InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: Pio XII

25.08.14

Aquel grito por la paz de Pío XII

HACE 75 AÑOS: EL ANGUSTIOSO GRITO DE PÍO XII POR LA PAZ

RODOLFO VARGAS RUBIO

Hace exactamente setenta y cinco años la Humanidad se hallaba al borde del inminente desastre de la guerra y hoy hace setenta años también se alzaba la voz del Vicario de Cristo para intentar conjurar el peligro, apelando a los grandes de este mundo, en cuyas manos estaba el destino de millones de vidas humanas. Pío XII había sido testigo del sufrimiento de su predecesor san Pío X al ver cernirse el fantasma bélico sobre la Europa de 1914, sufrimiento que le llevó a la tumba. También había colaborado con Benedicto XV en sus incansables esfuerzos –maliciosamente tergiversados por las potencias– para detener la maquinaria de muerte y de destrucción ya desencadenada, lo que él llamó con palabras elocuentes e inequívocas l’inutile strage (“la inútil carnicería”). Ante los oídos sordos que si hicieron a sus admoniciones, al menos intentó paliar los indecibles sufrimientos de las víctimas y en esto también le fue de valiosa ayuda el entonces nuncio Pacelli. Éste no pudo por menos de dolerse más tarde con el papa Della Chiesa no sólo de que se hiciese oídos sordos a sus palabras, sino que se excluyera a la Santa Sede de las negociaciones de paz en Versalles, donde, haciendo caso omiso de los consejos de moderación de Roma, se sembraron, en cambio, las semillas de discordia, cuyos amargos frutos estaban a punto de cosecharse en el verano salvaje de 1939. Sí, Pío XII sabía por experiencia que Europa y el mundo entero se hallaban sobre un polvorín presto a estallar si no prevalecía una última luz de razón. Queremos enmarcar el llamado que hizo el Papa aquel 24 de agosto de hace setenta años en su contexto histórico, para lo cual nos servimos de los datos proporcionados por el R.P. Pierre Blet, S.I., en su libro Pie XII et la Seconde Guerre Mondiale d’après les Archives du Vatican (Perrin, 1997).

Eugenio Pacelli había sido elegido el 2 de marzo en medio de una situación internacional muy enrarecida. El año anterior había debutado con la anexión a Austria a la Gran Alemania (el Anschlüss), pero Hitler no se había detenido en su política expansionista y ambicionaba los Sudetes (región de la entonces Checoeslovaquia con mayoría de población alemana) y el corredor de Danzig para poner en contacto la Prusia Oriental con el resto de Alemania, separados por Polonia. El canciller empleó la táctica de gritar alto en tono amenazante para lograr sus propósitos. Neville Chamberlain, primer ministro de la Gran Bretaña, partidario de la política de apaciguamiento, propició la Conferencia de Múnich, en la que los jefes de los gobiernos británico, francés, italiano y alemán aceptaron la anexión de los Sudetes a cambio de las garantías de Hitler de mantener el equilibrio europeo absteniéndose de ulteriores reclamaciones. Pero ya se sabe lo que pensaba éste de los pactos y compromisos. Así, el 15 de marzo de 1939, tres días después de la coronación de Pío XII, Alemania invadía Checoeslovaquia ocupando Bohemia y Moravia y sometiéndolas bajo régimen de Protectorado y creando con Eslovaquia un Estado títere. Esta violación de los Acuerdos de Múnich hizo cambiar la política británica y Chamberlain declaró que su país intervendría en caso de “cualquier acción que pusiera en peligro la independencia de Polonia”.

Efectivamente, la presa ambicionada por el Reich era ahora su molesto vecino del Este, al que le oponía su reivindicación de Danzig, ciudad libre bajo control polaco, con población alemana. Pero las potencias occidentales no estaban dispuestas a que se repitiera el caso de Checoeslovaquia. Italia, por su parte, que no quería ser menos que Alemania, se apoderó de Albania el Viernes Santo (7 de abril), entregando Mussolini al rey Víctor Manuel III la corona del depuesto Zog I (como había hecho en 1936, haciéndolo emperador de Etiopía). Este hecho no ayudaba ciertamente a la distensión. El presidente Roosevelt creyó su deber intervenir en la situación europea, enviando un mensaje a Hitler y Mussolini el 14 de abril. Había pedido al Papa que apoyase su iniciativa, pero Pío XII le hizo responder que, aunque seguía de cerca sus esfuerzos, la Santa Sede no se hacía ilusiones y no podía actuar ante Hitler en el sentido deseado. Los temores de aquélla resultaron tener fundamento, ya que el canciller no sólo no contestó al presidente estadounidense, sino que puso en ridículo su mensaje en un discurso al Reichstag del 28 de abril.

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12.03.14

Pío XII y el esplendor de su coronación papal

HACE 75 AÑOS ERA CORONADO EL VENERABLE PÍO XII

RODOLFO VARGAS RUBIO

Continuando con la crónica de los acontecimientos que hace setenta y cinco años marcaron el comienzo del largo, dramático y decisivo pontificado del venerable Pío XII, toca ahora referirnos al día de su coronación (hoy denominada “inicio del ministerio petrino”). Para este capítulo nos ha servido de guía inestimable la descripción que trae nuestro amigo el Padre Apeles en su libro “El Papa ha muerto. ¡Viva el Papa” (en cuya documentación nos honramos en colaborar). Procedamos, pues, con el relato del trascendental día con el que Eugenio Pacelli, elegido el 3 de marzo precedente, fue investido formalmente como Romano Pontífice, último gran fasto en una Europa abocada ya al desastre de una guerra de inédita crueldad.

Tres días antes de la fecha fijada para la solemne coronación, monseñor Carlo Respighi, prefecto de las Ceremonias Pontificias, envió la llamada intimatio, citando a las 8 de la mañana (saltem hora octava) del 12 de marzo de 1939 a todos los dignatarios y componentes de la corte pontificia (capilla y familia) y a los ministros que debían servir en la gran ceremonia para que se encontraran en el Aula de las Congregaciones. En el mismo escrito se precisaba minuciosamente la indumentaria de cada dignidad y grado, el orden del cortejo que debía acompañar al Santo Padre, la colocación en el recinto de la Basílica y un resumen de las distintas partes de la celebración. Cada uno de los asistentes debía hacerse al menos una cierta “composición de lugar” de la parte que tomaría en ella, aunque el ordenamiento y la sincronización –labor verdaderamente prodigiosa– corriera a cargo de los maestros de ceremonias, en quienes no se sabría si admirar más el exacto sentido “coreográfico” o la paciencia que tenían que desplegar (ya que no se podía contar siempre con la docilidad y destreza de los concurrentes ni mucho menos).

Así pues, el día y hora señalados, los señores cardenales de la Santa Iglesia Romana se presentaron en el lugar establecido revestidos de su púrpura, con calzado y birrete escarlata. Una vez reunidos, dejaron sus respectivas mucetas y manteletas para ponerse los roquetes blancos de encaje y las capas magnas de seda rojas con el armiño de su condición principesca. Sus secretarios, que hacían de caudatarios, vestían de violeta. Los camareros de honor, los clérigos de la Reverenda Cámara Apostólica, los camareros secretos de capa y espada participantes y demás cubicularios, los votantes del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica y los auditores de la Sacra Rota se revistieron con pluviales también rojos (pues rojo es el color del Papa). Patriarcas, metropolitanos, arzobispos y obispos iban en hábito de coro con sus sotanas y capas violetas. Los abades y los superiores generales de las órdenes y congregaciones mayores llevaban sus respectivos hábitos, que formaban un caleidoscopio de lo más variopinto.

En la Basílica Vaticana los sampietrini habían dispuesto impecablemente el escenario donde iba a tener lugar la representación más esplendorosa del mundo. Más de un problema técnico habían tenido que resolver para poder disponer estrados y tribunas en el crucero, junto a las pilastras centrales y en el ábside, en alto y en bajo, destinadas a acoger una nutrida y heterogénea asistencia, para la que no daban abasto los asientos a lo largo de la nave central. Hubo que hacer retroceder los órganos monumentales a fin de ganar espacio para colocar cuatro nuevas tribunas. La Radio y la Prensa tenían las suyas. Era la primera vez que se acondicionaba en San Pedro un lugar especial destinado a los corresponsales venidos de todas partes del mundo para cubrir un acontecimiento único en su género.

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3.03.14

A los 75 años de la elección de Pío XII

TAMPOCO EL PAPA PACELLI QUISO VIVIR EN EL APARTAMENTO PAPAL

RODOLFO VARGAS RUBIO

El cónclave para elegir sucesor al papa Pío XI (fallecido el 10 de febrero de 1939) se clausuró hace setenta y cinco años, es decir el 1º de marzo de 1939. Eran tiempos especialmente difíciles, en los que la escalada bélica en Europa era cada vez más amenazadora. En realidad, se estaban cosechando los frutos de los errores sembrados en Versalles veinte años atrás, cuando los estadistas y políticos occidentales, haciendo caso omiso a los llamados a la moderación de Benedicto XV, liquidaron la Gran Guerra mediante una paz implacable y onerosa para los vencidos, creando así las condiciones para que volvieran a germinar el resentimiento, el odio y el afán de revancha. La crisis de 1929 y la depresión consiguiente habían generado un gran descontento y acabado por desacreditar al sistema liberal imperante, favoreciendo la ascensión al poder de regímenes autoritarios, que se presentaban como una alternativa a la amenaza del bolchevismo.

La década de los años treinta vio cómo los distintos totalitarismos pugnaban por avanzar en Europa. España era el escenario más trágico de esta lucha desde 1936 cuando quedó dividida en dos bandos apoyados respectivamente por Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini y por la URSS de Stalin. Las democracias occidentales se limitaban al papel oficial de espectadoras, aunque se hallaban seriamente preocupadas de que el precario equilibrio internacional se rompiera debido a la política agresiva germana. Ello las había llevado a practicar una política de apaciguamiento, que tuvo su punto culminante en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, en la que el Reino Unido y Francia cohonestaron el expansionismo del nazismo (que se había anexionado Austria mediante el Anschlüss en marzo y se apoderaría de los Sudetes en octubre, disolviendo así Checoeslovaquia). Por otro lado, la URSS ya apuntaba hacia Finlandia y las Repúblicas Bálticas, así como a la difusión del comunismo en Europa a través de los Balcanes.

En el aspecto religioso, la situación no era tampoco muy halagüeña. Por un lado, era de temer el avance del comunismo, que había dado pruebas de su carácter antirreligioso en Rusia (donde había casi aniquilado a la Iglesia Ortodoxa) y en España (país en el que había organizado la persecución religiosa sistemática más cruenta de los tiempos modernos). Por otro lado, los gobiernos de Italia y Alemania no ocultaban su hostilidad hacia la Iglesia Católica, a cuyo clero y organizaciones –considerados como un estorbo para el adoctrinamiento de la juventud– hostigaban crecientemente en contravención de los concordatos firmados con la Santa Sede (cierto es, sin embargo, que sin éstos la condición de los católicos hubiera sido mucho peor). El panorama era, pues, más que preocupante cuando expiró Pío XI.

El cardenal Eugenio Pacelli, que había sido secretario de Estado del difunto papa, era también camarlengo de la Santa Iglesia Romana, cargo que otorga a su titular el poder de administrar los bienes temporales de la Santa Sede (dependientes antiguamente de la Cámara Apostólica) y el de presidir el gobierno interino de la Iglesia –que reside en el Sacro Colegio– durante la sede vacante. También le compete la certificación de la muerte del Papa y el sellado de todos sus aposentos. Contrariamente a lo que se suele creer, el cardenal Pacelli no observó la costumbre de golpear suavemente tres veces con un martillito de plata la sien del cadáver de Pío XI llamándolo por su nombre de pila, la cual había caído en desuso desde la época del cardenal Oreglia di Santo Stefano, que la omitió en 1903, cuando hubo de verificar el óbito de León XIII. Pacelli se limitó a hacer constar notarialmente que su amado mentor había realmente fallecido y retiró de su dedo elAnulus Piscatoris para su destrucción, de modo que no fuera posible falsificar bulas ni otros documentos pontificios. También tocó al camarlengo, en su condición de arcipreste de la Basílica Vaticana, la preparación del Palacio Apostólico para albergar el cónclave, que implicaba por entonces un estricto aislamiento de los electores. Debían acondicionarse 62 celdas para éstos, dividiendo los ambientes disponibles mediante tabiques y aprovechando al máximo el espacio. Lossampietrini tenían por entonces mucho trabajo que desquitar en poco tiempo, efectuando obras de mampostería, carpintería y cerrajería, además de total encalado de las ventanas para quitar toda visibilidad tanto desde dentro hacia fuera recinto como viceversa.

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30.08.12

Las tensiones entre la iglesia y el fascismo (1931-1939)

LAS TORTUOSAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO EN TIEMPOS DE MUSSOLINI

Las divergencias entre la Iglesia y el fascismo italiano -que ya desde sus comienzos mostraba sin disimulo su anticlericalismo propugnando en 1919 la incautación de los bienes eclesiásticos-, brotaron de forma violenta al comienzo de los años 20: En 1921 y 1922 comenzaron los episodios de ataques por parte de escuadrillas fascistas a algunas organizaciones católicas y en 1923 asesinaron a golpes a un sacerdote, don Giovanni Minzoni. Pero los ataques duraron poco en su forma más virulenta de esta primera etapa y ya en noviembre de 1922, en un discurso de Mussolini a miembros de su partido, hacía ver el error de atacar frontalmente a los católicos, por la mala imagen que daba ante la opinión pública. Una vez llegado al poder en octubre de 1923, el fascismo intentó congraciarse con la Iglesia ordenó el volver a colgar los crucifijos en las aulas de los colegios y en enero de 1923, conversaciones entre representantes del gobierno y la secretaría de Estado del Vaticano buscaron un modus vivendi pacífico que llevaría, con el paso de los años, a la firma en 1929 de los Pactos Lateranenses.

Pero las profundas diferencias, que habían sido silenciadas pero no eliminadas, volvieron a aflorar poco después de la firma por parte de Pío XI y Mussolini. Nacían los roces de las pretensiones monopolistas del régimen en materia de educación (que se oponían a las reivindicaciones de la Iglesia, confirmadas por Pio XI en la encíclica Divini illius magistri, publicada en 1929 seis meses después de la firma de los Pactos) y de la creciente injerencia del régimen en toda la vida italiana con la creación de un clima artificial de exaltación de la violencia y de la guerra y, después de 1936, de la servil imitación del nazismo y de su racismo.

Se trataba, en definitiva, no solo de defender los acuerdos de 1929, con los privilegios concedidos a la Iglesia y el apoyo, ya anacrónico, del brazo secular, no solo de la libertad de la Acción Católica, sino también de los derechos fundamentales de la persona humana y de combatir una vez más, como en el Syllabus de Pio IX, la concepción del Estado ético. La Iglesia, defendiendo su libertad, defendía de hecho al mismo tiempo los derechos naturales del hombre, la libertad del individuo y de la familia frente al Estado; esta doble perspectiva esta casi siempre presente y yuxtapuesta en los documentos pontificios. Lógicamente la divergencia tenía que ir agrandándose hasta hacerse insalvable a medida que el fascismo manifestaba con mayor claridad sus pretensiones totalitarias.

El temperamento de ambos jefes, fuerte y decidido como es sabido, tenía que agudizar necesariamente la situación. Entre los dos luchadores, Pio XI, lento en sus palabras y en sus gestos, cauto en sus intervenciones largamente meditadas y firmísimo en sus resoluciones, aparece muy superior a Mussolini, tan dispuesto a las declaraciones precipitadas e inclinado al exhibicionismo como mudable en sus intenciones y en sus líneas de acción. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado fascista, raramente del todo cordiales y marcadas siempre por una reserva reciproca (en la base el clero se dejo envolver algunas veces en el entusiasmo nacionalista, especialmente durante la guerra de Etiopia), tuvieron dos momentos de fuerte tensión: en 1931 por las amenazas contra la Acción Católica y en 1938-39 por las primeras aplicaciones de las leyes raciales que, prescindiendo de otros aspectos, violaban uno de los puntos del concordato.

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16.06.12

¿Por qué no hemos de creerles a ellos?

LOS MUCHOS JUDÍOS QUE MOSTRARON SU APRECIO A PÍO XII

RODOLFO VARGAS RUBIO

Antes de que se pusiera en marcha la campaña de calumnias y denigración contra Pío XII con el estreno en 1963 de la pieza teatral Die Stellvertreter (El Vicario) de Rolf Hochhuth (y alimentada por los sectores liberales y rupturistas del Catolicismo), la opinión que de este papa se tenía era generalmente muy buena; también en el mundo hebreo, cuyas personalidades más destacadas alabaron sin ambages al que consideraban un benefactor de las víctimas de la persecución nazista y del holocausto. Es altamente significativo el que aquella generación de testigos de primera mano –a los que nadie tenía que contar lo que pasó porque o lo vivieron ellos directamente o lo supieron de los propios sobrevivientes– sean unánimes en su apreciación positiva de la figura de Eugenio Pacelli. Cientos y cientos de judíos desfilaron durante años por el Palacio Apostólico Vaticano para darle las gracias por la ayuda que consideraban haber recibido de la Iglesia y de su jefe visible. ¿Por qué no vamos a creerles? Hay quien aduce hoy que los que lograron salvarse de morir quedaron tan traumatizados que su visión de los hechos quedó distorsionada y por eso no se dieron cuenta del verdadero papel del Papa ante la Shoah, pero como muy bien apunta el R.P. Pierre Blet, este torpe argumento invalida también el testimonio de esas personas sobre sus propios padecimientos o la crueldad nazi.

Reflexionemos un poco sobre algunos datos interesantes. El Estado de Israel se constituyó en 1948. Ya antes contaba con servicios secretos de una grandísima eficacia informativa y logística. Desde 1951 actúa el Mossad (Hamosad Lemodi’ín Uletafkidim Meyujadim), es decir el Instituto Central de Operaciones y Estrategias Especiales. En 1953, esta organización se apoderó del discurso de Nikita Kruschev en el que éste criticaba a Stalin, cosa inaudita si se tiene en cuenta que se hubo de burlar a la MVD y a la MGB, departamentos soviéticos de inteligencia y de policía política, impenetrables e implacables, antecesores inmediatos de la KGB y que se hallaban bajo la dirección del siniestro y omnipotente Lavrenti Beria. Algunos años después, en 1964, el Mossad volvería a asombrar con el golpe maestro que fue la localización y secuestro del nazi Adolf Eichmann, llevado desde Argentina a Israel, donde fue juzgado y ejecutado como criminal de guerra. Pues bien, ¿no cabe pensar que si el Estado de Israel hubiera tenido dudas sobre la actuación de Pío XII en los años negros de la persecución habría hecho funcionar su maquinaria de inteligencia para poner en evidencia al Papa? Sin embargo, no fue así. Y ello porque ante el prácticamente unánime reconocimiento de las víctimas directas e indirectas del holocausto a la labor benéfica de la Iglesia a su favor, hubiera parecido insensata una iniciativa del género. Pero aun si se llevó ésta a cabo es claro que nada se halló que pudiera incriminar a Pacelli; de otro modo, ya se habría publicado a los cuatro vientos.

Consideremos ahora de quién vino el primer ataque frontal a la memoria del Pastor Angelicus. No vino de un judío, ni de una víctima de las leyes antisemitas, ni de un sobreviviente de los campos de exterminio. Vino de un alemán de pura cepa, que ni siquiera estuvo en el frente porque tenía catorce años apenas cumplidos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Todo lo que podía saber sobre la persecución contra los judíos y su exterminio en lo que se llamó eufemísticamente “la solución final” le vendría sólo de oídas y aun así se podría poner en duda, ya que el pueblo alemán experimentó después del conflicto una amnesia colectiva: nadie se había enterado, nadie podía imaginarse, se cumplían órdenes sin preguntar, etc. Quizás fue precisamente para exorcizar ese complejo de culpa de los alemanes por lo que Hochhuth escribió El Vicario. Era fácil encontrar un chivo expiatorio en un pontífice romano al que, en los tiempos que corrían, no estimaban los sectores más avanzados del catolicismo y de cuya supuesta pasividad se habían quejado católicos insospechables como Paul Claudel y François Mauriac. La calumnia nació, pues, fuera del ámbito judío y fue ajena por completo al de las víctimas de la Shoah, es decir los principales y directos interesados en el asunto.

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