cumbre augusta del Medioevo, tuvo más bien el aspecto de un derrumbamiento, producido por súbito cataclismo, y es recordado como uno de los más polémicos. Con Celestino V -como un nuevo Poverello al estilo de San Francisco, enamorado de la pobreza evangélica- había triunfado un momento la tendencia espiritualista de los que soñaban en la reforma espiritualista de la Iglesia. La ingenuidad de unos, la ignorancia de otros, la exaltación apasionada de muchos, mezclándose con los intereses de muchos, hicieron irrealizable la ansiada reforma y hasta imposible el gobierno de la Iglesia.

Persuadido de su inexperiencia e incapacidad, elegido después de dos años de deliberaciones de los cardenales, el eremita Pietro da Morrone, Celestino V, que no tenía ninguna gana de ser pontífice y ni siquiera había puesto los pies en Roma, se despojó del manto pontifical para retornar a su amada vida eremítica. Que en este acto -que le convirtió en el último Papa que abdicó vountariamente- procedió con plena libertad, sin coacción externa, es indudable. Puramente legendaria y fantástica es la frase profética que se dijo había pronunciado Celestino V dirigiendose al cardenal Gaetani, su sucesor: “Intrabis ut vulpes, regnabis ut leo et morieris ut canis”.

Reunidos en el Castel Nuovo de Napoles los 24 cardenales que se hallaban en la ciudad (catorce italianos y ocho franceses), al tercer escrutinio salió elegido el cardenal de San Silvestre, Benedicto Gaetani, que tomó el nombre de Bonifacio VIII. Era el 24 de diciembre de 1294. Es de notarse que no le faltaron los votos de los poderosos Colonna, que sin embargo se convertirán muy pronto sus más encarnizados enemigos, como tantos otros. No hay que dar crédito a alguno que asegura que debió la tiara a las promesas que hiciera servilmente a Carlos II de Anjou, rey de Napoles. Había nacido en Anagni, de la noble familia de los Gaetani, por los años de 1230 o 1235.

Alto y robusto de cuerpo, daba impresión de fuerza, tanto física como moral, con un aspecto severo y majestuoso, manos largas y finas, mirada dura y altanera. Gozaba fama de buen canonista, muy experto en los negocios de la curia. Esa experiencia la había conseguido en los altos y variados cargos que los Romanos Pontífices le habían encomendado. Por concesión de Alejandro IV obtuvo en 1260 una canonjía en Todi, de donde era obispo su tío Pedro. Allí pudo conocer al notario Jacobo de Benedetti, que andando el tiempo será, con el nombre de Fra Jacopone, uno de sus más exaltados enemigos. En Todi cultivó los estudios jurídicos, que perfeccionó luego en la Universidad de Bolonia. En la de Paris no es probable que frecuentase ningún curso, a pesar del testimonio de algunos historiadores antiguos.

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