InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: Vaticano II

6.02.14

El Vaticano II y el celibato

LAS VICISITUDES QUE LLEVARON AL TEXTO CONCILIAR

Gracias a la especie de diario del Vaticano II escrito por el sacerdote y periodista español José Luis Martín Descalzo (Un periodista en el Concilio, editorial PPC, 1966), libro interesantísimo donde los haya para quien se interese por la historia del Concilio, de cual celebramos los 50 años, conocemos las vicisitudes de muchos párrafos de los documentos conciliares, especialmente aquellos más controvertidos. Y entre dichos párrafos se puede incluir los que se refieren al celibato sacerdotal en el decreto Presbyterorum Ordinis, que -como explica dicho autor en el tomo IV (pp. 500-505) de su monumental obra- recibieron una lluvia de enmiendas, si bien en su inmensa mayoría no para discutir su conveniencia (como algunos propugnaban desde medios de comunicación y foros eclesiásticos) sino para precisar las razones que fundamentan esta venerable tradición de la Iglesia.

Un gran número de enmiendas combatían el párrafo sobre los sacerdotes casados orientales que había sido añadido a propuesta de un Padre y con recomendación del Papa. 93 Padres pedían simplemente que se suprimiera ese párrafo todo él. 71 Padres ponían como razón para esta supresión el que este párrafo debilitaba cuanto luego se decía sobre el celibato. 40 Padres pedían que se suprimiera el calificativo de “sacerdotes de gran merito” (optimi meriti) refiriéndose a los casados orientales. 68 Padres pedían se suprimieran los consejos sobre su vida de casados, ya que estos son comunes para todos los casados y no específicos de los sacerdotes con esta condición de vida. 17 Padres pensaban que darles esos consejos era como afirmar que los necesitaran, con lo que el párrafo terminaría por resultarles ofensivo. Y por fin tres pedían que se dijera que los sacerdotes orientales que viven en el matrimonio realizan a su modo la perfección sacerdotal, pues esta forma de sacerdocio no es la misma que la de los sacerdotes célibes y goza de distinto valor.

A toda esta cadena de propuestas respondió la comisión redactora de muy distintas maneras: El párrafo entero no puede suprimirse, pues fue aprobado por la mayoría del Aula. Pueden quitarse en cambio los consejos sobre su vida conyugal, sustituyéndolos por una invitación a “perseverar en su santa vocación”. Se mantiene el calificativo elogioso de estos sacerdotes casados y no se acepta la última proposición de hacer distinciones entre los dos sacerdocios, pues es teológicamente inadmisible. Por fin, el párrafo quedó como lo leemos hoy:

La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado.

Un segundo gran cúmulo de peticiones giraba en torno a las razones por las que la Iglesia defiende el celibato. Y aparecía en muchas de ellas lo que se podría consierar una defensa demasiado exacerbada del celibato y que llevó a la comisión a rechazar la mayoría de estas peticiones, como se puede ver:

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28.11.13

La intervención que salvó la ortodoxia de la Misa

EL CAMINO QUE LLEVÓ A LA SANA RENOVACIÓN DE LA LITURGIA DE LA MISA

RODOLFO VARGAS RUBIO

Como se sabe, el concilio ecuménico Vaticano II (1962-1965) emprendió hace cincuenta años la reforma de la liturgia católica, cosa que ya estaba en los planes del venerable Pío XII, quien en 1948 (un año después de publicar su encíclica Mediator Dei, había instituido una comisión con ese objeto. En realidad, no tenía nada de extraordinario el que la Iglesia revisara sus ritos: lo ha hecho siempre y, después de la gran reforma tridentina, no cesó de ponerlos a punto cuando lo estimó necesario (el Misal Romano tuvo varias ediciones típicas después de la de 1570; el Breviario fue ampliamente modificado por san Pío X; el mismo Pío XII encargó una nueva traducción de los salmos opcional para el rezo del oficio). Lo que pasa es que siempre en el pasado se había respetado la tradición (que no hay que confundir con conservadurismo). En las liturgias orientales es un principio sacrosanto la intangibilidad de los ritos. En la Iglesia latina, sin llegarse a esto, sí que existe un respeto por lo que ha sido transmitido a través de los siglos, adaptándolo –cuando se juzga necesario– a las legítimas exigencias de los tiempos. Pero una justa adaptación no implica nunca una revolución. El Vaticano II así lo comprendió y estableció la puesta al día (aggiornamento) de la liturgia en su constitución Sacrosanctum Concilium de 1963. Si se lee atentamente este documento nada hay en él contrario a la sana tradición de la Iglesia y la reforma en él planteada era razonable y podría haber dado buenos frutos si no se la hubiera adulterado a continuación.

El venerable Pablo VI, con el objeto de llevar a la práctica la reforma litúrgica querida por el concilio, instituyó el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, independiente de la entonces Sagrada Congregación de Ritos, el dicasterio encargado de velar por la liturgia. Durante las sesiones conciliares, el ala liberal había acusado constantemente a la Curia de ser conservadora (lo cual era cierto de algún modo) y de obstaculizar los trabajos conciliares (lo cual era falso e injusto, pues precisamente fueron los llamados progresistas los que sabotearon sistemáticamente el reglamento del Vaticano II, aprobado por el beato Juan XXIII). A Pablo VI lo convencieron, pues, de la conveniencia de quitar a Ritos (presidido por el cardenal cordimariano Arcadio Larraona, considerado tradicional) la competencia en la actuación de la reforma litúrgica y darla a un organismo que no tuviera que dar cuenta sino al Papa directamente. El Consilium estaba presidido por el cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia y significado líder liberal del concilio, y tenía por secretario al P. Annibale Bugnini, vicentino, propulsor del movimiento litúrgico (aunque no el de Dom Guéranger, sino el arqueologista y ecumenista de Dom Beaudoin).

El aspecto de la reforma litúrgica que nos interesa ahora y hace a nuestro tema es el de la misa, por lo cual dejamos aparte la reforma de los demás libros litúrgicos. La del misal romano se llevó a cabo en dos fases. La primera consistió en el desmantelamiento del rito clásico codificado por san Pío V y cuya última edición típica fue la del beato Juan XXIII de 1962, justo el año en el que comenzó el Vaticano II. En 1965 y en 1967 el Consilium publicó sucesivas instrucciones en fuerza de las cuales se mutilaba el ordinario de la misa y se relegaba peligrosamente el uso del latín (considerado, sin embargo, por el propio concilio como la lengua propia de los ritos latinos). Estos cambios ya pusieron sobre aviso a los católicos fieles a la tradición (a los que se comenzó a llamar “tradicionalistas”). Fue en estos años cuando comenzó a organizarse la defensa del rito antiguo, principalmente en torno a la revista francesa Itinéraires (Louis Salleron, Jean Madiran) y a la Federación Internacional UNA VOCE. Hay que decir que estas iniciativas provenían de los seglares, aunque en el ámbito del clero se seguía también con preocupación la evolución de la reforma litúrgica. La segunda fase fue la creación de un Novus Ordo que substituyera al antiguo, para lo cual fueron admitidos a los trabajos del Consilium observadores no católicos (un talmudista judío y algunos expertos protestantes), que a menudo rebasaron su carácter meramente consultivo. El caso es que en 1967, el P. Bugnini propuso al sínodo de los obispos la llamada missa normativa, que no llegó a ser aprobada debido a los reparos de la mayoría de los padres sinodales. Dos años más tarde, sin embargo, ese mismo rito, con algunos retoques, era promulgado por Pablo VI mediante la constitución apostólic aMissale Romanum de 3 de abril de 1969.

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11.11.13

Los cardenales Bea y Ottaviani en el Vaticano II

¿FUERON REALMENTE TAN DIFERENTES AQUELLOS A QUIENES SE PRESENTÓ COMO OPUESTOS? LA RESPUESTA DE MARTÍN DESCALZO

Dos de los padres conciliares del Vaticano II que han dejado mayor huella en la historia contemporanea de la Iglesia han sido, en opinión de muchos, los cardenales Agostino Bea S.J. y el cardenal Alfredo Ottaviani. Sobre la diferencia de estilos y posturas entre ambos cardenales en algunos temas de los que trató el Concilio se ha escrito mucho y comentado, sobre todo el episodio referente al esquema llamado De las fuentes de la Revelación, que el secretario del Santo Oficio defendía con brío. El ala más avanzada de los padres conciliares logró que una mayoría de los prelados lo rechazaran, pero no se alcanzaron los dos tercios necesarios de votos para eliminar un esquema presentado con la autoridad del Papa. Según alguno, Bea habría dicho que semejante propuesta “cerraría la puerta a la Europa intelectual y las manos extendidas de amistad en el Viejo y en el Nuevo Mundo". El cardenal Bea acudió a Juan XXIII y éste decidió retirarlo, nombrando una comisión bicúspide presidida por Ottaviani y Bea, para que se pusieran de acuerdo las dos corrientes enfrentadas en el Concilio sobre un nuevo esquema, que fue la base de la constitución Dei Verbum.

Como recuerda Rodolfo Vargas Rubio en un artículo suyo sobre el cardenal Ottaviani, la libertad religiosa también fue un capítulo polémico. El cardenal del Santo Oficio, que era un excelente canonista, era partidario de la doctrina tradicional de la tolerancia, porque, de otro modo, admitido un derecho irrestricto a la libertad religiosa se lesionaba el Derecho público de la Iglesia. La Declaración conciliar que el cardenal Bea quería sacar adelante sobre el tema, cambiando el concepto tradicional de “tolerancia religiosa” por el nuevo de “libertad religiosa", que al final se impuso en las votaciones, le parecía a Ottaviani que anulaba los concordatos que la Santa Sede tenía con países como Italia y España, en los cuales la Iglesia gozaba de una posición privilegiada, y así lo manifestó dramáticamente en el aula conciliar, provocando una fuerte discusión, que atajó el cardenal Ruffini que aquel día presidía la sesión.

Bea y Ottaviani, distintos por formación, trayectoria y personalidad eran sin duda estos dos purpurados. El primero, tres años después de su ordenación sacerdotal en 1918, ya era superior provincial de los jesuitas de Alemania; enviado a Roma en 1924, fue catedrático en la Pontificia Universidad Gregoriana, especialista en exégesis bíblica y arqueología bíblica; sirvió al papa Pío XII como su confesor durante trece años y se le acreditó un influjo crucial en la redacción de la encíclica Divino Afflante Spiritu. El segundo, empleado en la Curia romana desde prácticamente su ordenación sacerdotal, en 1919 fue llamado a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en calidad de minutante bajo la guía del cardenal holandés Willem van Rossum, que quería desgajar la acción evangelizadora de los misioneros del colonialismo europeo aí adquiriría ese sentido misional y de universalidad que plasmaría años más tarde Pío XII en su gran encíclica Fidei donum; dos años más tarde, fue señalado por monseñor Borgongini-Duca a la atención del papa Benedicto XV, que lo transfirió a la primera sección de la Secretaría de Estado, y en 1922 entraba a formar parte de la corte pontificia como chambelán privado de Su Santidad, para llegar en 1935 al Santo Oficio, en el que permaneció la mayor parte de su vida.

Dos prelados que aparecen en la historia del Concilio como contrapuestos por su mentalidad y visión de la renovación de la Iglesia, pero ¿Eran en realidad tan diferentes? Esta pregunta se hizo el sacerdote periodista españos José Luis Martín Descalzo, testigo excepcional del gran evento conciliar, y que precisamente en su libro “Un periodista en el Concilio” (editorial PPC), en el volumen 4, aborda el tema de los dos cardenales. Interesantísimas sus palabras que reproducimos aquí:

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9.05.13

Probablemente el mayor teólogo del siglo XX

HENRI DE LUBAC, “BUSCADOR INCANSABLE, MAESTRO ESPIRITUAL Y JESUITA FIEL” (JUAN PABLO II)

JOSÉ RAMÓN GODINO ALARCÓN

En relación con el artículo anterior, si queremos hablar de un teólogo que influyó sobremanera en el s. XX y más directamente en el Concilio Vaticano II el elegido sería, a pesar de los muchos candidatos, otro hijo insigne de San Ignacio de Loyola, el Cardenal Henri de Lubac.

Nació en Cambrai, Francia, el 20 de febrero de 1896. Hijo de un banquero que pertenecía a la antigua nobleza del centro-sur de Francia, su infancia transcurrió como la de cualquier chico de clase alta, recibiendo una esmerada educación y viviendo como aristócrata en la forma y la apariencia. Pero el joven Henri no siguió los pasos familiares y abrazó la vida religiosa. El 9 de octubre de 1913 entró en Lyon en la Compañía de Jesús, una institución religiosa con poca popularidad en Francia, aunque en la vanguardia educativa.

La situación europea se fue complicando poco a poco desde la entrada de De Lubac en la Compañía. Por esta razón la escuela de la Compañía se trasladó a Inglaterra, intentando con ello que los estudiantes no tuvieran que servir en la guerra que se avecinaba. Pero De Lubac fue llamado a filas en 1914, con tan solo dieciocho años. La experiencia de la guerra resultó muy dura. Combatía en el ejército francés hasta ser herido en la cabeza en la Batalla de Verdún (1916) Sus heridas eran de consideración, por lo que abandonó el ejército y pudo volver con los jesuitas.

A partir de ese momento comenzó la formación filosófica en Inglaterra, primero en Canterbury y, desde 1920, en Jersey. Estos años propiciaron que De Lubac conociera el ambiente intelectual inglés, muy distinto del que se vivía en el continente y en ese momento a la vanguardia mundial. Brevemente continuó sus estudios en Calais en 1924, pero de nuevo tuvo que volver a Inglaterra para cursar estudios de Teología en Hastings. Por fin, en 1926 la Compañía de Jesús pudo volver a su sede habitual, la Fouerviére de Lyon. Allí fue ordenado sacerdote el 22 de agosto de 1927 e impartió su primera conferencia en 1929, tras haber terminado sus estudios teológicos.

El P. Henri había destacado positivamente en sus estudios teológicos, por lo que al terminar su formación teológica se convirtió en profesor de Teología fundamental en la Universidad Católica de Lyon. En ella se mantuvo durante más de 30 años, desde 1929 hasta 1961, con tan sólo dos interrupciones: la de la Segunda Guerra Mundial y el tiempo que, como veremos, estuvo alejado de la docencia por obediencia a la Santa Sede.

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14.01.13

Juan concibió el Concilio, Pablo lo dio a luz

Pablo VI fue llamado el mártir del Concilio

RODOLFO VARGAS RUBIO - ALBERTO ROYO MEJÍA

En el cónclave que siguió al fallecimiento del beato Juan XXIII resultó elegido el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, antiguo estrecho colaborador del venerable Pío XII y a quien había creado cardenal el beato Juan XXIII en su primer consistorio, el 15 de diciembre de 1958). Su elevación a la cátedra de Pedro no había sido una sorpresa para nadie, pues había sido patrocinada por poderosos personajes del Sacro Colegio pertenecientes a la ahora muy influyente ala liberal (los cardenales Frings y Liénart, los mismos que desde el primer día habían armado la revolución en el Concilio). En un cónclave no se proclaman candidatos ni se organizan campañas electorales al modo de las democracias en el mundo político civil. No hay programas que discutir ni mítines ni debates públicos. No obstante, existen mecanismos sutiles mediante los cuales un cardenal papabile (con reales posibilidades de resultar elegido) es promovido, lo cual lo convierte en papeggiante (o sea aquel que cuenta con apoyos concretos además de posibilidades). Montini fue ambas cosas.

Frings y Liénart consiguieron que su colega de Bolonia, Giacomo Lercaro (1891-1976), organizara una recepción informal en la casa de campo que su gentilhombre de cámara Umberto Ortolani (más tarde hombre clave de la Logia P2 junto con Licio Gelli, del cual se dice fuera la eminencia gris) tenía en Grottaferrata, cerca de Roma. Fue allí donde se consiguieron los votos que luego, en el cónclave, permitirían hacer Papa a Montini. Dicho sea de paso, por aquellos días arreciaba el escándalo provocado por la pieza teatral de Rolf Hochhutz “El Vicario”, en la que se acusaba a Pío XII (muerto cinco años antes) de haber callado ante el holocausto judío perpetrado por los nazis por connivencia con ellos. Indignado, el cardenal Montini, antes de entrar en cónclave, envió al periódico británico “The Tablet” una enérgica carta de protesta y de defensa del Papa Pacelli (a cuyo lado había trabajado un cuarto de siglo desde los tiempos en que éste fue Secretario de Estado de Pío XI). La carta fue publicada ya electo como Pablo VI y constituye el mejor alegato a favor de la inocencia del gran pontífice.

Durante el cónclave, el ala tradicional —capitaneada por Ottaviani— opuso a la candidatuta liberal la de Ildebrando Antoniutti (pues el cardenal Siri de Génova, ya delfín de Pío XII y candidato deseado, no había querido entrar en liza), pero no consiguió impedir una elección que estaba ya decidida desde 1958, cuando no fue posible por no ser Montini cardenal. Ahora que lo era no estaban dispuestos sus valedores a perder esta oportunidad. Así fue cómo, el 21 de junio de 1963, el arzobispo de Milán se convirtió en Pablo VI, siendo coronado el 30 por Ottaviani, en su condición de protodiácono del Sacro Colegio (detalle que sería irónico si no fuera por el profundo sentido de Iglesia que caracterizó siempre al combativo cardenal). Pablo VI manifestó inmediatamente, por supuesto, su voluntad de proseguir el Concilio, si bien era consciente de las dificultades que se presentaban. No en vano, cuando el Cardenal Montini recibió en su día la noticia de la convocatoria del Vaticano II, su primera reacción fue decir: “¡Menudo avispero!”, como han declarado testigos presenciales en su Proceso de Canonización.

Por su parte, los manejos del cardenal Döpfner continuaban. El 9 de julio convocó a todos los obispos alemanes y austríacos a una conferencia en Fulda (lugar tradicional de reunión del episcopado germánico). Se inauguró el 26 de agosto con la asistencia de más de 70 arzobispos y obispos, no sólo germanófonos sino también de los Países Bajos, Francia, Bélgica y los países del Norte de Europa. El evento será decisivo para la marcha futura del Vaticano II. En Fulda se redactó un grueso volumen conteniendo esquemas sustitutivos de los de la comisión antepreparatoria, con comentarios éstos últimos. La tarea estuvo dirigida por Karl Rahner, peritus del cardenal Franz König (1905-2004), arzobispo de Viena. En ella colaboraron activamente los padres Grillmeier y Semmelroth y el Prof. Ratzinger.

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